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El juego y la fiscalidad

RICARDO LEZCANOSobre el juego se puede tener un criterio pragmático o moralista; ambos son plausibles. Lo que no se puede hacer es pasar súbitamente de la tolerancia reglamentada a la tajante prohibición, pues en este caso es inevitable producir sensibles daños económicos.Esta es la tesis que defiende el autor sobre el reciente asunto de las máquinas tragaperras.

Aun sin saber exactamente cuál ha sido la causa de este cambio de criterio en relación con las máquinas tragaperras, no parecen ser extraños al mismo ciertas valoraciones morales no muy claras. Indudablemente, el juego no es fuente de formación cultural ni escuela de ética, como, no lo es tampoco la bebida que, sin embargo, se ofrece a la tentación del ciudadano en la misma ocasión y lugar. De prohibir estas máquinas parecería que se entra en un proceso como el que en EE UU llevó a calificar de delictiva la ingestión de una cerveza en un lugar público.Aun con las mejores intenciones supuestas en el legislador, siempre parece excesiva y fuera de lugar la continua apelación a la moral cuando se trata de reglamentar actividades que tocan la esfera lúdica del individuo. En el caso que nos ocupa, incluso la moral que se utiliza ha sido de lo más fluctuante e indecisa. Hace años era legal dejarse el salario de un mes en las quinielas, pero no en la ruleta. Cuando se podían perder unas horas y unos billetes jugando en los juegos electrónicos se prohibió que éstos ofrecieran premios en metálico. Ahora se pretende que gastar el dinero en esas máquinas, tan gráficamente bautizadas tragaperras, es ilegal si se hace en un bar o una discoteca, pero goza de todas las bendiciones administrativas si ello se efectúa en una sala de bingo o en un casino. En resumen, una moral aplicada al juego que es polifacética, casuista y territorial. El buen burgués, que tiene tiempo, dinero y coche propio, puede disfrutar del juego en un casino, pero ello le está vedado al jugador de a pie que pretende amenizar su vermut con el giro loco de las ruedas de la fortuna. Aquí se quiere, por lo visto, utilizar el mismo criterio que en el sexo: las orgías están bien para los ricos, pero no para los obreros, que luego llegan tarde a su trabajo y se resiente el producto nacional bruto.

La verdad es que el juego, como fenómeno social, ha cogida de sorpresa a sociólogos, hacendistas y legisladores. Dijo alguien que España era un país pobre habitado por gentes que viven como ricos. Esto no quiere decir, naturalmente, que todos seamos cresos, pero sí que desde un tiempo a esta parte los españoles están viviendo por encima de sus medios y gran parte del dinero que debiera Ir a las cuentas de ahorro, a los valores mobiliarios o al calcetín, si ustedes quieren, se derrama alegremente en quinielas, bingos, casinos y tragaperras.

El bingo y los 'tragaperras'

El pueblo español se había gastado en 1975, en lotería, quinielas, ciegos, frontones e hipódromos, la respetable cifra de 95.000 millones de pesetas. Dos años después, esta suma subía a 167.244 millones, ayudada por los bingos y casinos, y en el pasado ejercicio, sin contar las máquinas tragaperras, se despilfarraban casi 600.000 millones. O sea, más de lo que cuesta el subsidio de paro y casi tanto como lo tributado por el impuesto sobre la renta y las retenciones a cuenta de los ingresos por trabajo. ¡Y todavía hay prevostes de las financias patrias que reputan a la reforma fiscal de confiscatoria!

Pero en esta invasión de la locura del juego hay especialidades de marcha moderada y otras de irresistible avalancha. Porque si la lotería ha tardado once años en multiplicar por diez sus ingresos -218.000 millones en 1981 - y las quinielas tardaron doce en pasar de 9.000 a los 45.000 millones del último año, los bingos igualaron a la lotería -166.000 millones- al tercer año de ejercicio, y la sobrepasaron hasta situarse, uno y otro juego, en 276.000 y 218.000 millones, respectivamente.

Sin embargo, la auténtica y arrolladora invasión la han producido las nuevas máquinas de juego. En un santiamén se han poblado de artilugios luminosos y musicales todos los bares, figones, tabernas y hosterías del reino, y el rumor de fondo de tales establecimientos se ha visto enriquecido con las extrañas musiquillas de tales artilugios, mezcla de cornamusa y armónica, que lo mismo tocan Los pajaritos que el Stars and stripes.

Pero, sea por sus atractivos psicodélicos, sea por la tentación cercana y constante que representan, las susodichas máquinas, en menos de un año que llevan funcionando, han absorbido más monedas por sus insaciables fauces que todos los demás juegos juntos. Posiblemente, más de un billón de pesetas anuales.

Para los incrédulos, he aquí un somero cálculo. En fecha reciente había censadas 197.444 máquinas de tipo B y 610 de tipo C. Unas y otras sólo se diferencian en una caprichosa distinción fiscal y administrativa que poco tiene que ver con la realidad.

Cualquier máquina instalada en un bar de tipo medio da a repartir, diariamente, una cifra no inferior a 5.000 pesetas -fifty-fifty entre propietario de la máquina y dueño del local-. Pero como estos trastos dan de premios una cifra que oscila, según tipos, entre el 66,66% y el 80% de lo que recaudan, para que por abajo salgan premios y beneficio, por arriba han de entrar unas 20.000 pesetas diarias. Multiplíquese 20.000 por 200.000 máquinas y por 285 días laborables que tiene un bar, y hallaremos la increíble cifra de 1.140.000.000.000 de pesetas.

La moral y la fiscalidad

Utilizando terminología hoy de moda, este nuevo golpe de timón que afecta a las omnipresentes máquinas tragaperras, llevará aparejada la pérdida de unos enormes ingresos para el Estado. Unos enojosos pero imprescindibles datos fiscales, nos mostrarán que tales máquinas satisfacen, en primer lugar, un impuesto de licencia fiscal por el sistemá de patente. Que deberían abonar una tasa de juego como cualquier otra actividad de tal tipo. Para ello existen indudables obstáculos, ya que sus ingresos no tienen el control documental de otros juegos, como sucede, por ejemplo, en el bingo. Una tasa de sólo el 10% sobre el monto total de lo que se juega en las máquinas representaría más de 100.000 millones de ingresos. Si las dificultades de control aconsejaran abandonar el sistema de tasa sobre recaudación, una imposición individualizada de 50.000 pesetas por aparato da también la misma cifra. Pero, además, se nos iría de las manos la tributación que a través del impuesto sobre la renta debe gravar los beneficios obtenidos por los industriales en cuyos locales se explotan las máquinas. Si calculamos que cada una de éstas deja al propietario del local 2.500 pesetas diarias, dichos contribuyentes han de incrementar a los beneficios derivados de la actividad comercial unas 600.000 pesetas anuales. A los tipos en la escala del impuesto sobre la renta, según el nivel medio que estos industriales alcanzan, se perderían lo menos 100.000 pesetas por contribuyente. Finalmente, tenemos los beneficios obtenidos por las empresas operadoras, fabricantes e intermediarios, con lo que se puede deducir que dentro de este enorme tráfico dinerario se juega una tributación para el erario de 300.000 millones de pesetas.

Todos nuestros respetos, pues, para la moral, pero considerada en abstracto. La que, hic et nune, se refiere al juego nos va a costar demasiado cara, y no está el país para tan delicados mohínes de conciencia.

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