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VIGÉSIMO SEGUNDA CORRIDA DE LA FERIA DE SAN ISIDRO

En la liturgia de la tauromaquia, Antoñete es el papa

Plaza de Las Ventas. 3 de junio. 22º corrida de la feria de San Isidro.Toros de Juan Andrés Garzón, bien presentados, flojos, nobles. Inválidos cuarto y sexto; éste sustituído por el sobrero, de Manuel Santos, con trapío, manso, manejable.

Antoñete: Pinchazo y media atravesada baja (vuelta con protestas). Estocada / aviso con retraso l y dobla el toro (dos orejas y dos clamorosas vueltas al ruedo). Salió a hombros por la puerta grande.

José Antonio Campuzano: Bajonazo descarado (aplausos y saludos) Bajonazo (palmas y algunos pitos).

Jairo Antonio Castro, que confirmó la alternativa: Pinchazo y estocada (palmas y saludos). Estocada (ovación).

A causa de la lluvia empezó la corrida con cuarenta minutos de retraso y terminó pasadas las 22'00 horas.

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Toros a la gabardina

¡Annuntio vobis gaudium magnum! Retumbó en la cátedra la grandilocuente voz cardenalicia y el gentío se estremecía de emoción. El elegido y aún no proclamado, sabio por edad y experiencia, mechón blanco, el rostro transfigurado por la trascendencia del momento, había cambiado la espada y volvía al toro, cruzando solemnemente el diámetro del ruedo bajo el peso de la púrpura. Y fue entonces cuando ofició los más profundos ritos de la liturgia taurina, que en el mundo llaman ayudados por bajo.

Habemus papam!. Allí mismo llegó la proclamación, urbi et orbe. Al rematar los ayudados con un pase de pecho de pitón a rabo, la. plaza le aclamó "¡torero!" y le hizo papa de la tauromaquia. Para Las Ventas, estado pontificio del planeta de los toros, efectivamente es papa, uno e indiscutible, nacido en los propios edificios de la cátedra, veterano en las lides taurinas, curtido en las mil peripecias de la vida.

Eminentisimus et reverendíssimus Antonius Chenelis.... Este es el hombre, retornado,al oficio para el que fue concebido, tras una prolongada andadura a bofetadas por la susbsistencia; maduro, más torero que nunca, investido de dignidad. Por eso la solicitud le rodea. Los miembros de su cuadrilla le vigilan, le cuidan, le miman. También el pueblo. Antonio Chenel es intocable, y así conviene que sea. Hay en su persona un compromiso histórico: el de restaurar la fiesta de arte, reciedumbre y torería que se perdió por los oscuros vericuetos de las exclusivas. Se trata de que su magisterio prenda. De manera que si sale, como ayer para él, ese toro pastueñito e inválido que la afición rechaza con ira en cualquier circunstancia, porque no hace fiesta, se produce un pacto de silencio, y continúa su lidia pese a la debilidad manifiesta.

Sibi nomen imposuit, Antoñete! Con este nombre reinará: Antoñete. En él. está la categoría y todo lo demás es anécdota. Importa.poco que su primera faena no saliera redonda; importa poco que salpicaran la segunda algunas imperfecciones. ¿Quién no ha tenido pecadillos?. Un gran papa podría ser también un gran pecador. En la primera, la muleta resultó muchas veces atropellada, pero le redimió una voltereta impresionante., Y no sólo la volteréta, sino el aplomo con que se recuperó del percance, para volver crecido al toro y mejorar la calidad del toreo. En la segunda, también se dejó Antoñete puntear los engaños, con mayor frecuencia en los naturales que en los redondos, pero remitía la importancia de estos defectos por el terreno donde la realizó, en los medios; el cite a la distancia que unicamente dan los valientes, dejándose ver; la ligazón; la armonía, el empaque. Y más aún: no se trataba de una sucesión de pases sino de una auténtica creación artística, conseguida a pulso de hombría y de inspiración, cuya esencia superaba las bonancibles condiciones del toro. Una faena sólidamente construída, bella, fragante, que fue de menos a más, hasta oficiar los más profundos ritos de la liturgia taurina, que en el mundo llaman ayudados por bajo.

Las reglas de la lídia ordenaron un aviso, que incluso llegó con retraso, y hasta los más celosos vigilantes de la puntualidad reglamentaria denigraron esta advertencia presidencial. Antoñete, pontifex maximus de la tauromaquia de hoy, es un símbolo sagrado. A hombros lo sacó el pueblo por la puerta grande y nadie puso en duda que salía en silla gestatoria.

En la tarde de su entronización, Antoñete no estuvo acompañado por el sacro colegio cardenalicio sino por dos acólitos. A uno de ellos le ordenó matador de toros. Se llama Jairo Antonio, es colombiano y se le apreciaron cierto oficio y gusto en la ejecución de las suertes. El otro, José Antonio Campuzano, venía consagrado de la Maestranza -que reclama ser también estado pontificio- y aquí puede haber cisma pues defraudó en Las Ventas. Vulgar, reiterativo, profuso en el empleo de trucos como meter el pico y ahogar las embestidas, se permitió incluso la insolencia de encararse con el público. Madrid le bajó los humos y le despidió con indiferencia.

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