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Infidencias de un Jurado en Cannes

GABRIEL GARCIA MARQUEZEsta vez no se oyeron las rechiflas habituales cuando el presidente del jurado, el italiano Giorgio Strehler, reveló el veredicto unánime en la ceremonia de clausura del 35º Festival de Cannes. Aquel público compacto de especialistas y aficionados del mundo entero parecía aprobar de ese modo el acuerdo nada fácil de dos mujeres y ocho hombres de nacionalidad diversa, cuya reunión decisiva, la noche anterior, había durado nueve horas sin una sola pausa. Yo era uno de ellos.

Esta vez, como tantas otras, la Palma de Oro fue repartida entre dos películas. Nunca me ha gustado esta solución, que siempre parece de compromiso y que en todo caso es intermedia. Creo que una profundización en el juicio de las películas empatadas tiene que conducir sin remedio al hallazgo de valores que harían prevalecer a una sobre la otra. La solución, por supuesto, habría sido resolver la duda mediante una votación. Pero desde el principio nos habíamos impuesto el compromiso de no apelar a ese recurso sino en casos extremos. Más aún: cuando el jurado es de número par, como era nuestro caso, el presidente tiene derecho a resolver los empates electorales con un voto suplementario; pero Giorgio Strehler renunció desde el principio a ese privilegio para sentirse en situación igual al resto del jurado. Esto nos obligó a analizar cada película con argumentos razonados. El director del festival, Robert Favre le Bret, comentó, cuando lo supo, que en 35 años no había visto un jurado que hablara tanto.

Mi candidato para la Palma de Oro sin compartir fue siempre Missing, del griego naturalizado francés Costa Gavras, que revela, a través de un caso particular, toda la tragedia humana del golpe militar de Chile y denuncia la complicidad de grandes funcionarios de Estados Unidos. Me pareció que la única limitación de esta película era su escritura clásica, dentro del ámbito de un concurso donde uno tiene derecho a esperar invenciones renovadoras. La actuación de Jack Lemmon, como había de reconocerlo el veredicto, no sólo parecía la mejor del festival, sino también la mejor de su carrera. Sin embargo, en el curso del debate se fue definiendo con claridad que todos los jurados estaban de acuerdo en que Missing era una de las dos mejores películas, pero no todos pensábamos que fuera bastante buena para obtener sola la Palma de Oro.

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La otra película favorita era Yol, del turco Yilmaz Guney, que en noventa minutos de proyección intensa hace sentir en las entrañas cuán terrible es el drama simple de estar vivo en la Turquía de hoy. Al contrario de Missing, que tuvo al servicio de su buena causa la inmensa maquinaria de producción de Hollywood, la película turca había sido escrita y planeada en la cárcel, hasta en sus detalles más ínfimos, por un preso político, y desde allí dirigida por interpuesta persona, hasta el punto de que no parece posible determinar con justicia quién es en última instancia su autor verdadero. Con todas las cosas raras que han ocurrido en la historia del cine, no creo que haya ocurrido antes nada tan raro como esto.

Desde el principio del debate quedó claro que Yol era la película que había impresionado más a fondo a todos los jurados, pero no existía la misma unanimidad en cuanto al premio que se le debía otorgar. Para mí era muy claro que parecía hecha sobre medida para el premio especial del jurado, por una verdad que puede parece paradójica: aunque es imposible precisar quién es su autor verdadero, la película tiene una respiración personal que es uno de sus encantos mayores. En todo caso, los reglamentos del festival, que Giorgio StrehIer se había aprendido, de memoria como si fuera un guión de teatro, establecen de un modo expreso que la Palma de Oro y el premio especial del jurado no son un premio primero y un premio segundo, sino que son dos premios paralelos del mismo nivel. Con todo, más bien por razones prácticas, la fórmula del ex aequo se impuso. Pero sólo en la ceremonia final fuimos conscientes los jurados de que habíamos hecha por la armonía interna del Tercer Mundo algo más que repartir un premio. Habíamos conseguido el milagro de que un griego y un turco se subieran a un escenario para besarse de felicidad ante los ojos del mundo entero.

El resto de los premios fueron fáciles. El homenaje a la obra conjunta de Michelangelo Antonioni, tomando como punto de referencia Identificazione de una donna, que es su película más refinada a los setenta años de su edad, era un acuerdo que todos llevábamos resuelto en el corazón. Mi única duda general sigue siendo que el premio especial del jurado, atribuido a la Notte di san Lorenzo, de los hermanos Taviani, y el premio de la mise-en-scene, atribuido a Fitzcarraldo, del alemán Werner Herzog, quedaron en posiciones intercambiadas.

En efecto, desde que vi La notte di san Lorenzo me sentí estremecido por su fluidez y deslumbrado por la luz de diamante de la Toscana, pero me quedé al final con la zozobra de no saber a ciencia cierta lo que sus autores admirables me habían querido decir. No estuve solo en ese abismo: otros dos jurados pidieron verla de nuevo. Pero al cabo de un día de reflexión decidí no asistir a la repetición privada, porque mis relaciones con el arte han sido siempre de amor a primera vista, y no recuerdo ninguna obra de ningún género que me haya impresionado más la segunda vez que la primera. En la discusión final, por supuesto, mis reservas no fueron un obstáculo para la unanimidad.

El premio especial del jurado me parecía más adecuado para Fitzcarraldo, no porque fuera mejor o peor, sino porque tiene ese aliento misterioso, indefinible y devastador que permite identificar de inmediato una auténtica obra de arte: la inspiración. Es esa magia oculta lo que le permite a la película alcanzar con el mismo impulso las alturas más sublimes de la locura y los abismos más insondables de la chapucería poética. Esto no lo tenía ninguna otra película del festival, y es un milagro cada vez más raro en las artes contemporáneas. Si Herzog no despuntó en el primer lugar, a mi juicio, fue porque se disolvió en el conformismo de un final a la manera de Rossini, en lugar del apocalipsis wagneriano que todos esperábamos para quedar completos después de tantos desafueros de la imaginación.

Muchos espectadores creyeron ver en el delirio de Fitzcarraldo algo como un saqueo a mano desarmada en las novelas contemporáneas de la América Latina. Sobre todo, en el episodio de un personaje que se vale de un bloque de hielo para impresionar a los indios de la Amazonia, y la imagen de un barco encallado en medio de la selva. Por eso fui muy claro en el seno del jurado en el sentido de que estaba dispuesto a renunciar a lo que pareciera mío, porque además no eran imágenes esenciales, sino todo lo contrario: simples tropiezos de la película. Sin embargo, cuando Werner Herzog me llamó por teléfono al día siguiente para decirme, con una amabilidad muy suya, que le gustaría hacer algo conmigo, no pude resistir la mala educación de contestarle: "No se preocupe, Herzog: ya lo hemos hecho". Le doy excusas públicas.

© 1982.

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