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Reportaje:

El Año Santo transforma la fisonomía urbana de Compostela

La celebración del Año Santo Compostelano sirve de pretexto a numerosas personas para desplazarse a Santiago con el fin de mejorar sus economías a costa de los peregrinos y turistas que acuden a la ciudad del Apóstol. Para ello exhiben sus habilidades ante los centenares de viajeros que diariamente llegan en autocares ante la catedral y luego deambulan por las empedradas ruas compostelanas. Las actuaciones de hombres-orquesta, mimos, funambilistas y otros artistas callejeros, hacen perdurar la vieja tradición de los titiriteros que a lo largo de los siglos han acudido a las concentraciones de peregrinos. Sin embargo, la metamorfosis jacobea es especialmente notable este año, los peregrinos con sayón y concha al cuello apenas han sido vistos en estos primeros meses de 1982.

Sustituida, hace ya más tiempo del que puede alcanzar la memoria, la vieja imagen del peregrino de sayal y concha al cuello por la eficiencia industrial de los operadores turísticos -que no renuncian, sin embargo, al uso de la simbología tópica como reclamo-, el Año Santo sigue provocando el cíclico retorno a Compostela de una peculiar orden de marginados, itinerante y ferial, que enlaza en cierto modo con algunos de los más antiguos fenómenos sociológicos incubados en el camino de Santiago.Mimos, funambulistas y músicos callejeros, que la crisis multiplica en número suficiente como para abastecer varias orquestas, hacen, en las calles del casco viejo santiagués, el paradójico contrapunto de tradición a un turismo de masas que ha vaciado de contenidos simbólicos el peregrinaje. Un paseo por la ciudad monumental, parcialmente entregada por el Ayuntamiento a los peatones, que en poco tiempo han conseguido expulsar con su presencia a los coches de toda la zona, permite al más convencional de los turistas el acercamiento a una inusual fisonomía urbana que Compostela perderá -como otras veces- cuando el Año Santo termine.

Hasta que la puerta santa sea tapiada, el próximo 31 de diciembre, para un período de once años no santificados por el calendario, es posible el reencuentro con los últimos flecos de la tradición jacobea a través, precisamente, de la nada infame turba de titiriteros, atraída, como viene ocurriendo desde hace siglos, por las concentraciones de peregrinos, a los que ahora se añaden los turistas en un espacio urbano muy limitado físicamente.

La ciudad, teatro abierto

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La particular estructura de la vieja Compostela, salpicada de pequeñas plazas y calles estrechas cerradas al tráfico, favorece además la efectiva conversión del casco antiguo en un gran teatro abierto al uso de cualquiera con habilidades que exhibir.

De hecho, son tantos los dispuestos a mostrarlas, que la lucha por una esquina bien situada, una calle de paso frecuente o una plaza de acústica especialmente propicia amenaza con alcanzar niveles tragicómicos a medida que se acerca la época de las grandes peregrinaciones. Nada ha ocurrido, sin embargo, hasta ahora: el hombre-orquesta, que da la oportunidad de escoger entre un amplio repertorio de piezas y aprovecha para promocionar su condición de animador de bodas, banquetes y bautizos, convive en perfecta democracia sonora con un acordeonista situado al otro extremo de la calle y un clarinetista que saca notas a su instrumento algunos metros más allá.

Otros, más próximos a la concepción puramente visual del espectáculo, buscan las plazas para ejercer su oficio sin mayores problemas de competencia. Un guineano, que redondea su presupuesto de estudiante en Santiago con las monedas que premian sus exhibiciones mímicas de cada domingo, representaría el grado artesanal de una escala coronada, al otro extremo, por los aramis. Los espacios físicos se corresponden también. Mientras el guineano utiliza habitualmente la discreta plaza de Toural -ágora tradicional para la propaganda y confrontación política-, los aramis, funambulistas de presencia recurrente en todos los años santos, consiguen montar sus cables frente a la fachada de la catedral, en la mismísima plaza del Obradoiro.

Todos ellos -funambulistas, músicos, rnimos, actores de un día- han venido a modificar, por vía de paisanaje, el habitual paisaje urbano de Compostela, para diluir con su presencia una cierta estética miserabilista, propiciada por los gitanos portugueses, que hacen de la mendicidad una labor casi comercialmente organizada en las calles.

Peregrinos y turistas

Nunca falta público para aplaudir las habilidades de esta improvisada tropa dela legua. Decenas de autobuses dejan diariamente al pie de la catedral a los componentes de no menos de tres o cuatro peregrinaciones, que llenan las naves para ver funcionar, durante la misa del mediodía, el botafumeiro. Las escenas se repiten un día tras otro con frecuencia de rito: desde las colas para enfilar al estrecho pasillo que conduce al altar mayor, donde parece obligado el abrazo a la imagen del apóstol, hasta los suaves cabezazos -croques- a la figura en piedra del maestro Mateo. El resultado lógico es un sordo rumor constante que cierra toda posibilidad de lograr el climax religioso deseado por los eclesiásticos. Pretexto más o menos velado, en general, para hacer turismo, las peregrinaciones suelen participar de una misma celebración litúrgica diaria especialmente dedicada a ellas, aunque las más numerosas -alguna de hasta 5.000 personas- cuenten con acto jubilar propio.

Gentes del camino

Las invocaciones a Santiago, momento central del peregrinaje, ponen en ocasiones a prueba la inmovilidad de la imagen del apóstol, obligado a atender peticiones públicas tan insólitas como las de los representantes de las cajas de ahorros, que reclaman la intercesión del santo "para que cesen las discriminaciones a nuestras entidades de crédito". La experiencia de recientes discursos de temática no exactamente piadosa pronunciados con ocasión del día del apóstol parece haber hecho costumbre.

Por lo demás, comienza a singularizarse entre las oleadas de ganadores del jubileo un peculiar grupo de visitantes, extranjeros por lo general, que canalizan su evidente devoción religiosa a través de los circuitos turísticos con vencionales. Santiago es para muchos de ellos una especie de etapa vértice en el triángulo iniciativo Lourdes-Compostela-Fátima, que los operadores turísticos comienzan a considerar con profana atención.

Quedan, finalmente, los peregrinos al viejo estilo, reducidos, por su escaso número, a la condición de elementos más o menos exóticos del tipismo que se supone consustancial al Año Santo. No suman mucho más allá de una docena los que en estos cinco primeros meses han abordado la aventura de hacer alguna de las rutas históricas del camino a pie o utilizando un medio no mecánico. Dos de ellos se adelantaron incluso al comienzo del año jubilar para presentarse en Santiago en los últimos días de diciembre: el japonés Kumio Imada, que hizo el viaje a caballo desde París, y el italiano Salvatore Lanza, que invirtió seis meses en recorrer los 2.900 kilómetros que separan Latina, al sur de Roma, de Compostela.

No faltó tampoco la pareja de franceses que todos los años del jubileo hace el camino en bicicleta a partir de una de sus cabeceras -esta vez, la de Arlés- al norte de los Pirineos. Pierre y Georgette Renait, dos ancianos de Aviñón, tuvieron menos suerte que sus compatriotas: un ataque de reúma los disuadió, en León, del proyecto de recorrer el camino a pie, cuando habían cubierto ya más de mil kilómetros.

Restos de una concepción del Año Santo que Torrente Ballester define como la simple memoria de algo que existió, estos peregrinos pasan desapercibidos en las calles de una Compostela que debe su transitorio cambio de aspecto a otras gentes sin aparente relación directa con el jubileo. Aunque no falta quien piense que son precisamente estos últimos la única supervivencia real del Año Santo histórico.

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