Trasplante, diálisis o muerte
"Su enfermedad es incurable. La medicina no puede hacer nada". Todos los médicos hemos tenido que enfrentarnos más veces de las que desearíamos a la necesidad de hacer esta aseveración. Y todos sabemos cuánto nos duele tener que capitular ante la impotencia de nuestros recursos, sobre todo si la relación médico-paciente ha favorecido un conocimiento más íntimo del enfermo y de su entorno familiar.La inexorabilidad del proceso mortal de una enfermedad es la gran tristeza de la profesión médica, y por más que se crea lo contrario uno jamás llega a acostumbrarse a ella. Felizmente, los progresos de la medicina han ido reduciendo el cupo de las enfermedades mortales. El médico dispone de armas cada vez más eficaces, tanto para el establecimiento de diagnóstico precoz como en la terapéutica y en la aplicación de nuevas técnicas de la cirugía. Pero siguen existiendo enfermedades implacables ante las que sólo está a nuestro alcance la disminución del dolor físico y el incentivo del estado anímico del enfermo. Tal vez la situación más penosa sea la del enfermo cuya vida -cuyo derecho a vivir- depende directamente de un tratamiento permanente, que no se puede interrumpir, que implica necesariamente la más rigurosa continuidad. Es el caso de los que sufren insuficiencia renal crónica, una enfermedad que plantea claramente sus salidas: trasplante, diálisis o muerte. Hasta 1959-1960, fecha en que se realizó el primer trasplante de riñón con éxito y las primeras diálisis periódicas en Estados Unidos, la única diferencia entre un enfermo de insuficiencia renal y un condenado a muerte era la seguridad que el segundo tenía del día y hora de su fin. A partir de aquellas fechas históricas, a los enfermos renales se les abrió una perspectiva de sobreviviencia, pero condicionada a la rutina inviolable de la diálisis y a la espera, impaciente y nerviosa, de la donación de un riñón. Por ello, el enfermo de insuficiencia renal constituye un caso especialmente delicado y digno de la mayor atención de la sociedad en que vive.
Veinticinco años de especialización en esta enfermedad nos posibilitan una visión más completa, en extensión y profundidad, de la que puede proporcionar un contacto o una observación casual. Al insuficiente renal no se le puede engañar ocultándole la verdad, como se hace, debida o indebidamente, por ejemplo, con un enfermo de cáncer. El enfermo de riñón es plenamente consciente de su dependencia de una máquina o de la generosidad de un donante, y toda su vida está marcada por las dos cosas. Del carácter y circunstancia de cada enfermo depende su actitud, y es alentador comprobar el gran número de enfermos en tratamiento de diálisis que afrontan su desgracia con una entereza extraordinaria. No es mucho pedir que a esta colectividad se la respete y ayude, en justa compensación a su condición de inferioridad, dependencia y ansiosa expectativa. Y sobre todo, que no se la manipule.
No cabe duda de que el trasplante -que siempre hemos defendido- es la gran solución para el insuficiente renal, pero tampoco cabe dudar de las casi insalvables dificultades que conlleva su completa implantación por más avanzado que esté un país y por más esfuerzos coordinados que se realicen en su favor. En este sentido, las estadísticas lo dicen bien claro. La Sociedad Europea de Diálisis y Trasplante informa que en Europa hay actualmente 67.412 enfermos en diálisis y 12.349 que han sido trasplantados, lo que arroja una proporción de casi 5,5 por 1. Con el agravante de que prácticamente la mitad de los trasplantados tienen que volver a la diálisis aun cuando se superen los problemas iniciales de rechazo. Así, aunque se multiplicara la donación de riñones -objetivo que debería merecer la mayor dedicación de las autoridades a través de campañas apropiadas-, el problema colectivo de los enfermos renales seguirá requiriendo el complemento de la diálisis.
Centros estatales más caros
Los trasplantes que ofrecen mayor garantía de perpetuidad son los que se hacen con riñón donado por un ser vivo, en cuyo caso es indispensable la relación de parentesco directo (padres, hermanos o hijos) entre el donante y el receptor, además de la obligada compatibilidad, no intrínseca en el mencionado parentesco. Cuando se producen todas estas circunstancias, el porcentaje de éxitos definitivos después del quinto año del trasplante alcanza un 75%. El 25% restante tiene que volver, inevitablemente, a la diálisis.
Opinamos que debe existir una información correcta sobre tales extremos, para que el trasplante ocupe su justo lugar en la problemática social del enfermo de riñón. Hay una razón humana, poderosa, para que el trasplante represente un objetivo deseable, y es que al menos durante un período de tiempo normalmente de cinco años el 50% de los enfermos han podido abrir un paréntesis en su dependencia de la máquina, en el peor de los casos. Nos referimos a los trasplantes con riñón de cadáver, que constituyen la gran mayoría de los que se realizan. Y en el mejor de ellos, se ha liberado de por vida de lo que parece una verdadera pesadilla, sobre todo para las personas sanas que contemplan el problema desde fuera y se asombran y horrorizan de tan tiránica dependencia. Pero nos permitimos observar que la humanidad celebraría con la mayor de las alegrías la noticia de que los enfermos de cáncer se podrían mantener vivos, y sin sufrir, con doce horas de diálisis a la semana.
Existen actualmente en España 157 centros de diálisis, de los cuales veintinueve se encuentran en Cataluña, que juntamente con Suiza, Suecia, Israel y Dinamarca son las únicas comunidades que cubren sus necesidades de forma total. Respecto at trasplante hay en España veinte centros, de los que siete están en Madrid, cinco en Barcelona (uno en Hospitalet) y los demás se distribuyen por Santander, Salamanca, Sevilla, Bilbao, Oviedo, La Coruña y Zaragoza.
Evidentemente, la vida de los enfermos renales depende de los centros de diálisis. Actualmente en España el 70% de ellos son centros privados, dándose la circunstancia de que en los centros estatales el tratamiento por diálisis resulta un 30% más costoso que en los centros privados, además de producirse, para los nefrólogos que trabajan en aquéllos, extraordinarias dificultades de utillaje y equipo humano. Esta situación fue la que generó -felizmente para los enfermos- la aparición de los centros privados, sin los cuales, y ante la escasez de trasplantes, los enfermos de insuficiencia renal estarían, en un gran porcentaje, pasivamente condenados a muerte. Resulta dramático, pero verdadero, recordar que antes de la proliferación de la diálisis, y en países adelantados como Estados Unidos, los médicos de los hospitales, abrumados por tener que tomar decisiones de vida o muerte ante el exceso de enfermos y la precariedad de medios, exigieron de la Administración la formación de las llamadas comisiones de muerte, en las que un sacerdote, un sociólogo, un economista y un moralista compartían con el médico la elección de los pocos que iban a salvarse. Estamos hablando de 1960, no de la Edad Media.
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