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Tribuna:CENTENARIO DE DARWIN
Tribuna
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Los perdedores, contra el darwinismo moral

Los antiguos ya habían colocado en el altar del mito la convicción de que el poder es sagrado. Sin embargo para la razón clara y distinta, que decía Descartes, o crítica y adulta, que escribían los ilustrados germanos, una vez proclamada la defunción del Olimpo, estaba fuera de toda duda que el progreso es fruto de la voluntad de poder y es sanción de los más fuertes. El resto pertenece a la prehistoria, al precio del desarrollo. El descubrimiento darwinista les consolaba de tanta lucha ilustrada contra el oscurantismo.Años antes de Darwin, Hegel había sentenciado que al pueblo dominante en cada etapa histórica le competen unos derechos que ningún pueblo inferior puede osar poner en tela de juicio. El mismo Karl Marx, pese al feo que le hizo Darwin negándose a aceptar la dedicatoria del segundo libro de El capital, coincidía con la inspiración del científico, inglés cuando colocaba al proletario en el gozne de la historia. No era la debilidad de la clase trabajadora la que la erigía en sujeto de la historia, sino su fuerza: aunque fuera víctima de la explotación capitalista, el proletariado era el único grupo social capaz de terminar con ella. Entre un capitalismo, titular del trabajo muerto, y el proletariado, sujeto del trabajo vivo, estaba claro quién iba a ser investido con la máxima responsabilidad histórica.

Organización racional

El viejo sueño ilustrado de arribar a una organización racional de la existencia se basaba en la convicción de que el hombre moderno podía desarrollar convenientemente las ciencias objetivas y dar con los, fundamentos universales de la moral y el derecho. Esas certezas que se habían impuesto en la filosofía y en las ciencias sociales encuentran en Charles Darwin la confirmación científica, al demostrar que el progreso es un carro triunfal tirado por quienes más puntúan en las duras y concurridas oposiciones de la supervivencia.

Nada tiene, pues, de extraño que el darwinismo invadiera todos los campos, como un método agradecido, que volvía a fecundar, con el prestigio de la ciencia, a toda una mentalidad cuya inspiración compartía. El entusiasmo llegó hasta la música: "El laúd, como instrumento de música doméstica", decía Oswald Koller en 1900, "fue desplazado por el piano. De los numerosos instrumentos de cuerda y aire que nos relatan Virgilio y Pretorio, sólo han sobrevivido, aquellas especies superiores que nosotros usamos hoy".

La moral no podía quedar al margen de la invasión darwinista. Al fin y al cabo, la modernidad cuenta entre sus logros más granados la concepción práctica de la filosofía, esto es, que no se puede hablar de verdad al margen de la libertad. Moral y ciencia se acompañan desde Descartes con mucha mayor intimidad que hasta entonces. Unos la utilizaron para legitimar el derecho superior de los rubios sobre los morenos y otros, como el primer Kautski, para clavetear el materialismo dialéctico con aquello de que "el marxismo no tiene idea les que cumplir, sino objetivos que alcanzar".

Pocos años después de Darwin, un observador tan agudo como Max Weber hacía balance y llegaba a la conclusión de que toda esta historia se saldaba con una grave pérdida de libertad y sentido, alejándose este resultado del primer ardor ilustrado, tan convencido que estaba de que el progreso y la libertad debían darse la mano. En la sociedad posilustrada el perro inmoral puede más que el perro moral, como escribía aquí recientemente Richard Dawkins, con lo que se llegaba a la apoteosis de la moral cínica (cínico significa perruno).

Y ¿los débiles?, ¿las víctimas de la selección natural?. Porque si la ciencia tiene sus exigencias, la moral tiene su corazón. Siempre se puede recurrir a la religión, al romanticismo o a algún generoso humanismo para reivindicar la moral del vencido. Pero, puesto que estamos en una sociedad posilustrada, no faltará quien la descalifique por irracional o arcaica,

Mario Bunge buscaba aquí mismo una salida al colocar la moral como una aceptación de los condicionamientos biológicos, sociales e históricos del hombre, sin que, por otro lado, renuncie a valores y normas que vayan contra esos condicionamientos relativos. Pero, ¿de dónde le viene al hombre su capacidad de rebelarse contra las normas dominantes, dónde inspirarse para la creación de nuevos valores? De los débiles, de los caídos, de los muertos. Al fin y al cabo, si la moral se resiste a perder la pretensión de universalidad de los principios morales -actitud casi heroica en estos tiempos de liberalismo ético-, no es tanto por manía imperialista cuanto por la convicción de que la única garantía de los débiles es que todos tengan los mismos derechos que normalmente disfrutan los pocos fuertes.

La razón no se agota en la ciencia

Pero, para que esos derechos amanerados sean hoy reconocidos, tiene la moral que hundir sus raíces en la realidad de la ciencia. Lo que ocurre es que nadie como Darwin ha contribuido a la ilusión de que cuando la gran palabra realidad se agota es la realidad a la que tiene acceso la ciencia, que es la parte emergente y triunfante de la realidad. La otra parte, la olvidada, que sólo merece la consideración de prehistórica porque lo suyo, se piensa, es alquilar los costados para que se aúpen los que hacen y escriben la historia, no existe para la racionalidad moderna, porque la ciencia no sabe qué hacer con ella. Sólo los artistas y los narradores saben de su existencia. No parece, sin embargo, que porque las funerarias sólo circulen de noche, o porque los locos estén encerrados en los manicomios, pues que la muerte no exista o que todos los que deambulan por la calle estén cuerdos.

Bueno es que la ciencia, tras tantos años de denuncia a las estrecheces de la racionalidad científica, se interese por la moral, como dicen los más avanzados filósofos de la ciencia. Pero como sigan afirmando que no hay más formas de razón que la ciencia, nos seguirán machacando al oído que el futuro ideal de las catedrales son los bancos, que el porvenir del pueblo es la ciudad dormitorio. Y cada vez se lo van a creer menos. Los artistas no se lo han creído, y los habitantes de las periferias urbanas, tampoco. Mediante el relato y el recuerdo, los perdedores defienden una parcela de la realidad que ignora el darwinismo social.

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