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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los brigadistas enjaulados

ALGO PASA en el mundo con los grandes procesos de importancia nacional: los acusados tratan de convertirse en acusadores, el armazón del sistema político tiembla y se sospecha siempre que la última verdad quedará oculta, y los manipuladores del delito, en condiciones de continuar. Es el caso del proceso de los supuestos asesinos de Aldo Moro en Italia. Moro fue secuestrado en marzo de 1981 y su cadáver apareció dos meses después en un automóvil estacionado en el centro de Roma. El proceso se celebra tres años más tarde, en unas condiciones de espectáculo, de incidencias y de confusiones que, en lugar de despejar -como es atributo y obligación de la justicia- las culpabilidades y dictar sentencias con carácter resolutivo del caso, dejan aparecer tramas y embrollos aparentemente secundarios, pero que hacen suponer a la opinión pública que todo es más grave, más extenso, más sucio.En el caso Moro, los terroristas de las Brigadas Rojas han conseguido una sucesión de éxitos (desde su punto de vista). El espectáculo del secuestro de uno de los hombres más importantes de Italia -creador del sistema político que pervive desde hace casi cuarenta años-, de su juicio y de su ejecución es uno de ellos: dar una serisación de poder, de inmunidad y uri. simulacro de justicia.

Sin embargo, es mucho más importante el segundo efecto: las cartas y documentos de Aldo Moro durante el cautiverio, las acusaciones mutuas de los políticos, la falta de unanimidad en la respuesta a esta agresión, consiguieron ofrecer una imagen de una sociedad política en plena corrupción y decadencia, incluyendo en esta sensación a todos los partidos parlamentarios -con la excepción de los radicales-. Un efecto desestabilizador de primera magnitud: el odio popular al terrorismo -que existe en Italia, como en todas partes- se completó con la desconfianza hacia un sistema político más o menos conjugado con el terrorismo, capaz de nutrirse de él para seguir gobernando y pactando.

El tercer éxito de las Brigadas Rojas es este desprestigio de la justicia, aún más allá de la honorabilidad, la libertad de juicio y la fidelidad a los principios de su carrera de los magistrados juzgadores. El espectáculo montado en las jaulas en que están encerrados durante la vista los acusados, los gritos, los insultos, las denuncias, el manoteo con los guardianes, la suspensión del juicio durante unos días, tratan de sugerir que hay una última verdad que nunca saldrá a la luz y que los terroristas son los auténticos rebeldes de un sistema culpable. Los tres años que ha tardado la instrucción, los seis meses que puede tardar el juicio, suscitan sospechas de amaño, de manipulación de todo el asunto: la actitud de los terroristas enjaulados está dirigida a esa otra forma de desestabilización.

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Si mientras en torno a este desgraciado espectáculo del foro itálico la legalidad política sigue mostrando su incapacidad y sus riesgos continuos, la sensación de decrepitud, decadencia y degeneración aumenta.

Hay, naturalmente, una gran y fundamental abstracción que hacer en todo ello: el delito Moro es en sí mismo un hecho aberrante, un asesinato dotado de todas las agravantes, y los únicos reales verdaderos culpables son quienes lo perpetraron -sean los encerrados enjaulas o sean otros-. Por muy malo que fuera el sistema político de Italia -que no lo es-, no tendría ni siquiera una aproximación a la maldad del delito en sí y de sus delincuentes. El sistema político y moral que pretenden demostrar los brigadistas como ejemplar queda definido en sí mismo por este asesinato y por tantos otros menos llamativos: descalifica para siempre su supuesto programa como una opción política o social válida.

Pero tal como está la maquinaria política en Italia, tal como condiciona los trabajos de la justicia, esta abstracción no parece del todo posible. Lo contamina todo la existencia de un sistema que no permite el funcionamiento directo y claro de la Administración de justicia y que mina con cargas de profundidad políticas lo que en principio es un delito común, y que debería ser juzgado estrictamente en sus propios términos de secuestro y asesinato. Lecciones y meditaciones estas, por lo demás, que pensamos bien pueden ser aprovechadas también en nuestro país.

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