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Tribuna:SPLEEN DE MADRID
Tribuna
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La niña

Cuando vamos envueltos en nuestra urgencia, trascendentes de citas y portafolios, la ciudad, de repente, nos arroja una niña, nos pone una alegrísima niña triste en las rodillas. La niña es mongoloide, y por eso digo. Digo que iba yo ayer a mis cosas, cuando lloraba en mi corazón cual llueve en la ciudad verleniana, y en un semáforo se nos acercó al coche la madre de urgencia y aguarrás, que si la podía yo acercar hasta el autobús. De la mano, bajo la lluvia, o sin enterarse de la lluvia, o feliz de que al menos el cielo se interese por ella en forma de lluvia, la niña mongoloide. Senté a la niña en mis rodillas y llevamos a ambas hasta la parada del autobús:-Que vengo de sacarle una muela a la niña, que me lo he gastado todo en el dentista, que no traemos paraguas, que no encuentro la parada del autobús.

La niña tenía un alma de nenuco y santo inocente. No las llevé hasta casa porque no estaba muy claro que quisieran irse a casa. Con esta lluvia, Señor, con esta lluvia. La niña iba pertrechada de tebeo, pequeño abrigo azul y sonrisa, con esa adorable separación entre ambos ojos que tienen los niños a quienes la civilización étnica y cristiana e isotópica ha llamados subnormales -¿qué es la normalidad?- y mongoloides, como si los mongoles llamasen hispanoides a sus niños raros. Por eso digo. De nada sirve hacerse el loco, porque la vida acaba sentándonos un loquito bueno y de verdad, o una dulce loquita, en las rodillas. Esto es lo que llaman la sociedad occidental, espiritual y culta. En cuatrocientos años de gobierno y poder, bajo una u otra forma, nuestra caridad -caridad viene de caricia- no ha encontrado la manera de que las niñas mongólicas vayan al dentista sin mojarse, vuelvan a casa sin perderse y vivan su felicidad oblicua sin morirse.

-Ya veo que lees a Supermán.

-No es Supermán. Es Spidermán.

-Es verdad. Parezco tonto.

Agradecido a que haya podido y sabido corregirme, le beso en el pelo mojado, en su olor a nenuco. Le busco por el coche un plástico, a modo de gorro de una Caperucita mongoloide, para que no se moje al salir. Que no se le vaya el perfume. Que no se le vaya el beso. Todos los días recibo cartas, encuestas, peticiones, comisiones, organizaciones y burocratizaciones sobre esta clase de niños. Lo tiro todo porque no sirve para nada. A más de lo que traen los periódicos. La derecha parece como que encuentra más cristiana la caridad que la justicia, pero, una vez desacreditada la justicia mediante esta dialéctica, ya la caridad se va haciendo sin prisa, tecnocráticamente, como salga. En tantos siglos de ganar las elecciones por votos o a sablazos, nuestro sistema, que nació de la caridad, más que de la justicia, no ha sabido apenas hacer nada práctico por los subnormales y los mongoloides. Llevamos siglos haciéndonos los locos con el caso de nuestros dulces loquitos. La niña, chinita apócrifa, con sonrisa desgualdrajada, donde la gracia se pierde pronto en mueca, la niña, con alma de nenuco y alegría de que llueva, ha corrido en mis rodillas un trecho de Madrid, dentro de un coche. La caridad milenaria y milenarista no ha resuelto este problema, por no hablar de otros, así que habría que ir pensando en la justicia.

Ellos no cumplen con su caridad ni nosotros con nuestra justicia. Entre el ángel de Salzillo de la caridad y el ángel de acero de la justicia, miles de niños perdidos, subnormales, sólo tienen la lluvia que les dé la mano, en la gran ciudad. A mí, la dulce mongoidal, me ha perfumado la semana.

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