Por un pacto entre los partidos
El autor propone en este artículo que los partidos políticos suscriban un compromiso para renunciar a modificar la Constitución durante la próxima legislatura. Ese pacto debería extenderse también a impedir la utilización de la figura del Rey con fines interesados y partidistas, así como a establecer un código de comportamientos que excluya la irresponsabilidad y la demagogia.
Parece que un clima de confusión generalizada, de desengaño, se adueñe del ánimo de los españoles. Encogidos entre el golpismo y el terrorismo, diezmados por el paro, en trance de abandonar la certidumbre esencial de sus raíces colectivas, indiferentes ante la propaganda interesada y muchas veces mezquina de los partidos políticos y de los grupos de presión, dan la impresión de que se refugian en un escepticismo impotente y fatalista.Nada, sin embargo, más lejos de la realidad, ni, paradójicamente, más próximo a ella.
Entre el desengaño y la lucidez, entre el oportunismo y la responsabilidad, entre la confusión y la claridad no hay muchas veces más que un matiz, una pequeña diferencia de comportamientos y creencias que tienen que venir avalados por el ejemplo colectivo de la clase política. Es esta, quizá, la hora precisa para poner el acento en los intereses del Estado de los españoles.
Se trata, en primer lugar, de convivir en libertad. La libertad es presupuesto básico e irrenunciable de nuestra convivencia, y al Estado le compete la armonización de las libertades individuales y de grupos para posibilitar su ejercicio.
Esto quiere decir, sencillamente, que el Estado tiene que garantizar el ejercicio de las libertades ciudadanas frente a delincuentes, redentores e iluminados: que tiene que preservar la integridad de la patria -frente a agresiones externas o intentos disgregadores- y que es responsable -entre otras cosas- de la gestión de bienestar de la comunidad española.
Para conseguir sus fines, el Estado y sus instituciones han de ser fuertes y eficaces en su gestión. No es concebible la existencia de grupos que atenten contra estas normas elementales de convivencia, generalmente aceptadas, con mayor poder de intimidación que el ejercitable por el aparato del Estado. En caso contrario, el poder del Estado estaría dividido, o trasladado ilegítimamente de lugar.
En segundo lugar, se trata de devolver a la política la dignidad que le corresponde. Para ello es necesario afrontarla desde unos comportamientos radicalmente éticos.
Conviene decir que la política es -en definitiva- la actividad humana que tiene como objeto organizar la convivencia y promover el bienestar de una comunidad.
Nada, pues, más digno y respetable, nada más necesario y útil. Las diferentes maneras de entender esta actividad hacen nacer diferentes grupos políticos o partidos, pero todos ellos coinciden en proclamar que su fórmula de gestión es la mejor posible.
En un sistema democrático -como el nuestro- el electorado decide inapelablemente con sus votos a qué partido otorga su confianza para que gobierne y a cuál se la retira.
A veces, un electorado dividido entre distintas ofertas aparece indeciso en su voto, y obliga a pactos entre dos o más partidos para sumar la mayoría parlamentaria necesaria para gobernar. Esto, que siempre es normal en un sistema pluralista, es particularmente posible en nuestra joven democracia. En efecto, entre nosotros, sin terminar de constituir el Estado autonómico, los criterios de los electores pueden obedecer a razones claramente heterogéneas. La intención de voto no se justifica (como en Norteamérica, por ejemplo) por la preferencia entre demócratas o republicanos, ni siquiera por la alineación en un esquema ideológico de derechas o izquierdas.
Las cosas son ligeramente más complicadas, porque coexisten en el Parlamento español partidos de implantación nacional con otros circunscritos a territorios autonómicos; así, por ejemplo, el PNV es un partido católico-burgués, que pone el acento en su aspiración a una completa y eficaz autonomía vasca, por lo que, en este período histórico, sus fundamentales coincidencias con la Democracia Cristiana (DC) (integrada en UCD) no impiden la casi total discrepancia de objetivos entre ambos grupos. Algo parecido, salvando matices, se podría predicar de Convergencia i Unió en Cataluña.
Si he expuesto estas diferencias y estos matices -por otra parte muy conocidos-, es sólo para llamar la atención sobre la necesidad de que todos los partidos, sin excepción, tomen conciencia de que es el momento oportuno para buscar unas normas básicas de comportamiento que permitan la dignificación de la actividad política en su conjunto y, consecuentemente, establezcan unas bases menos crispadas y al mismo tiempo más flexibles en las que actuar.
Ejes de la preocupación de los españoles
Estas normas básicas, en mi opinión, deberían abarcar todos los ejes fundamentales sobre los que hoy gira la preocupación de los españoles y en los que se asienta la convivencia; es decir, la Constitución, la Corona, las autonomías, la lucha contra el terrorismo y la lucha contra el paro. Los puntos de compromiso deben ser mínimos y coyunturales, para no restar libertad a los partidos en sus diferentes enfoques pragmáticos y prácticos y, desde luego, para no impedir la confrontación abierta de diferentes y legítimas posiciones, pero claros y operativos. En este orden de cosas, creo que el ANE es un ejemplo válido, que me exime de referencias a la cuestión del paro. En los otros temas, sin embargo, querría apuntar unas sugerencias, por vía de ejemplo, que podrían o no convertirse en acuerdos prácticos:
a) Sobre la Constitución.
Si la Constitución no es, efectivamente, el marco jurídico de nuestra vida en común, entonces todos los espafloles hemos tirado por la borda seis largos años de difícil convivencia, de pactos y transacciones dolorosas, en los que muchos hemos cedido en muchas cosas, sólo para que la norma constitucional para todos fuera aceptable y a todos nos gobernara.
Por supuesto que es legítimo y natural tratar de modificar la Constitución por los cauces en ésta establecidos, llenar sus vacíos, adaptarla a nuevos hechos. Pero, hoy por hoy, pienso que sobre el texto constitucional se debería extender un compromiso de los partidos, renunciando durante la próxima legislatura a intentar modificarlo.
Este pacto contribuiría a crear un clima de estabilidad, permitiría un mínimo de rodaje de los textos y órganos constitucionales y, finalmente, haría más factible y serena la enorme labor legislativa de desarrollo constitucional pendiente aún de realizar.
b) Sobre la Corona
¿Es concebible la figura de un Jefe de Estado, en un país democrático, sometido a una prolongada campaña de difamación y calumnias?
¿Es imaginable que esto ocurra con un Jefe de Estado querido por su pueblo y que goza del apoyo expreso de la inmensa mayoría de los partidos y fuerzas políticas?
No parece lógico, al menos.
La Constitución española, que no atribuye al Rey un poder político directo, perrnite en cambio contemplar en el jefe de Estado (además de las altas funciones representativas como símbolo de la unidad del Estado) una función mediadora y arbitral. Ese papel puede tener un valor especial en momentos como los presentes, cuando la confianza de las fuerzas políticas en el Rey permite esperar de su ejercicio excelentes restiltados.
Los partidos deberían comprometerse formalmente a impedir, por todos los medios a su alcanc:e, la utilización del nombre del Rey con propósitos interesados y partidistas; a exigir responsabilidades, hasta sus últimas consecuencias, a quienes gratuitamente le difamen; y a aceptar expresamente -como de hecho ya viene ocurriendo- que en el Jefe del Estado español radica una función mediadora y arbitral entre las fuerzas políticas y entre éstas y todas las instituciones del Estado.
En cambio, no parece oportuno promover campañas en las que el Rey aparezca como candidato para la obtención de una recoinpensa o distinción internacion:al. La iniciativa está fuera de lugir, porque -si bien nunca es malo el público reconocimiento de los méritos y en el caso concreto del Premio Nobel se trata de un galardón de reconocido prestigio el Rey de España a nada debe ser candidato; ya ostenta la suprema magistratura del Estado español, y si recibe distinciones o recompensas decidirá en su momento, en función de los intereses nacionales, si las acepta o declina. Se evitarían así frustraciones y desencantos, no sólo entre quienes con tan buena voluntad han solicitado esta distinción, sino incluso entre la mayoría del pueblo español, que podría pensar que su primer mandatario era injustamente tratado o menospreciado. De hecho, el jurado noruego concedió el año pasado el Nobel de la Paz al señor Pérez Esquivel, concesión que nos podrá parecer bien o mal, pero que, en todo caso, entra dentro de las competencias indiscutibles de los patrocinadores del premio.
Y, para terminar, creo que es tirgente promover un código de comportamientos que excluya de la práctica política la demagogia, el insulto irresponsable, la afrenta personal y las recompensas a la deslealtad y a la traición, código que quizá podría ser expresamente aceptado por todos los grupos políticos.
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