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La vida es juego

Ariel Dorfman

Antes de salir a comprar algo en Estados Unidos, lo primero que se consulta es si existe en la casa un cupón para ese producto.Porque los cupones dan derecho a un reembolso sobre ciertos productos, y proliferan. A veces los traen los diarios el domingo, o el correo, los otros días. O basta con comprar una vez para obtener una rebaja infinita y continua hacia adelante: flotando asombrosamente dentro de la cera líquida, por ejemplo, o en el dorso de una pizza congelada, hay un vale para la próxima adquisición.

Tales prácticas nada tienen de sorprendentes. El consumidor, sofocado por la abundancia casi obscena de productos, asediado por una promoción agobiadora, se sentirá tentado a probar a lo menos una vez aquel artículo que le ofrezca un mínimo ahorro. Se llama, significativamente, un acto de redención (redemption) al procedimiento de recibir dinero por un cupón. El ropaje religioso con que se disfraza este intercambio no esconde, por cierto, su evidente raíz comercial, aunque yo sospecho que las razones de su uso pueden ser, además, psicológicas o culturales. En Europa, tal sistema es desconocido, si bien la competencia mercantil es tan feroz como acá. ¿No se inscribirá más bien en una modalidad mental norteamericana? Puesto que si en la España del Siglo de Oro la vida era sueño, acá en Estados Unidos la vida quisiera ser juego. La palabra mágica es fun, que viene de gracioso, que causa risa, pero que no es lo mismo y que no debe tener traducción siquiera al británico. To have fun. Entretenerse, vivir con alegría y burbujas, pasarlo bien. Es la meta de muchas vidas. Y el tema dominante, junto con el sexo subliminal y la familia unida sobreliminal, de los aparatos publicitarios, como si tal marca de yogur garantizara al consumidor su tránsito hacia el cielo de la diversión definitiva. Have fun. Porque hasta el trabajo se convierte en ocio. A menudo, cuando se ofrece empleo o determinados métodos de estudio o cursos educativos, se explica que tales actividades no son difíciles ni arduas, sino que lúdicas, livianas, entretenidas. La vida es juego. En cada canal de televisión, un concurso electrónico en que las personas comunes y corrientes contestan preguntas que cualquiera sabe y que les permite ganar miles de dólares. En cada supermercado, en cada negocio, un juego diferente. En el safeway, bingo. Cada vez que uno desembolsa, un numerito con que hay que ir llenando un tablero hasta completar una hilera y obtener un premio. En el grand union, una tarjeta que tiene pronósticos sobre las carreras de caballos: si coinciden, grandes recompensas. Completar un puzzle en MacDonalds da derecho - a una hamburguesa o -si se tiene suerte- a 100.000 dólares. La vida es juego. Todo se infantiliza. Los cupones, entonces, se inscriben dentro de la existencia concebida como un concurso, y transforman el acto de comprar en una breve y alborozada competencia en que nunca se pierde, una caminata por un parque de entretenimientos en miniatura, con latas y envases, la ilusión de que se redistribuye el ingreso y se igualan compradores y vendedores.

Hasta ayer, yo presumía que nuestro cupón "redimido" era devuelto por el supermercado a la fábrica para recuperar, a la vez, la suma que se le había entregado al cliente.

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Pero no es así. Ayer averigüé que no es así.

Cupones por millones

Lo que se hace es otra cosa. Como cada día, los cupones se intercambian por millones (hasta hay billeteras especiales para tales efectos: (coupon-caddies), como la variedad de productos es colosal, resultaría demasiado caro para los supermercados clasificar los kilos; (¿las toneladas?) de cupones cotidianos. Tendrían que pagar, a precio de oro, dos o tres empleados en cada lugar solamente para esa tarea.

El dilema se soluciona metiendo los multifacéticos cupones en inmensos sacos de plástico y mandándolos, por millones, a... Haití. Ni más ni menos. Hacerlo en Haití cuesta una décima de lo que costaría en Estados Unidos, en vista de que su mano de obra se encuentra entre las más baratas del mundo. Y no sólo la mano de obra. El pie: de obra, el ojo de obra, el músculo de obra, todo lo que trabaja, mueve y trasuda. Los haitianos ponen orden en el múltiple contenido caótico de las atiborradas bolsas plásticas, juntando los vales que corresponden a cada producto en un montoncito, listos para ser enviados de vuelta a los distribuidores. Para eso, cada cupón lleva el dibujo reluciente del artículo en su faz, para que sea reconocible, reconocible en los gigantes negocios con aire acondicionado y música ambiental de North Carolina y reconocible en las bodegas oscuras del Caribe.

Hace un tiempo atrás se hablaba -y hoy no se habla, aunque se planifica-, se hablaba de exportar basura a los países subdesarrollados. De mandar los desechos. Después se supo que también se pensaba exportar material radiactivo. Lo que no era otro modo de extremar una práctica que ya se lleva a cabo: los insecticidas prohibidos en Estados Unidos se mandan a las naciones pobres, las medidas de seguridad para reactores nucleares en el Tercer Mundo son muy inferiores a las que sirven para las zonas industrializadas y opulentas, donde la vigilancia democrática exige responsabilidad. Lo que se exporta entonces es la contaminación atmosférica. Nosotros tenemos atmósfera, ellos tienen contaminación. Un negocio razonable. Ellos tienen reglamentos contra la contaminación que encarecen los productos pero que salvaguardan la salud, y nosotros tenemos Gobiernos que contaminan con reglamentos draconianos a sus pueblos y que invitan a instalarse a cualquier industria con tal de que produzca divisas a corto plazo. Un negocio razonable.

Así que sabíamos de estas cosas y anticipábamos otras. Pero jamás en la más perversa de las imaginaciones llegué a suponer que podría ser probable una situación como la del Haití Connection.

Imaginemos la escena. Hombres y mujeres iletrados, desnutridos, sin atención médica, sin electricidad o agua potable en sus hogares, encasillando los cupones. Acá veinte centavos de dólar de descuento para Chuck-Wagon, imitación carne para sus perros, sus canes apreciarán la diferencia. Treinta y cinco centavos para Frozen Broccoli, para su horno micro-wave. Stay-Free-Pads para la mujer que quiere sentirse liberada del mal ancestral. Diez centavos de devolución sobre Cereal Gerber para niños, con un bebé rollizo, rebosante y por supuesto blanco, sonriendo desde el cupón. Clasificar esos cupones debe ser como un viaje en un televisor parpadeante, un paseo por vitrinas muertas, dormirse dentro de un aviso publicitario.

Y despertar, y en la pared hay un afiche de otro bebé, Baby Doc Duvalier en la pared caliente y pegajosa de la realidad.

Para los haitianos -y muchos de ellos se suben a botes, centenares de miles de invisibles haitianos se suben a botes para desembarcar en la tierra de los cupones adonde no se los recibe y adonde nadie los menciona-, para los haitianos la vida está lejos de ser un juego.

Washington, marzo.

es critico literario chileno.

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