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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El poder judicial y la Prensa

MIENTRAS el periodista José María García, acusado de desacato por un artículo que motejaba de payasos a Pío Cabanillas y Benito Castejón, por entonces ministro de Cultura y delegado de Deportes, respectivamente aguarda la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, el también periodista Jorge Martínez Reverte ha sido condenado a cuatro meses y un día por la Audiencia Nacional, a la que un decreto-ley de 23 de noviembre de 1979 concedió el monopolio de juzgar los delitos de desacato cometidos a través de los medios de comunicación. El popular comentarista deportivo ha quedado fuera de las competencias reforzadas de la Audiencia Nacional gracias a que su artículo, publicado en diciembre de 1978, fue: anterior a la promulgación del citado decreto.La sentencia contra Martínez Reverte resulta sorprendente, tanto por la peculiar hermenéutica jurídica que aplica para condenar al procesado como por la comparación que establece entre el poder judicial y la Prensa, llamada en el texto "cuarto poder". La propia sentencia reconoce el derecho de los ciudadanos a formular críticas sobre una condena por desacato sin incurrir por ello en el paradójico riesgo de cometer otro delito de desacato. El cuarto considerando, tras referirse a "ese maravilloso ejercicio de la libertad que al hombre compete para expresarse y difundir libremente sus pensamientos, ideas y opiniones", señala que es "incuestionable" que "las resoluciones judiciales pueden y deben ser objeto de crítica de toda índole y lo pueden ser en su contenido, materia, trámite y cualquier otra faceta, porque lo público es contrario a lo arcano; e incluso lo deben ser en cuanto acicate y fomento de una perfectibilidad a la que los órganos judiciales deben siempre tender por su propio espíritu". Para mayor abundamiento, la sentencia subraya que "la Prensa no puede en forma alguna ser privada de ese derecho ni relevada de aquel deber, y su crítica es legítima". Sin embargo, el resto de la sentencia prueba, una vez más, que entre el dicho y el hecho hay un trecho.

El primer aspecto que llama la atención es que el tribunal, movido tal vez por sus deseos de defender el buen nombre del magistrado Ricardo Varón Cobos, juez central de instrucción vinculado a esa mismo órgano especializado, ha suplído con celo la función acusatoria del fiscal. Mientras la calificación del ministerio público aludía a unas "afirmaciones sobre la conducta del citado juez (...) relativas al ejercicio de sus funciones, que suponen un grave descrédito para su persona" que se desprendían del artículo incriminado, sin precisar cuáles eran tales afirmaciones, el tribunal, en vez de analizar individualizadarnente las frases presuntamente injuriosas, realiza el examen completo del artículo incriminado para buscar en sus implicaciones, segundas lecturas e intenciones ocultas entre líneas la materia delictiva.

Según el primer considerando, que hace borrosas las fronteras entre el Código Penal y la crítica literaria, un artículo periodístico es "una unidad argumentativa" y no es susceptible de una "exégesis separada de sus palabras, frases y concretos párrafos". La sentencia reconoce que el periodista "vigila con celo su tarea, sofocando expresas y directas incriminaciones" y que "elude y pretende no incidir en cualquier directa imputación injuriosa, calumniadora, ofensiva o de amenaza posible de ser integrada de lleno en la tipología penal". Sin embargo, el tribunal descubre el animus injuriandi en el soterrado mundo del juicio de intenciones. Los autores de la condena no se ocupan de Ias palabras aisladas, las frases contradictorias y condicionadas y las anfibiológicas expresiones adverbiales", sino que atienden a una "hermenéutica sistemática y lógica del contexto de la publicación". Es bien sabido -y no es probable que lo ignoren los juzgadores- que, de acuerdo con el Código Penal, sólo constituyen injurias las expresiones proferidas o las acciones ejecutadas en deshonra, descrédito o menosprecio de otra persona. La sentencia decide, sin embargo, dejar a un lado las frases precisas y las expresiones concretas de carácter injurioso para señalar que "el artículo enjuiciado, tras su lectura, deja aun al más lerdo una desagradable imagen del juez Varón Cobos".

Además, la sentencia no es demasiado amable con el condenado. El periodista es calificado de "telarista", por el uso que hace de su pluma como lanzadera para "graduar las alusiones directas, refrenándolas en su material sernántico". El tribunal, tras señalar que el artículo incriminado está "ayuno de toda técnica jurídica", sólo renuncia a realizar su "valoración gramatical, semántica, sintáctica y literaria", presumiblemente también descalificadora, "por propio respeto y respeto a la ajena profesión". Sin embargo, algunos párrafos antes, la sentencia no duda en calificar de injurioso, aleve y repulsivo alegato un testimonio aportado por un juez o magistrado anónimo de Justicia Democrática y citado por Jorge Martínez Reverte.

Pero no sólo el periodista es puesto como no digan dueñas. También es objeto de severa reprimenda una parte de la Prensa española. "La Prensa, que en cuanto política e ideológicamente es 'partidaria', no puede asumir el principio de imparcialidad -antitético- ni el de objetividad -opuesto- que corresponden a la función que se atribuye al poder judicial". El juez, señalan estos jueces, puede ser benevolente o severo, más o menos inteligente, pragmático o dogmático, simpático o antipático, llano o despótico, "pero difícilmente será venal, parcial y no objetivo". Esta complaciente autodefinición corporativa, reforzada por la extraña y poco elegante metáfora de que "el juez no es un billete de cinco mil pesetas que a todos atrae", contrasta con esa especie de condena metafísica de la Prensa a permanecer siempre en el submundo de la parcialidad, la subjetividad, la conveniencia, la oportunidad y la ausencia de ponderación y equilibrio. Pues vaya.

En algunos comentarios anteriores indicamos los problemas de orden moral planteados por el hecho de que los miembros de una corporación sean a la vez juez y parte de un litigio que les concierne. También hemos señalado la incongruencia de que un tribunal especializado, cuya propia existencia algunos juristas consideran polémica, dada la expresa prohibición constitucional de los tribunales de excepción, haya incorporado a sus competencias, circunscritas a la legislación antiterrorista, los delitos de desacato cometidos a través de la Prensa, además de otros tipos penales tan desparejos como la trata de blancas, el tráfico de drogas, la pornografía, la falsificación de moneda y los fraudes alimenticios. El monopolio atribuído, desde noviembre de 1979, a la Audiencia

Nacional para juzgar las calumnias, injurias, insultos o amenazas contra las autoridades, incluidas las judiciales, elimina la posibilidad de establecer comparaciones entre las sentencias de los diferentes tribunales y atribuye a un órgano judicial especializado la exclusiva para condenar o absolver a quienes falten el respeto a los propios jueces dependientes de la Audiencia Nacional. Queda, sin embargo, como señala la propia sentencia, "el fuerte entramado de un sistema de recursos" frente a eventuales desviaciones temperamentales, funcionales o jurídicas de los propios magistrados. Por esa razón nos parece prudente suspender cualquier manifestación de duelo ante los serios peligros que corre en nuestro país la libertad de expresión y la libertad de Prensa hasta que la Sala del Tribunal Supremo resuelva, primero, el probable recurso de casación y el Tribunal Constitucional se pronuncie, después, sobre el posible recurso de amparo. Descansen tranquilos los señores juzgadores, que no es llegado pues el tiempo todavía de pronunciarnos sobre su eventual simpatía o antipatía.

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