La antiuniversidad
Permítaseme que meta la cuchara en la pútrida pócima de la actual discusión en torno a la LAU. El que haya seguido comportamientos y declaraciones de los diferentes grupos implicados hace ya mucho tiempo que habrá perdido toda esperanza. No sólo no tenemos una universidad que responda mínimamente a las necesidades de la sociedad española, sino que no existe el menor indicio de que podamos tenerla algún día.En las situaciones realmente desesperadas no cabe inhibirse o resignarse. Cesar en el empeño de que algún día tengamos algo que se parezca a una universidad de verdad significa renunciar a que España permanezca como nación independiente. No se tome como una exageración retórica, sino como la conclusión ineludible a que llega cualquiera que reflexione un momento sobre el nexo que une nación, Estado y universidad, tres realidades específicamente europeas de difícil trasplante.
Conozco a buen número de personas inteligentes, y no sólo en las comunidades autónomas con mayor conciencia nacionalista, para los que un proyecto colectivo que abarque los actuales límites del Estado español ya no les dice nada. España está en trance de convertirse en un mito, instrumentalizado casi exclusivamente por la extrema derecha.
Pues bien, los que no estamos dispuestos a renunciar a España como un proyecto de convivencia democrática de los distintos pueblos, idiomas y culturas españoles sabemos lo que nos jugamos si continuamos sin una universidad que no sólo forme a los científicos y profesionales que necesita la moderna sociedad industrial, sino que constituya la expresión libre y razonada de nuestra conciencia nacional. Ningún pueblo puede convivir y trabajar unido sin un proyecto común de libertad y de justicia. No sirve de mucho un texto constitucional que proclama estos valores si la sociedad carece de las instituciones en las que estos valores echan raíces, impregnando la conducta de cada uno de los ciudadanos.
El mayor desfase que caracteriza a la sociedad española, configurando la verdadera amenaza a nuestras débiles instituciones democráticas, radica en la enorme disparidad entre desarrollo urbano-industrial y desarrollo socio-cultural. A menudo observamos una tecnología altamente sofisticada -el desarrollo tecnológico nos viene impuesto desde fuera- con formas de organización y, sobre todo, mentalidades "arcaicas", es decir, que corresponden a etapas anteriores a la "revolución industrial". Uno de los "cuellos de botella" que paralizan el crecimiento económico es, sin duda, la falta de personal calificado. Pero no se echa de menos tanto conocimientos particulares como la capacidad de resolver autónomamente los problemas, rompiendo con la rutina. Más que saberes específicos, fáciles de adquirir en cuanto se ha llegado a un determinado grado de desarrollo de la personalidad, lo que echamos justamente en falta es este desarrollo.
El sistema de selección, basado en la capacidad de reproducir conocimientos puntuales y no en la de resolver problemas, asumiendo responsabilidades, es probablemente una de las causas de este desfase. Ni que decir tiene que el sistema de oposiciones, deleznable residuo medieval entre nosotros todavía imperante, ha producido estragos que parecen insuperables. Las oposiciones no sólo conllevan una selección negativa -el mejor opositor no es por principio el mejor candidato-, sino que además degrada a la universidad al triste papel de escuela preparatoria de futuros opositores.
Una vez alcanzada la evidencia que las reformas más urgentes y de mayor trascendencia social que necesita hoy España se inscriben en el ámbito educativo-cultural, dos conclusiones, parecen imponerse, que hasta ahora, en el actual debate en torno a la LAU, casi no se han tenido en cuenta. La primera es que la reforma de la universidad es urgente, pero esta urgencia no justifica cualquier reforma. Si las cosas continuasen como están, permanecería la necesidad de reformarlas. Si una seudorreforma deja en el fondo las cosas como están, pero suprimiendo la posibilidad a corto plazo de reformarlas, empeora la situación. Hay que combatir abierta y valientemente el sofisma que, dado el estado calamitoso de la universidad, cualquier reforma, incluso los paños calientes de la LAU, sería de por sí agua de mayo. Nada corrompe y paraliza más que las falsas reformas.
La segunda conclusión, no menos obvia, producirá en el bando contrario no menos consternación. Si la situación de la universidad es tan caótica como la misma universidad afirma y los distintos grupos que la constituyen se han distinguido bien por su desidia -al estudiantado sólo le interesa el título y, todo lo más, los conocimientos puntuales para ganar la oposición-, bien por el afán gremial de asegurarse un puesto de trabajo vitalicio sin ulterior esfuerzo -los penenes-, bien por la defensa neta y dura de sus privilegios -los numerarios-, teniendo todos en común la misma desgana o vacuidad a la hora de presentar un proyecto convincente de reforma, hay que concluir que si ésta se hace hay que hacerla desde fuera de la universidad y sin dejarse presionar por sus intereses gremiales y corporativistas. De un cuerpo enfermo no hay que esperar (que surja la terapia adecuada, y si el Parlamento no está dispuesto a anteponer los intereses de todos los españoles, objetivamente necesitados de una universidad que cumpla sus funciones, a los particulares de los que viven, malviven de ella, ya podemos ir anunciando el desmantelarniento de España por quiebra o derribo.
Si en el observador produce náusea el silencio o las voces que provienen de la universidad -silencio si la LAU se retira, voces gremialistas si se acerca al pleno-, no es menor el estupor al encontrar al primer partido de la oposición con la posibilidad muy real de en pocos meses contar con una mayoría suficiente para llevar a cabo una reforma de verdad, metido en consensos para zurzir una seudorreforma que ampare los intereses corporativistas de todos los grupos. A cada uno su parte en el botín, y que reine la paz, parece. ser la única filosofía de nuestros políticos.
Tal es el desconcierto, que hasta las cabezas más claras se ven obnubiladas por enfoques corporativistas. Recientemente, en una carta a este periódico, el ilustre catedrático Eduardo García de Enterría afirmaba una gran verdad mezclada con una enorme falacia. La verdad es que "un profesor universitario no es alguien que da una clase recitando un manual: es quien hace ciencia y es capaz de hacer ciencia y de formar científicos". No cabe la menor duda, una universidad es una institución en la que se hace ciencia y se enseña a hacerla. Medida con este rasero, hay que decir que la universidad no existe en España, aunque haya científicos que hagan cienIcia y enseñen a hacerla dentro y fuera del recinto universitario. El que tiene vocación científica hace ciencia donde y como puede, pero la universidad española no es el ámbito institucional en el que se apoya material y moralmente a los (que hacen ciencia y se discrimina o se castiga a los que no la hacen.
La gran falacia: los que hacen o son capaces de hacer ciencia son, por definición, Ios denostados catedráticos". Lo cierto es que en todos los niveles de la jerarquía burocrática, penenes, adjuntos, agregados y catedráticos, hay unos pocos que sí hacen ciencia y enseñan a hacerla, y una mayoría que no repiten más que el manual. Y como el hacer o no hacer ciencia nada tiene que ver con la institución, este hecho por sí nada influye en el estado o en el puesto que se ocupa en el escalafón. En la antiuniversidad española se puede muy bien ser penene y autor de importantes obras, sin que ello influya lo más mínimo en su situación académica. Y, a la inversa, catedrático, sin la más mínima labor científica. Una cosa son los mecanismos burocráticos de promoción, en los que la antigüedad es un mérito, y otra muy distinta ir elaborando una obra científica. Una cosa es prepararse para ganar una oposición y otra muy distinta, y pienso que incompatible, dedicarse a hacer ciencia.
Cierto que en todas las universidades de los países pilotos no existe ni puede existir un total ajuste entre el puesto que se ocupa y la valía científica, entre otras razones, porque su medición es altamente subjetiva, pero todos los mecanismos de selección, de promoción y de prestigio están dirigidos a equiparar posición con autoridad científica reconocida. Nadie podrá negar de buena fe que el problema de la universidad española consiste precisamente en la absoluta falta de correspondencia entre posición y autoridad científica, hasta el punto que lo normal es que el reconocimiento científico provenga de la posición que se ocupe, y no a la inversa.
Es lo que constituye el principio burocrático de jerarquía: el reconocimiento, las competencias y facultades, no se adscriben a la persona, sino al cargo. Principio que puede ser útil en multitud de organizaciones, pero que resulta incompatible con la universidad entendida como aquella institución que hace ciencia y enseña a hacerla. Donde no hay crítica, sino jerarquía, no hay ciencia.
¿Qué penene con aspiraciones puede permitirse el lujo de criticar en público a un catedrático que un día puede ser miembro del tribunal de sus oposiciones? El sistema de oposiciones no sólo aparta de la investigación, porque hay que "dominar toda la asignatura", sino que impide cualquier forma de crítica científica. Si uno se hace enemigos entre los catedráticos de la asignatura, ya puede despedirse de la cátedra, por importante que pueda ser su labor científica. El que quiera hacer carrera en la universidad que no critique a los que están en la cúspide del escalafón, pero sin crítica no hay ciencia ni universidad.
Desde la universidad burocrática existente, que me he atrevido a llamar antiuniversidad en cuanto la rige el principio burocrático de jerarquía, que es la antítesis de la libertad critica que inauguró la universidad moderna, la pretensión de asegurar el puesto de trabajo de todos sus miembros, así como la fijación de privilegios para los que ocupan los cargos, superiores, parece consustancial con su carácter burocrático. Pero no se trata de cimentar esta universidad, llevándola al último grado de su lógica interna, sino de fundar por fin una universidad de verdad, en la que se haga ciencia y se enseñe a hacerla.
Nadie pretenderá que esta meta pueda conseguirse en breve tiempo. Lo decisivo es tener conciencia clara, primero, del sentido del cambio, hacia qué modelo de universidad hemos de dirigir nuestros esfuerzos, y segundo, qué medidas habría que tomar ahora para alcanzar, en un mañana todavía lejano, la meta propuesta. Ante todo es preciso una ruptura total con la política universitaria del tardofranquismo, suprimiendo las caricaturas de universidad fundadas en este último tiempo, sin profesorado, ni bibliotecas, ni laboratorios, ni instrumentos de trabajo; cortando de raíz todas las pretensiones localistas de fundar nuevas universidades que no lo son más que de nombre y que lamentablemente nos han acercado al Tercer Mundo en materia universitaria; centrar todos los esfuerzos y recursos económicos disponibles en la institucionalización de un aceptable "tercer ciclo", creando "institutos centrales de investigación y de enseñanza" dedicados a la formación del profesorado.
El valor de una universidad es el de su profesorado. Formar científicos competentes, con vocación investigadora y pedagógica, es tarea lenta y ardua, que no admite improvisaciones. Pero nada cambiará de verdad mientras no resolvamos la cuestión clave: la formación del profesorado universitario en otro ambiente y con otras reglas de juego que en la universidad burocrática.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.