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Alarma socialista

Tras analizar los problemas más graves de la situación económica española, el autor no duda en calificar la coyuntura de dramática. Ante este panorama, la posibilidad de que se produzca un cambio de poder a favor de los socialistas no haría sino incrementar -a su juicio- los males que aquejan a nuestra nación. La experiencia económica de los países con regímenes plenamente socialistas o de aquellos que se aproximan a este modelo pone de manifiesto -en conclusión del autor- la necesidad de pedir prudencia a los virtuales votantes del actual partido mayoritario en la oposición.

Que la situación económica española es muy grave no necesita excesivas demostraciones. Es más, quizá por su misma certeza se esté convirtiendo en tópico, con las pocas ventajas y los muchos inconvenientes de esta calificación. La única ventaja de ello será la de que cualquier decisión que adoptemos, cualquier actuación que registremos, cualquier futuro que deseemos, no podrá tener la eximente, si es que sale mal o resulta contraproducente, de que se ignoraban sus efectos perniciosos. Como mayor inconveniente de la insistencia en nuestra mala situación es que, a fuerza de escuchar el calificativo, nos vamos acustumbrando a vivir en su gravedad y a pensar que puesto que pasan los días sin dramas aparentes, podemos persistir en nuestro comportamiento como si la situación fuera normal y aun proyectar seriamente alegres peripecias que, si son siempre costosas, pero admisibles en países sin crisis, pueden ser catastróficas en una situación como la nuestra.No es este lugar de hacer análisis riguroso de los críticos problemas de la economía española; lo que sí hay que recordar, con toda honradez y de la forma más rotunda posible, es que estamos en una situación profundamente grave por las esquemáticas razones siguientes: a) que nuestro nivel de productividad industrial no puede mantenerse si queremos competir en el exterior o simplemente defendernos del acoso interior cuando nos incorporemos al Mercado Común; b) que necesitamos lograr una reducción del personal en las empresas, lo que lleva consigo una componente suplementaria al ya grave volumen de paro actual; c) que los tipos de interés, paralelos a los índices de inflación, hacen hoy inviables las inversiones a largo plazo; d) que es preciso renovar nuestros equipos industriales mediante un proceso obligado de fuertes inversiones.

Este panorama es dramático en lo que tiene de círculo vicioso, y no se vislumbra una salida de él porque las tasas de ahorro han decrecido enormemente en el último. quinquenio, a lo largo del cual, en términos reales, y teniendo en cuenta el aumento de población, ni ha crecido la renta per cápita de los españoles ni ha aumentado el producto industrial bruto. Ello contrae la propensión al ahorro y la subsiguiente inversión. Es de esperar que puede ganarse al final esta batalla y evitar lo que podría llegar a ser nuestra ruina; pero en el mejor de los casos se ganará por los pelos, cuando la única opción sea evitar la catástrofe, y cuando pongamos en juego la voluntad y la prudencia que la situación reclama.

El horno no está para bollos, pero de hecho nuestra situación actual resulta parecida a la que ofrecíamos en los años cincuenta o a la que tuvieron Japón o Alemania al terminar la segunda gran guerra, y muchos de nosotros vivimos el denominado milagro económico de los sesenta a los setenta en aquellos países, al igual que en el nuestro. La solución se halla en que con todo el esfuerzo, con todo el interés, con todo el sacrificio, cerremos filas, pues cualquier veleidad, cualquier equivocación, cualquier experimento con soluciones nuevas puede desbaratarnos definitivamente el empeño.

El socialismo como mal mayor

Pues bien, en fechas recientes hemos visto al líder socialista español forzando conversaciones con representaciones empresariales muy caracterizadas, en un peculiar intento de tranquilizar a la economía privada española de que, si el socialismo triunfa en las próximas elecciones, no va a ejercer de socialista. Insisto en lo peculiar del espectáculo de un partido con tan poca confianza en lo oportuno de sus soluciones como para tener que tranquilizar a sus alarmados oponentes asegurando que aquellas soluciones no las pondrá en práctica. Quiero pensar que no se trata de una añagaza preelectoral, sino simplemente que quizá, como yo, piensa alarmada buena parte del empresariado español, buena parte de nuestros conciudadanos y aun quizá buena parte de los propios socialistas, en el sentido de que la situación espafíola no está para iniciar en ella ahora un nuevo experimento social.

No es del caso entrar en el análisis de lo que la práctica económica socialista tiene de fracaso confirmado. Tampoco comentar lo que se considera pendiente fatal del socialismo, que lleva irreversiblemente al marxismo. Ni tan siquiera criticar los resultados finales del socialismo en los países que los sufren. Quiero solamente señalar que hoy la llegada a España del socialismo nos haría pasar de la crisis a la depresión y aun al hundimiento económico.

Resultan así sumamente peligrosas las sedicentes garantías que se quieren dar sobre que el socialismo español, llegado al poder, no gobernaría de acuerdo con sus principios. De los seis años de estancamiento que padecemos sólo podremos salir con las soluciones clásicas para relanzar la inversión, y ello no podría lograrlo una política de signo socialista; antes bien, agravaría la situación por la desconfianza de los inversores del exterior y del interior.

A lo largo de la historia los cambios políticos nunca coinciden con situaciones críticas de la economía, sino que se han producido, cuando lo han hecho, en momentos que psicológicamente podían soportar el cambio y que desde el punto de vista económico no se enfrentaban con graves dificultades de inversión. Y ello resulta justificado porque el carácter de las crisis, en cierto modo recurrente y aun a veces cíclico, requiere que el planteamiento de las soluciones de salida guarden armonía con las estructuras de entrada. Nos referimos, por supuesto, a cambios políticos no revolucionarios. El caso contrario es evidentemente distinto, y cuando se produce, la historia nos muestra que la revolución "socialista" resulta siempre marxista, y que el "marxismo" acaba fatalmente en estalinismo. Media Europa y más de un país de América saben mucho del tema, como saben también de la ruina económica que conlleva el cambio, y lo difícil, por no decir imposible, que es salir de él.

La disminución o el reajuste de nuestra carga fiscal, que se halla muy vinculada a la retracción inversora, no la consigue tampoco una política socialista; antes al contrario, no hay un solo experimento socializante en países de estructura capitalista sin un gran aumento fiscal, y dentro de nuestro ámbito, ya nos han demostrado los ayuntamientos socialcomunistas su tipo de comportamiento en cuanto a tasas e impuestos.

Y finalmente, la inversión privada no puede forzarse en España si no se corta decididamente la espiral del gasto público, y no existe un sólo acceso socialista al poder sin el aumento de dicho gasto, porque la inversión de Estado se halla en el centro mismo de cualquier programa socialista, es consustancial con su doctrina y es inevitable con cualquier forma de participación socialista del poder. Este socialismo actuará, aunque lo haga, según dice, de la forma más tímida posible, en una línea que es, exacta y precisamente, la más inadecuada para hacer salir a un país capitalista de la crisis profunda en la que está situado el nuestro.

Está, por tanto, bien justificado, ante estas razonadas alarmas, que el Partido Socialista no sólo se abstenga de difundir sus programas, sino que intente convencer al posible electorado que no va a gobernar de acuerdo con sus ideas. Pero cabe hacer estas dos preguntas al Partido Socialista: primero, si este cambio de táctica, en el caso de que tranquilice a algunos electores alarmados, va a convencer también a aquellos que votaron socialismo conocedores de las connotaciones que el ideario conlleva, y segundo, si llegados los socialistas españoles al poder van a transigir sus militantes activos con que se les escamotee su programa en la primera oportunidad que la historia les ofrece para cumplirlo. Los comentarios e interrogaantes anteriores no pueden por menos de suscitar cierta alarma, y a un en el mejor de los casos, el viejo adagio de que en mitad del río no se deben cambiar los caballos es aquí de puntual aplicación. España está saliendo, mal que bien, de un cambio político profundo que ha afectado a fibras íntimas de los españoles y que ha sacudido sus conciencias con reacciones dispares. Desgraciadamente, este mecanismo, de por sí delicado, vino a superponerse a otro más amplio de reajuste económico en todo el mundo occidental al que pertenecemos, y la componente de ambos nos atañe de forma especial. Sería insensato agravar sus efectos y atentar, a través de una crisis quizá irreversible, la delicada marcha del proceso.

Quizá nuestra situación económica no esté muy lejos de la luz roja, usual máxima alerta, pero tiene encendida una previa que es la alarma socialista.

Juan de Arespacochaga es doctor ingeniero de Caminos y doctor en Ciencias Políticas y Económicas. Ex alcalde de Madrid.

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