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Reportaje:El Salvador: catorce meses de guerra civil / 3

Resulta difícil encontrar una familia sin un muerto a causa de la guerra civil

En El Salvador resulta ya difícil encontrar una familia sin un muerto de guerra. Hasta un dirigente de la derecha, como René Fortín Magaña, daba por buena la cifra de 35.000 muertos en los dos últimos años. A ellos hay que añadir no menos de mil desaparecidos. La Junta Militar, que reivindicó como uno de sus objetivos acabar con los ejércitos particulares de las catorce familias que dominaban el país, ha terminado por desatar la represión más feroz que este pequeño país haya conocido desde aquel terrible año de 1932, hace cincuenta años, en el que fueron asesinados más de 30.000 campesinos por un ejército que mandaba el general Maximiliano Hernández, cuyo nombre reivindican hoy, justamente, los escuadrones de la muerte.

ENVIADO ESPECIALSin los ejércitos particulares de las grandes familias y sin la larga cadena de violencia política no se puede entender esta guerra. Cada campesino que un día decidió echarse al monte con un arma puede contar mil y una historias de saqueos, asesinatos y torturas.

Domingo es apenas un niño de once años que vive desde hace dos en el refugio de San José de la Montaña, en San Salvador. Tiene un enorme tajo de machete en el cuello, otro en la cabeza, detrás de la oreja izquierda, y un tercero en el hombro. Un machetazo le cortó el dedo índice de la mano derecha. "Estábamos en el cantón de Chenamequita, vinieron unas gentes de uniforme de la Guardia y otras de civil. En la misma casa ametrallaron a mis tres hermanos y a mi papá. Yo corrí con mi mamá, pero me siguió uno de uniforme y me agarró a machetazos. A los cuatro días me recogió mi familia y me trajo al hospital en San Salvador."Es sólo una historia de las que este país produce miles. En el refugio de San José de la Montaña viven más de mil campesinos, cada cual con su propio miedo. "Ni siquiera para ir al médico quieren salir de aquí. Ya ha habido algunos casos de desapariciones". Hay quienes no han pisado la calle en dos años. Sobre el terreno de un campo de fútbol, que pertenece a un seminario jesuita, ha ido naciendo un poblado provisional hecho de láminas de hojalata, cartones y cuatro maderas. Las frágiles alambradas y la sombra del edificio eclesiástico parecen un muro de protección, a pesar de algunas incursiones ocasionales de la Guardia Nacional.

Desplazados por la guerra

El miedo es tanto, que las campesinas paren en sus chozas de cartón a menos que sea imprescindible una cesárea. Más de cincuenta niños han nacido en veinticuatro meses. Incluso los médicos que antes venían de tarde a pasar consulta han dejado de hacerlo, porque a uno le mataron. Sólo algunos estudiantes de medicina vienen ahora de cuando en cuando. "Hasta el cura dejó de venir porque empezó a recibir amenazas". Ahora los domingos se conforman con una lectura pública de la biblia, porque en este campo la inmensa mayoría practica un cristianismo muy vital.

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Cerca de 250.000 personas se calcula que han sido desplazadas por la guerra y la persecución sistemática. Unos pocos miles han encontrado cobijo y comida (tortas de maíz, frijoles, algunas veces arroz, café cuando hay suerte y un poco de carne cuando hay un milagro) en los refugios que dependen del arzobispado de San Salvador. Otros se han agregado a sus familias en las ciudades. Muchos, en fin, deambulan por iglesias o casas deshabitadas, con la mendicidad como único medio de vida.

Más de medio millón de salvadoreños cruzaron 'las fronteras, muchas veces en manos de coyotes, que les cobraron hasta cuatrocientos colones (unas 17.000 pesetas) por el señuelo de llevarlos a Estados Unidos. El Gobierno norteamericano da por buena la cifra de 300.000 salvadoreños que residen ilegalmente en Estados Unidos. En México calculan que hay del orden de 130.000. Otros 70.000 se reparten por Centroamérica, con cerca de 40.000 en Honduras.

Muertos y desaparecidos

Uno de cada seis salvadoreños ha muerto en esta guerra o ha tenido que dejar su casa. Más de la mitad son campesinos que nadie quiere en su territorio. México, un país que ha hecho del asilo político una norma de Gobierno, expulsa casi todas las semanas contingentes de salvadoreños, que no hacen sino agravar los problemas que ya tiene con sus propios campesinos. A menudo, el regreso a El Salvador se ordena cuajado ya agotaron todos sus dineros en mordidas para aduaneros, policías de fronteras y funcionarios de emigración. Cuando se acaban los colones y se cae en manos de Ia policía mexicana, el reenvío a su país de origen suele ser casi siempre inevitable.

El Mozote, Campanario, San Antonio Abad, San Benito son sólo nombres de otros tantos pueblos que han desaparecido porque un día llegó el Ejército y, a falta de guerrilleros, decidió acabar con una población civil que era, no cabe duda, simpatizante de la guerrilla.

Una institución tan poco sospechosa de izquierdismo como la Cruz Roja internacional informaba el año pasado que diariamente recibía unas cuarenta denuncias por desapariciones.

De 1.900 expedientes abiertos a lo largo de un año, 438 se resolvieron con el hallazgo de las personas buscadas, 76 fueron encontradas muertas y del resto no ha habido noticia.

El continuo hallazgo de cementerios clandestinos, en lugares cada vez más inaccesibles, hace presumir que la muerte fue el destino de casi todos, aunque nunca haya podido reconocerse a los cadáveres.

A lo largo del año pasado hay dos etapas claramente diferenciadas. Durante la primera mitad, el toque de queda se convierte en una carta de impunidad para sacar a presuntos izquierdistas de sus casas y darles muerte en la calle por supuesta violación de las normas del estado de sitio. Resulta sorprendente el elevado número de salvadoreños que osaban salir de noche, cuando ahora, sin toque de queda, las calles quedan vacías a partir de las nueve de la noche. En estos seis primeros meses fueron asesinados cerca de 9.000 personas. En muchos casos sus cadáveres quedaban en la calle, en una suerte macabra de escarmiento público.

Maquinaria represiva

En la segunda mitad del año empieza a perfilarse la opción de unas elecciones como salida a la guerra y como una legitimación democrática de la Junta. Es cierto que a partir de ese momento disminuye el número de asesinatos, pero aumenta el de desapariciones. El régimen ha creado una maquinaria represiva de la que no puede prescindir. Se limita ahora a esconder sus cadáveres.

Esto basta a la Administración Reagan para hablar de mejoría en el respeto a los desechos humanos. No opina los mismo la Asamblea General de las Naciones Unidas, que en dos años ha aprobado tres condenas a la Junta Cívico-Militar.

El propio Duarte ha debido reconocer que seiscientos elementos de las fuerzas de seguridad han sido expulsados, que otros setecientos están sometidos a prueba y que 42 han sido enviados a los tribunales. Cifras difíciles de comprobar siempre, pero que resultan por sí mismas elocuentes de la práctica confusión que hay entre los escuadrones de la muerte, los grupos paramilitares y las fuerzas de seguridad.

Por necesidad de una guerra que cada día se ve más difícil de ganar, las fuerzas armadas han terminado por dar carácter legal a las antigua ' s bandas de orden, convertidas ahora en patrullas de defensa civil, autorizadas a circular con armas como si se tratase de una milicia popular.

Ni siquiera la cárcel es lugar seguro para los pocos salvadoreños que tuvieron la fortuna de engrosar las listas de presos políticos en lugar de entrar en la de muertos. Más de quinientos detenidos en la prisión de Mariona fueron sometidos la pasada semana a una paliza colectiva a cargo de la policía de Hacienda, un cuerpo destinado a combatir el contrabando y los delitos fiscales.

Un miembro de la Junta, el democristiano José Antonio Morales Erlich, ha exigido una investigación de estos hechos.

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