Monseñor Romero, profeta y mártir
A los dos años de la muerte de monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, su figura no solamente no ha disminuido -dice el autor de este artículo-, sino que ha crecido en importancia para la historia de la Iglesia y aun para la historia de Latinoamérica. Tres años tan sólo duró su ministerio en aquella diócesis, pero, en ese tiempo, Romero descalificó todas las dicotomías entre pueblo y jerarquía, entre liturgia y vida, entre política y contemplación.
Romero podría ser propuesto como ejemplo para todos los cristianos de hoy, pero, muy especialmente, los obispos deberíamos considerarlo como modelo a seguir, por su cercanía al pueblo, por su profunda vida de piedad, por su disponibilidad constante hacia todos, por su espíritu de servicio y, sobre todo, por la identificación tan grande que llegó a realizar entre el profeta y el mensaje, entre la palabra y su portavoz. Porque adivinando lo que podría ocurrirle si asumía ese papel dramático de los profetas, se dejó poseer por ese mensaje divino de juicio y de condenación contra los poderosos y opresores del mundo, que terminaron por derribarle y aplastarle, como sucedió a otros profetas, y muy destacadamente a Jesús de Nazaret, Palabra de Vida ofrecida a los hombres y que éstos convirtieron en palabra de condenación y de muerte, pero que Dios transformó en Vida nueva y definitiva para el profeta y para el pueblo. En aquellos tres milagrosos años, Romero descalificó todas las dicotomías entre pueblo y jerarquía, entro liturgia y vida, entre evangelio e historia, entre política y contemplación.Pero ni aun los más grandes mártires pueden nacer, vivir y morir como tales sin la comunidad cristiana, sin el Pueblo de Dios, sin la Iglesia. También en este aspecto fue ejemplar y modélico el último trienio de Romero. El insistia mucho en ello: fue convertido por el pueblo, por su Iglesia, por sus comunidades. Es ya bien conocida la imagen de pastor gris, timorato y adocenado que representaba a su llegada a la archidiócesis. Es también tristemente sintomático que la gente más inquieta y concienciada le recibiera con recelo, porque se sabía que "era muy espiritual", acaso porque tantas veces la vida espiritual se ha vivido de manera alienante y como motivo de evasión frente a los problemas de la vida real. Y si bien toda la vida tiene sus procesos lentos e impalpables, también tiene sus momentos cruciales, y para él se presentó en la muerte de un sacerdote asesinado al podo de llegar el arzobispo. Entonces dice que se le abrieron los ojos: "A mis sesenta años, empecé a entender el Evangelio; la muerte del padre Grande me abrió los ojos", repetía con frecuencia. Se podría recordar, dentro de las evidentes diferencias, el parecido con la muerte del diácono Esteban, a cuyo martirio asistía un tal Saulo, y al que parece que aquél dejó su manto de profeta y su sangre de mártir, como el atleta agotado pasa el testigo a su compañero de carrera, que luego sería el apóstol san Pablo.
La diócesis hace al obispo
De aquí que aquella diócesis mártir y su arzobispo mártir llegaran a formar un todo que mutuamente se enriquece, se estimula, se consuela, se da fuerzas, se cuestiona, pide, interpela, responde y siempre colabora, en solidaridad y en corresponsabilidad. Si el obispo hace diócesis, la diócesis hace obispo. Y si una iglesia mártir hizo un obispo mártir, el mártir Romero sigue ayudando con su presencia invisible, pero cierta, a su iglesia de San Salvador, para que siga siendo palabra, testigo, paciencia, oración, solidtridad, defensa de los pobres, voz de los sin voz, liberación para los oprimidos y lucha contra los opresores. El obispo, el clero, los religiosos y relígiosas, los catequistas, los militantes cristianos de San Salvador continúan la (dolorosa y glo riosa tarea de Romero, que, en definitiva, es la tarea continuada del único Señor de la Iglesia a lo largo de la historia, dando testimonio del amor de Dios a los hombres, sembrando la utopía, ya aquí fundada en la Resurrección del Cristo, aunque aún no terminada, de un mundo mejor, una sociedad sin clases, una humanidad justa, fraternal, solidaria, familiar.
La iglesia de San Salvador, a su vez, está enraizada en la Iglesia renovadora del Concilio, y de las asambleas de Medellín y de Puebla; en esa parte de la Iglesia latinoamericana que ha optado descaradamente por los pobres y oprimidos, que ha abandonado sus falsas seguridades munda nas, sus pactos compromisos con los poderosos de este mundo, y ha comenzado a vivir y caminar con el pueblo marginado, explotado, reprimido y machacado. Precisamente por eso, la Iglesia está sufriendo de manera sistemática y generalizada la calumnia, la insidia, la denuncia, la cárcel, el secuestro, la tortura y hasta la muerte, en tantos y tantos cristianos, desde obispos a catequistas, religiosas y sacerdotes. San Salvador no es, por tanto, un caso aislado, aunque sí muy significativo, sino una parte de esa Iglesia mártir de Latinoamérica, que es luz de esperanza y exigencia de compromiso para la Iglesia del mundo entero.
Hay que suponer que tampoco aquí "ni están todos los que son, ni son todos los que están". En la Iglesia de Latinoamérica hay de todo también obispos, clero, religiosos y laicos que colaboran con la opresión y la injusticia, o quizá más frecuentemente, que al menos la silencian, la explican o la legitiman. Sin embargo, tenemos no solamente el derecho, sino el deber, de hacer un discernimíento evangélico, si no sobre las conciencias, cuyo juicio per tenece exclusivamente al Señor, sí sobre las actitudes y las actuaciones. También en la historia de la Iglesia ha habido de todo malo, mediocre y admirable, pero sabemos muy bien qué ejemplos son los que representan la fidelidad al Evangelio y al Señor, y cuáles son debilidades y pecados que se apartan de sus caminos.
El que un sabio profesor haya tenido discípulos tontos o perezosos, ni descalifica la sabiduría de aquél, ni es una excusa para imitar a éstos, ni siquiera para decir que vale todo por igual. Por eso los cristianos, y aun los hombres en general, hemos de mirar a la Iglesia de Latinoamérica a la luz del Evangelio, del Concilio, de Medellín y de Puebla, para ver quiénes pueden servirnos de estímulo y de ejemplo. No todos podremos llegar a la misma altura, a la misma generosidad, al mismo heroísmo. Pero, aun dejando aparte el hecho de que el misterio de la gracia nos transforma cuando llega la ocasión, de todos modos, cambia mucho el tono de la Iglesia según que nos miremos en los mártires o en los traidores, en los solidarios o en los egoístas, en los generosos o en los aburguesados. En algunos casos será difícil la frontera entre un campo y otro, y debamos abstenernos de juzgar. Pero, en general, tenemos suficientes datos de la realidad y suficientes pistas en el Nuevo Testamento y en la tradición de la Iglesia para que tengamos derecho a pensar que la parte más cristiana, más evangélica y más santa de la Iglesia de Latinoamérica está en aquella que, por seguir las consignas del Señor, está desnuda con los desnudos, perseguida con los perseguidos, pobre con los pobres, encarcelada con los encarcelados, para conseguir más o menos pronto, para todos, la dignidad, la libertad, la paz y la alegría de los hijos de DIOS.
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