El griego
Vuelve El Greco. El arte inmortal regresa siempre a la actualidad. Ahora se anuncia una gran exposición antológica de su obra y hoy mismo la ministra de Cultura, Soledad Becerril, acudirá al Museo del Prado a ver cómo va la restauración de algunos de los grandes cuadros del pintor de Creta, sobre cuya personalidad ofrece un breve estudio el autor de este artículo.
Griego solían llamarle sus mejores amigos españoles, entre otros fray Hortensio Félix Paravicino, en los cuatro famosos sonetos que en su vida y su muerte le dedica. Griego y no Domenico, Creta le dio vida y pinceles y Toledo mejor patria en España, adonde vuelve ahora, no en busca de mecenas o trabajo, sino al amparo de sus obras. Aunque quizá no fuera la búsqueda de unos cuantos ducados con los que pagar casa, ajuar, músicos y comida la razón de su venida a España, al Escorial, en busca del favor de un rey al que servir a lo largo de su vida. La verdadera causa de su arribada a Toledo, más allá de los motivos que aún discuten sus exégetas, bien puede rastrearse hoy en aquel peregrinar constante a través de la pintura de entonces, desde Tiziano al Tinttoreto, desde Venecia a Roma, de Rafael a Miguel Angel. De ciudad en ciudad, de taller en taller, con haber tantos en la Italia de su siglo, en ninguno llegará a encontrar la clave genuina de su arte. A fin de cuentas fue una gran suerte que: el rey repudiara sus santos por no despertar devoción, sino admiración, por hablar más a la mente que al corazón de los fieles.¿Qué hubiera hecho este griego gozador de la vida y tan amigo de la Iglesia a ratos, orgulloso y fantástico entre tanto mediocre afanado en ejercer su artesanía manchando de color muros apenas rematados? ¿Cómo podría haber llegado a trabajar bajo la atenta mirada del monarca? ¿Cómo vivir aquella vida, mitad escuela, mitad campamento, mitad claustro, a los pies del sombrío Guadarrama? Apenas llegado de Venecia, Madrid, reciente capital, debió de parecerle una regia y desbaratada oficina, espejo repetido de muchas obras y estilos conocidos y rechazados antes. Si el mismo Tiziano no llegó a calar en él más allá de su técnica y oficio, menos serían capaces de colmar su vocación todos aquellos colegas que en sucesivos viajes, a la inversa, marchaban a Italia para ver y aprender aquello que para el Griego era ya lección sabida de antemano.
Pues si aquellos templos y palacios de Toledo, si su famosa catedral llamaban la atención de los viajeros contemporáneos, su pintura, en cambio, parecía a la espera de una mano capaz de sacarla a la luz desde el fondo de sus atardeceres, la imagen de sus caballeros o el ademán pensativo de sus apostolados. Todo ello debió entenderlo bien el pintor forastero contemplando en lo alto la mole inmóvil del Alcázar, navegando en sus mares de nubes o sus pies las aceñas y ribazos, en esas horas en que el calor se alza del agua cubriendo canales rotos y detritos cárdenos.
Así llegó a asentarse en la ciudad, polvo de un mismo polvo en los estíos, luz de su propia luz, que desde la agonía de sus lienzos mira a un mundo remoto y a la vez cercano, pues este Griego riguroso contemporáneo de Cervantes, conocerá en su tiempo de gloria y soledad no los días mejores de la hasta entonces activa capital, sino una vieja ciudad vacía de sus linajes principales. Lo que el recién llegado verá en torno no es aquella gran república dejada atrás, mirando a una laguna, donde el comercio medra y reina al amparo de aduanas y arsenales. Aquí, a sus pies, que nunca más volverán a recorrer los caminos de Roma, sólo domina la hoz del río con su gran mole de granito poblada de espadañas y cipreses, de jardines cerrados en los que las cigarras cantan en cuanto que el verano templa un poco el cristal adormecido de sus alas. En torno a tanta grandeza todavia en pie, junto a unos cuantos nombres que abren de par en par el mejor siglo de las letras de España, una nube de clérigos y estudiantes busca cómo saciar el hambre en las esquinas. Marcharon los nobles; calles enteras de trabajo y pan enmudecieron o se alzaron de nuevo convertidas en garitos, tabernas y corrales de comedias. Las monjas pobres mueren de hambre, sin hallar trabajo al que dedicar sus horas, en tanto el arzobispo y las iglesias acaparan las rentas de los campos. Un viento de desengaño y de miseria sube del Tajo hasta Zocodover, donde los toledanos andan vestidos aún de golilla y de seda, pues no hay ciudad en España en donde procesiones y concursos resulten más lucidos, ni donde se cierren tantas mansiones por carecer de fortuna con qué mantenerlas.
Tal es el escenario que no asoma a los cuadros del Griego, la cara oculta de esta luna de Toledo, lo que hay detrás de las famosas actitudes de sus retratos, de una ciudad ensimismada entre nubes sombrías, bajo cielos violeta. Todo ello y un modo de afrontar la vida, de enfrentarse con la muerte que poco a poco en pinceladas y en colores insólitos, va extendiéndose por la tupida red de conventos castellanos, mística a ratos, a ras de tierra a veces, en tanto que su autor, reconocido y solitario, agota lo universal en lo particular, en su modo de concebir la religión deI arte.
Ahora en esta segunda venida a España, como pintor reconocido al fin, vuelve a la luz que le dio vida; pues este griego, como alguien asegura, "nunca será bueno ni malo en sí, sino la estela que dejó a su paso un alma trastornada por la angustia de querer decir esas cosas infinitas quejamás pueden decirse", que quedarán -es preciso añadir- perdidas para siempre en la penumbra.
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