Muerte de Agueda en Marraquech
Llevaba cuatro días en el depósito de cadáveres, cuando la familia recibió el telegrama de una oficina de comercio en Marraquech avisando que los restos sobrantes de Agueda estaban a su disposición. Se trataba de algo más de medio cuerpo de una joven de diecinueve años, que era realmente lo que habían respetado o desechado los cuervos marroquíes, junto con el pasaporte, una medalla de oro con iniciales grabadas y un monedero vacío, en un barranco del valle de Ourika, al pie del Atlas, donde las tribus beréberes celebraban cada martes una feria medieval de cueros, alfanjes, piensos y orfebrería, con barberos, saltimbanquis, sacamuelas y 3.000 pollinos aparcados en batería en el cauce de un río seco. El cadáver de la joven fué hallado por un cabrero musulmán en una trocha, envuelto en un zumbido de moscas, junto a la guarnición de piteras y nopales que bordea una pista de camellos. Nadie se explica por qué las andanzas de Agueda acabaron en aquel paraje, en medio de una soledad de cabras y avispas. Los padres de la chica cogieron el primer avión a Casablanca, y desde allí, un autobús derrengado, lleno de fardos, gallinas y árabes espatarrados en la baca, los trasladó a Marraquech.La historia había comenzado tres años antes, en un piso de clase media, en el barrio de Argüelles, en Madrid.
Una mañana de junio, cuando la niña tenía dieciséis años y estudiaba tercero de BUP, la dulce madre con chufos y bata de cuarterones fue a despertarla y se encontró la alcoba patas arriba, el armarlo revuelto y la cama vacía con una lanzada de sol en las sábanas. El pajarito había volado. La mujer corrió, llorando, por el pasillo a contárselo al marido, que se estaba afeitando en el cuarto de baño. El hombre sólo supo abrir la boca con media cara enjabonada y se quedó mirando su propia sorpresa en el espejo. ¿Qué hemos hecho que esté mal?, fue lo primero que pensó. Después se sentaron los dos en el tresillo del salón, él en pijama y con un carrillo lleno de espuma, ella con un pañuelo húmedo en la nariz. No entendían nada.
El padre de familia vio alrededor su pequeño reino derrumbado, el televisor, las bandejas de plata, los libros de sociología en el anaquel, las cerámicas del siglo XVIII, los ceniceros de loza popular, los cuadros de pintura abstracta en las paredes, la carrera que había hecho, las oposiciones ganadas, los tres meses de cárcel por rojo, la araña del comedor, la confianza de su jefe, la estampa del Guernica sobre el arcón castellano, el respeto de los vecinos, el reloj de pesas que daba horas redondas y dulces como uvas en el espacio de un hogar progresista. Alguien había corrido una trampilla y todo se había venido abajo. Estaban los dos en silencio hasta que la madre saltó:
-Si le hubieras dado un bofetón a tiempo...
-Qué quieres.
-... aquella vez que llegó a casa con los labios pintados de negro, con una pluma de pato en la oreja...
-No sé pegar a nadie. ¿Qué quieres que haga?
-Haberla molido a palos, como se ha hecho siempre.
-No entiendo. Lo tenía todo.
La niña lo tenía todo. Incluso los padres habían tratado de comprender la vida moderna, aunque sin éxito. La perdonaron aquella vez que hurtó algunos discos en unos almacenes, celebraron la gracia cuando se pintó el pelo de color calabaza para asistir a una fiesta, la vieron pasar un día a cien por hora en el portaequipajes de una motocicleta de escape trucado abrazando la barriga de un desconocido; tampoco se alarmaron demasiado al comprobar que en la alcoba de la niña el antiguo hedor a tocino podrido se había dulcificado con el perfume de un humo extraño y que entre las páginas de los libros de texto había colillas liadas con papel de fumar marca Abadie. Después de todo, la juventud tiene sus ritos, que hay que respetar.
El laberinto del padre de Agueda comenzó aquella misma mañana. Al salir a la calle tuvo por primera vez la sensación de que el mundo era demasiado ancho, demasiado excitante. Imaginó puertos lejanos con palmeras, ciudades exóticas con barrios herméticos, playas desiertas, islas transparentes, oasis perdidos, profundos garitos, bares, discotecas, sótanos y alcantarillas, todo situado al este del Edén, adonde se podía ir con sólo poner el dedo en el borde de la carretera. El padre de Agueda se fue, lo primero, al Instituto de Segunda Enseñanza, no fuera a ser todo una falsa alarma. Hacía veinticinco años que no pisaba una cosa así. Vio un caserón con una explanada mugrienta, enjaulada con tela de gallinero, y en el suelo había un desecho de papeles, pipas y pringajos de helado, como si acabara de pasar una manada de búfalos consumistas. Los muros de hormigón estaban pintarrajeados con insultos, blasfemias y otras burradas. En ese momento salía de las aulas una estampida de púberes frenéticos con la cara llena de granos, y los pasillos comenzaron a oler a ganado lanar. El bedel le condujo hasta un profesor de su hija en medio de un griterío muy bestia. Efectivamente Agueda no había asistido a clase.
Alrededor del instituto los camellos pregonaban chinas de hachís, susurrando el costo por el colmillo con mayor familiaridad que los reventas de cine; eixhibían la mercancía en tenderetes de tabaco, entre el petardeo brutal de las motocicletas. Aquel profesor con barba de visionario y ojos desvalidos le atendió muy bien. Le preguntó si su hija tomaba drogas.
-¿Es necesario drogarse para huir de casa?
-No, no, por Dios.
-Fumaba marihuana o cosa parecida. Lo normal.
-Aquí hay muchachos que se emporran hasta la ceguera, que se atracan de anfetaminas con anís, se meten en el cuerpo cualquier cosa, desde gasolina con optalidón machacado hasta cáscara de plátano con acetona de limpiarse las uñas. En cambio, vuelven a casa todos los días antes de las nueve, como angelitos. Mire usted: la libertad es una perra de lujo llena de pulgas.
-Nunca se sabe.
-¿Su hija estaba con el jaco?
-¿Cómo?
-Que si se picaba... Ya me entiende.
Era, un señor demasiado fino y no entendía nada. Aquel rebaño infernal de adolescentes que se empujaba, se mordía y blasfemaba a su lado le tenía aturdido. En un instante le vino a la memoria el campus de terciopelo verde bajo los tilos y sequoias de la Universidad de la Jolla, en San Diego de California, donde había estudiado un curso de filosofía en 1963, cuando la rebeldía estudiantil comenzó a fraguarse. Entonces el hachís era una mística, una forma de romper el engranaje y zafarse del capitalismo a bordo del paraguas de Mary Poppins. Pero aquella osadía juvenil parecía más limpia, tenía un sentido. Tumbarse en el asfalto, desafiar la porra de los guardias era también una clase de filosofía práctica, no una autodestrucción o una mugre violenta como este manicomio. El profesor le dijo:
-Entérese primero si su hija estaba con la jeringa. Así sabrá qué circuito debe recorrer para encontrarla.
-¿Usted no le notó nada?
-Sólo que era la primera de clase.
-Soy lo suficientemente lúcido para no tratar de entender a mi hija. Pero ahora mismo me conformo con que no esté asaltando farmacias con una navaja cabritera o que la policía no la recoja en una redada de un bar de putas.
-Y yo también me doy por satisfecho si los alumnos deciden no apalearme un día de éstos.
-Criaturitas.
Investigación espeleológica por las cavernas madrileñas
Los padres de Agueda decidieron repartirse el trabajo. Ella se pasó todo el día junto al teléfono y él comenzó a rastrear ciertos ambientes del hampa pasota. A media tarde se caló una gorra de marinero hasta las cejas, se quitó la corbata, se subió el cuello de la cazadora, se puso unas gafas negras y se echó a rodar por hamburgueserías, salas de máquinas y garitos del rollo. Entonces estaba en su esplendor contracultural el Centro Argüelles, dos patios comerciales cruzados de pasillos y pasarelas en forma de sótanos al aire libre, minados de antros, cafeterías, pubs, clubes americanos y salones de billar, que a la caída del sol tomaban una densidad de regüeldo de cerveza con marihuana, de orina solidificada en las paredes y botellas aplastadas contra los macetones de cactus, a donde acudían a espatarrarse estudiantes colgados, chulos de cuero con chinchetas, camellos con navaja y otros hermosos seres de extrarradio, atraídos por las vírgenes universitarias. El padre de familia atravesó toda clase de humaredas.
En el pub Blue Fox se oía el grito pelado de Janis Joplin, la dulce pecosa que saltó la tapia con la sobredosis, un alarido de acantilado sobre los almohadones chamuscados con brasas de hachís y churretes de esperma. Dentro de aquel aljibe había una red de
Pasa a la página 12 Viene de la página 11 piernas formando una trama de almadraba donde se veían enredados muchos atunes con chicas de la edad de su hija. El hombre husmeó aquella oscuridad húmeda de alcohol y siguió por laberinto. En Acuario estaban reunidos los devotos del guru, ese dulce gordito color canela que se alimenta de helados y juega con las maquinitas en las caballerizas de su palacio. Aquel corro de fieles miraba al techo con los ojos en blanco como huevos de paloma, tomaba tarta de la casa, pasaba la tarde en meditación ventral, a la espera de que les llegara un calambre de felicidad, y nadie reparó en aquel señor mayor con gorra de marinero que les observaba por el ventanal. En Pipo's se habían con centrado los nuevos muladies frente a un te verde, alrededor de un mamotreto del Corán, todos con el cuello doblado por la humildad, en una plática que tenía algo de plegaria, y un tipo con chilaba del Rastro, a modo de maestro, dirigía la ceremonia de la infusión, junto a la risita de conejo del camarero. No sabía en qué rollo estaba su hijita. En las pasarelas de cemento había jóvenes derrumbados con una botella en la mano, gente pasada con la pierna abierta yonquis casi transparentes, algunas vomitonas de garbanzos en los rincones del pasillo y fogonazos de música fiera, que le daban en el rostro cuando levantaba la trampilla de algunos pozos. Aquel señor mayor, disimulando la angustia con un gesto duro en la boca, analizó todas las barras, divanes, esteras y cojines de aquella sima de la nueva juventud. Agueda no estaba allí. La sesión de espeleología continuó por las cavernas del barrio de Malasaña con el mismo resultado. A medianoche volvió a casa con los pies hinchados, con una punzada en el bazo y un poco ebrio.
La mujer le dijo que por la tarde el teléfono sonó tres veces, pero se había cortado Al parecer, alguien había intentado llamar desde un bar, porque se oía mucho barullo de fondo. Luego, nada. Tal vez fue lo peor aquella primera. noche en casa sin ella. Los padres entraron en la alcoba de Agueda Vieron la hucha, el oso de peluche, el cartel olor a madera de pupitre o de lapicero, con la gracia que tenía para imitar a Marisol.
La pareja de cuarentones en vela se miraba de madrugada, en medio de aquel mundo de enseres domésticos, y se interrogaba en silencio. ¿Qué hemos hecho que esté mal? Entonces fue cuando encontraron las dos jeringuillas usadas, envueltas en papel higiénico, dentro de la muñeca rusa. El hombre pensó en el profesor del instituto, en el aviso de aquella mañana, y se quedó noqueado, con un hormigueo en la nuca, frente a la ventana abierta a la noche de verano. El mundo era demasiado ancho y hermoso. Estaba poblado de lejanos oasis con palmeras, de prostíbulos color malva, de islas con sirenas y de puertos con embarcadero para elefantes blancos. En cambio, aquel piso tercero, letra B, entrada por el patio, de noventa metros cuadrados, abarrotado de libros y de cerámica de Talavera, olía un poco a gas. El horario fijo, las clases en la universidad, las tardes en el despacho de la empresa, los viernes de la peluquería, los cines del sábado, las babuchas del domingo, las dos erecciones semanales, las cenas de matrimonio, las vacaciones en Gandía, las compras en El Corte Inglés, la. pata de gallo con que empezaba a cuartearse la mirada, las primeras canas, las jaquecas de la mujer, el estreñimiento crónico, en eso había quedado el sueño de su juventud bajo el muro de aquella noche estrellada, que desde lejos traía risotadas del vecindario y ráfagas de una canción de Julio Iglesias.
Días después, por la confidencia de una amiga de Agueda, supieron que ella tal vez podía encontrarse en Valencia, de camino hacia Ibiza. Los padres de la chica se fueron a Valencia y rastrillaron con ojos ávidos el barrio del Carmen, y allí, por un espejismo, creyeron haberla visto dentro de una cabina telefónica, pero no era así. De nuevo se abrieron paso a codazos entre distintas camadas de adolescentes que abrevaban en otras barras, analizaron el ritual de otros pesebres, tenían el rock metido en el cerebelo, la imagen múltiple de púberes abiertos en aspas en las penumbras rojas, una luz deslumbrada de macutos, guitarras, estaciones de ferrocarril, salidas de autobús y colas frente a los barcos en el puerto. Agueda no estaba. Luego le siguieron el rastro por Barcelona, Alicante y Málaga. Y así durante un mes, hasta que el hombre, un día, se vio tumbado en el camastro de un psiquiatra, que, como es natural, le echó a él la culpa de todo, incluso de ese ataque de ciática con que había somatizado la fuga de su hija.
La pareja comenzó a organizar su vida sin Agueda. El continuó dando clases de sociología, por la mañana, en la universidad, y por la tarde atendía el despacho de una empresa de estudio de mercados. Para cambiar su imagen ante el espejo, se dejó crecer una barba cuajada de hebras blancas. Tres veces a la semana acudía al diván de un psiquiatra argentino, que trataba de aventarle de John Lennon, aquel retrato de la primera comunión, los zapatos de tacón alto, la falda plisada, los libros de texto, la ropa interior, aquellos sostenes de encaje, las medias de lana, las fotos de aquel viaje a Salamanca, y cada objeto les traía un recuerdo de su dulce paternidad responsable. Había sido tan tierna y pálida aquella niña, siempre con la paranoia, le metía en el vientre de su madre y le hacía cosquillas en la mucosa del feto. La mujer ya no podía verter su besuqueo en el cuerpo de la hija ni podía llevársela de compras a El Corte Inglés, de modo que optó por adquirir un caniche para el asunto de las caricias, y el rato libre que le dejaba el perro se metía en un bingo. Realmente, Agueda había sido muy dura con ellos. Ni siquiera les mandó una tarjeta. A veces sonaba en casa el teléfono. En los primeros meses, el matrimonio se abalanzaba sobre el aparato. Luego, ya nada. Y sí comenzó entre la pareja una borrasca, después de unos silencios pavorosos delante del televisor. La loza popular se fue estrellando contra las paredes, los gritos invadían cada noche el patio. La ausencia de Agueda terminó por separarlos del todo. Hacía ya un año que él dormía en un catre de la oficina. Allí recibió el telegrama.
Un viaje en silencio
Agueda había sido encontrada al pie del Atlas, a cuarenta kilómetros al sur de Marraquech, en el valle de Ourika, medio comida por los cuervos y los tábanos. El hallazgo del cadáver unió momentáneamente al matrimonio en la empresa de rescate. La pareja cogió el primer avión a Casablanca y desde allí un autobús de línea los llevó a. Marraquech, todo el viaje en silencio.
La operación fue muy rápida. En el depósito municipal, un tipo de pantorrilla seca asomando por debajo de la chilaba, en una sala de cal deslumbrada por una claraboya, con chafarrinones de sangre cuajada en las paredes, abrió un portillón de acero y sacó un fiambre femenino con algún hueso descarnado. Levantó un paño mugriento y les preguntó en francés si aquello era de su propiedad. Los dos dijeron que sí, aunque no estaban muy seguros. Pero allí había un pasaporte y una medalla de oro con iniciales, que la madre reconoció como el regalo de primera comunión. Tuvieron que firmar algunos papeles y adelantar cierta cantidad de dinero, lo que hicieron mecánicamente. En seguida se organizó un pequeño trasiego de árabes, mientras la pareja esperaba sentada en un pasillo desconchado. Algunas horas después apareció una furgoneta de comestibles y por delante de ellos vieron pasar una caja de madera llena de nudos. Un sujeto con autoridad hizo un gesto para que le siguieran. La caja fue cargada en la furgoneta, que también llevaba unos sacos de especias y olía de manera silvestre. El enterrador de ocasión arrancó muy despacio y cruzó parte de la ciudad a marcha lenta, de modo que los padres pudieran seguir a pie el medio cuerpo de Agueda. Así llegaron a una corraliza, junto a los muros de la kashba, donde había una hoya común.
Por encima de los jardines de la Koutoubia se veía una puesta de sol de melocotón en almíbar enmarañado de golondrinas. Desde la plaza de Jamàa El Fna se oían los panderos de encantadores de serpientes y el lamento de los muecines en los minaretes de bolas incandescentes. La ciudad elevaba un vapor de canela, un olor dulce a estiércol del medioevo hacia la luna llena sobre las murallas. Los padres de Agueda la dejaron enterrada. Se fueron a un hotel lleno de palmeras, y por primera vez, después de dos años, vivieron una intensa noche de amor.
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