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Gente

En cierto sentido, las llamadas revistas del corazón no son una novedad de nuestro tiempo, aunque en él hayan crecido desmesuradamente esas publicaciones dedicadas a informar acerca de las ¡das y venidas, amores y compromisos matrimoniales, bodas hechas y bodas deshechas, y demás detalles concernientes a la vida de gente conocida. Lo que hacen tales revistas es dar un despliegue inusitado a aquello que, en las columnas de los periódicos respetables, se reducía a crónica de sociedad.La tradicional crónica de sociedad llevaba noticia de la vida del gran mundo al apacible burgués, satisfaciendo su fantasía con la descripción de bailes, recepciones, saraos y convites de los que estaba excluido. Era, en la Prensa del siglo pasado y comienzos del presente, un resto de la separación de siglos anteriores entre la villa y la corte, cuando ésta, la corte, constituía el espectáculo entrevisto de lejos por el estado llano.

En nuestro tiempo, desaparecido lo que antes se entendía por "alta sociedad", sus residuos han ido a mezclarse y confundirse, diluidos, dentro de ese conglomerado pintoresco que forman las celebridades, artistas de toda laya y variadas categorías, deportistas, políticos, playboys y cuantos individuos, por un motivo u otro -a veces por motivos no demasiado nobles o halagüeños-, entran en el foco de la escena pública y desde ahí atraen la atención pública y embargan el interés de las multitudes anónimas, que apasionadamente siguen las anodinas peripecias de estas fugaces estrellas de la actualidad.

Primero fue el crecimiento de las aludidas revistas del corazón, especializadas en el chisme intrascendente. Enseguida, la sustitución en los periódicos serios de la antigua crónica social por una sección cada vez más dilatada cuya finalidad consiste en convertir en noticia las fútiles andanzas de las efimeras celebridades. Muy propiamente se llama en Estados Unidos con el nombre de chismosos a los bien pagados periodistas encargados de propalarlas, quienes, a su vez, entran por ese camino ellos mismos, en la esfera de las celebridades. Renunciando a su habitual solemnidad, hace pocos años inició el New York Times una página entera bajo el título de People, es decir, gente (enseguida imitada en nuestra Prensa diaria), y con ello rindió testimonio de la realidad social en que nos encontramos ahora: la realidad de una sociedad arnorfa.

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Pues, ¿qué podrá significar este fenómeno de una curiosidad universal por las mínimas actividades cotidianas de individuos cuya única cualificación consiste en ser conocidos a través de los medios de publicidad, no importa si por haber ganado un campeonato de tenis o natación, por haberse sometido a una operación quirúrgica para cambiar de sexo, por haber hecho un sensacional descubrimiento científico o por haber tenido en jaque a la policía durante una temporada tras algún hecho criminoso? Cualquier cosa -aun la más extravagante- basta para establecer una imagen pública: lo decisivo no es la causa de acceso al escenario, sino el hecho de hallarse ante las candilejas. Y así, la imagen puede incluso ser creada artificialmente, inventada por los medios de publicidad, sin que se advierta razón alguna para que alguien sea famoso: ese alguien es conocido... por ser conocido, y nada más.

Pero, repito, ¿a qué se debe esa generalizada curiosidad por las peripecias triviales de unos seres cuya existencia pública es tan fantasmal, tan fugaz y precaria? Antes adelanté una explicación sumaria: nos encontramos en una sociedad amorfa. Pero esta respuesta requiere cierta elaboración para ser pausible.

Considerando, lo que pueda significar el fenomenal despliegue de ese grupo fantasmagórico de las llamadas celebridades, alimentado y aun creado en nuestro mundo actual por los medios de comunicación pública, he señalado cómo, al fijar y entretener la atención curiosa de las multitudes, cumple función análoga a la que en tiempos pretéritos cumplía la aristocracia frente a la burguesía, la corte frente a la villa: satisfacer el interés (que parece inextinguible en el ser humano) por enterarse de vidas ajenas, por conocer la conducta del prójimo, criticarla y juzgarla.

Es una función compleja y, desde luego, útil, pues a través de ella se produce la socialización que integra a los individuos en una comunidad de valores. La diferencia está, sin embargo, en que la acción del drama o de la comedia de la vida se hallaba antes a cargo de un estamento firmemente constituido, con privilegios, deberes y tareas que lo cualificaban y, al desenvolverse en el escenario público, daba lugar de modo accesorio a aquella función integradora. Junto al drama y ocasional comedia de la clase alta, contemplado a la distancia, el pueblo completaba su propia edificación mediante la escandalizada -y tan placentera- crítica del vecino. (Un sociólogo ameno como Simmel, hubiera bien podido escribir el tratadito del cotilleo, instrumento de la moralidad.) En nuestra sociedad actual, cuando los estamentos han desaparecido y han llegado a fundirse y disolverse las clases, el individuo se encuentra inmerso en una masa amorfa y fluida, y aislado de su prójimo, por mucha que sea la contigüidad en que se encuentre. Aun dentro de la familia, apenas si hay ya comunicación efectiva entre sus miembros, cada uno de los cuales trabaja acaso, si trabaja, o en todo caso se mueve, en sitios y actividades distintos, tiene sus propios amigos, sus peculiares diversiones y aficiones, y hasta los contactos domésticos suelen reducirse a una coincidencia en la mesa o ante el aparato de televisión: contactos inecánicos, y no de intercambio. Les falta así la posibilidad de complacerse en discutir la personalidad y maneras de proceder de quienes les son próximos, la clásica discusión familiar, el chisme de vecindad o de portería -entretenimiento mezquino y pedestre si se quiere, pero en cuyo ejercicio se pone a prueba, como digo, el sistema de valores de la comunidad.

En esta sociedad desibtegrada y atomizada, aquella propensión y hasta necesidad esencial del ser humano, que en el nivel común se satisface con el vulgar chismorreo, tendrá que ser satisfecha, ya que de otro modo no sea posible, en la esfera de la publicidad y con referencia a unas celebridades que -en cuanto tales, es decir, en concepto de celebridades- no cumplen otra función que la de darse en espectáculo a la curiosidad ajena.

He aquí cómo un sociólogo en vacaciones puede sacarle punta trascendente a las revistas del corazón. Respecto a las valoraciones socio-morales que promueven, habría algo más serio que decir.

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