Unas sorprendentes diligencias previas
LA NOTICIA de que la jurisdicción militar ha iniciado diligencias previas en torno a unas declaraciones de Alfonso Guerra sobre el juicio del 23-F resulta cuando menos sorprendente, y se enmarca en una especie de nueva desatención a la inviolabilidad e inmunidad parlamentarias, de las que el viernes pasado hicimos un comentario editorial a costa del escaso respeto a las mismas que parecen tenerle últimamente los propios diputados, socialistas incluidos. La inviolabilidad ampara a los parlamentarios "por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones" y mantiene al diputado socialista por Sevilla fuera del ámbito penal cuando se pronuncia -aunque sea de forma polémica y hasta censurable- sobre problemas y aspectos de la vida pública. La inmunidad sólo permite la detención de diputados y senadores en caso de flagrante delito común, y exige una previa autorización del Congreso o del Senado para su procesamiento por presuntas conductas ilegales en su vida. El fuero especial de los diputados asigna al Tribunal Supremo la competencia en esas causas. Pero lo más extraño de la noticia aludida es que, tras la reforma del Código de Justicia Militar, la jurisdicción militar no tiene competencia para conocer de ese presunto delito incluso en el supuesto de que Alfonso Guerra no fuera diputado.En efecto, los artículos 6, 9 y 13 del Código de Justicia Militar detallan con precisión la competencia de la jurisdicción castrense por razón del delito, por razón del lugar y por razón de la persona responsable. Dado que Alfonso Guerra no pertenece a las Fuerzas Armadas, que el presunto delito que se le atribuye no se define como específicamente militar y que su perpetración no tuvo como escenario ninguno de los ámbitos detallados en la norma castrense, parece evidente que las diligencias previas que se hayan iniciado o se pudieran iniciar contra el diputado sevillano no tendrían otro destino que el de ser archivadas. ¿Para qué, entonces, se instruyen? Porque incluso si las declaraciones de Alfonso Guerra ofrecieran indicios racionales de culpabilidad, supuesto absurdo dada la inviolabilidad parlamentaria que le protege, el caso sería competencia de la jurisdicción ordinaria, previa concesión del correspondiente suplicatorio por el Congreso (cosa nada probable) y mediante la intervención del Tribunal Supremo, por motivos de fuero procesal, para conocer la causa.
Algo hay de inquietante en el trasfondo de este asunto. Es cierto que Alfonso Guerra, a juzgar por sus actitudes, no parece resignarse al hecho de que un papel político y social tan importante como la vicesecretaría del PSOE forzosamente tiene que limitar la capacidad de quien la desempeña a la hora de repentizar declaraciones. Cuando Guerra habla de nacionalizaciones o dejuicios militares, sus palabras trascienden a su persona y comprometen al partido cuya vicesecretaría desempeña, ya que la gente presta atención a esas opiniones no porque expresen las ideas de un individuo singular, sino porque se supone que reflejan, a través de un autorizado portavoz, las reflexiones colectivas de los órganos dirigentes del PSOE.
Ahora bien, estos aspectos del problema suscitado por las declaraciones de Alfonso Guerra son algo que sólo incumbe resolver a los propios socialistas, que difícilmente podrían lograr sus objetivos de consolidar la democracia desde el poder -si es que lo obtienen- sin contar con el respeto de las Fuerzas Armadas. Pero la otra dimensión del asunto es que, al margen consideraciones jurídicas, las diligencias previas incoadas contra Guerra pueden traer consigo serias consecuencias políticas para el entendimiento del juicio del 23-F y, más allá de la conclusión de ese proceso, para el normal funcionamiento de nuestra vida pública. Alguien podría ver en ese gesto, destinado al fracaso tanto por la condición de diputado de Guerra como por la delimitación de competencias realizada por el Código de Justicia Militar, una ocasión para replantear los delicados conflictos creados en el pasado por la abolida ley de Jurisdicciones, que tan gravemente afectó a la estabilidad política de la Restauración. Pero, sobre todo, el caso amenaza con arrojar sobre los pupitres de los diputados y las páginas de la Prensa una polémica insensata sobre las relaciones entre las Fuerzas Armadas y el principal partido de la oposición, polémica a cuyos frutos electorales muy difícilmente podría sustraerse el partido del Gobierno. Ahí radica la ingenuidad o la irresponsabilidad de Guerra al hacer sus declaraciones. Pero es preciso no embarrar más el terreno de la opinión pública, pendiente del juicio del 23 de febrero, y no de los episodios periféricos con los que alguien parece interesado en distraerlo. Que la derecha política, ante la inminencia de las elecciones andaluzas y la no tardanza de las generales, se beneficie del miedo generalizado a la repetición de una tentativa similar a la de febrero del año pasado es algo que resultaba previsible, aunque sea también una táctica éticamente detestable. Cuestiones como las que merece este editorial contribuyen inevitablemente a ello, y bien podría haberse mordido la lengua el vicesecretario general del PSOE antes de decir lo que dijo. Pero a la hora de juzgar actitudes concretas, el Gobierno no debe menospreciar el derroche de prudencia que la oposición en su conjunto y la opinión pública en general vienen haciendo desde hace meses.
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