La 'haigemonía' de EE UU en América Central
Centroamérica ha irrumpido de golpe en las relaciones internacionales. Casi nadie hasta ahora se preocupaba de esos cinco o seis pequeños países del istmo, ni del casi interminable rosario de los miniestados de la cuenca del Caribe. Su gran tutor del Norte -Estados Unidos- se había acostumbrado durante años a lo que en los textos colegiales casi se definía como "repúblicas bananeras" -estados periféricos al servicio de la gran metrópoli-. Durante los felices años de Batista, los otrora escolares, transformados en ejecutivos de medianas o grandes compañías multinacionales, llegarían a conocer a Cuba como "el prostíbulo del Caribe". Derrocado el tirano, el rigor de Castro obligaría a los excursionistas y festivos yanquis a buscar los placeres caribeños en otras latitudes, no muy distantes, sin embargo, de la piña colada o el ron enloquecedor: Jamaica, Bermudas, Islas Vírgenes, Santa Lucia, Trinidad, Bahamas...Los ecos de Fidel ("llegó el co mandante y mandó a parar") fueron extendiéndose por el Caribe poniendo nerviosas a las oligarquías locales y a sus protectores del gran vecino norteño. Y la reacción de los gobernantes norteame ricanos consistió en aislar a Cuba para "matar el virus" en lugar de hacer un alto en el camino, reflexionar y enderezar el rumbo.
Es exactamente el mismo error histórico que están a punto de cometer ahora con Nicaragua, El Salvador, Granada y otros disidentes del establecimiento del gran patrón, mediante lo que ha venido en llamarse "plan Marshall" para Centroamérica y el Caribe, patrocinado por la Administración Reagan. Si las premisas y el espíritu del mismo intentan imponerse como la solución para los problemas del área, desoyendo, como parece, otras voces que sintonizan mucho más con la realidad de esos pueblos, Estados Unidos habrá vuelto a perder el tren de la historia al sur de río Grande.
La política de la zona
La sociedad norteamericana tiene el inmenso valor de la autocrítica permanente. Gracias a ello, es posible que logre evitar el empantanarse militarmente en Centroamérica como lo hizo en Vietnam. A la visión haigemónica de la política internacional, que Reagan y los grupos que le apoyan pretenden aplicar sirviéndose de su secretario de Estado, Alexander Haig, el pueblo norteamericano acaba de responder contundentemente: a finales de febrero de 1982 (encuesta Gallup, difundida por Newsweek, 1-3-82) el 49% de los ciudadanos desaprueba la política de Reagan en El Salvador. Sólo un 33% la aprueba expresamente. El 54% opina que EE UU debe quedar completamente al margen del tema, y un 44% estima que la situación podría devenir en un nuevo Vietnam -lo que obviamente no desean- frente a sólo un 18% que no cree que ello sea muy probable.
En su actitud hacia Centroamérica, Reagan y Haig son en buena medida prisioneros de una constante de la política exterior de EE UU: lo que el propio Kissinger, en ejercicio de la autocrítica a que antes nos hemos referido, denomina "globalismo indiferenciado" de la política exterior norteamericana, esto es, la tendencia a considerar toda agitación interna en un país concreto como consecuencia de una penetración externa (normalmente de la URSS). Ello coriduce, evidentemente, a ignorar o subestimar los factores sociales, económicos y políticos internos.
De una u otra forma, todas las Administraciones de EE UU se han comportado de acuerdo a esa pauta. Sólo parcialmente han podido eludirla Kermedy y Carter. Y Reagan está tensando la cuerda en base a un par de principios fundamentales de la haigemonía: "El intervencionismo ilegal soviético está aumentando a un ritmo que pone cada día más en peligro la paz mundial" (Haig ante el Comité de Realaciones Exteriores de la Cámara de Representantes, marzo, 1981), y la peligrosa concepción de que, todo ataque a la red global USA de alianzas en el mundo implica una victoria para el enemigo.
Esta es la filosofía político-haigemónica que ha producido el plan Reagan para el Caribe y Centroamérica. Se trata de un programa que, en lugar de elaborar una política reformista para la zona (lo que estaría más en consonancia con los dignos valores internos de la sociedad norteamericana y ayudaría, además, a contener la intervención soviética en el hemisferio), se basa en una política represiva, en congruencia con la visión dogmática y distorsionada del Tercer Mundo en general y de Latinoamérica en particular.
Saber ceder
En lo económico, este plan, que afirma combatir los "colonialismos totalitarios" (¿hay acaso colonialismos democráticos?), vertebra como motor fundamental del mismo a la empresa privada norteamericana (¿puede hablarse de un colonialismo de las multinacionales?), cuya misión consistiría -de la mano de Milton Friedman- en eliminar el hambre y el subdesarrollo de Centroamérica.
La ayuda económica, así concebida y dirigida, según el plan, por EEUU, Canadá, México y Venezuela, discriminará entre los beneficiarios, al ser negada explícitamente a los países no gratos por razones políticas a la Administración Reagan. ¿Van a prestarse a ello México y Canadá?
En resumidas cuentas, EE UU está atrapado en su relación con Centroamérica y el Caribe. Al parecer, la enorme red de intereses económicos, que les unen con las oligarquías locales, y que les separan abismalmente de los pueblos, les impide prestar oídos a los esfuerzos de la Internacional Socialista para cooperar a la construcción de una América más justa. O a los de México, que con su programa recién anunciado pretende limar asperezas entre el gran patrón del Norte y los disidentes, especialmente Cuba y Nicaragua, intentando convencer a los norteamericanos de que sepan renunciar a tiempo a parte de sus privilegios si desean ganar el futuro.
Unos y otros, procuran llevar al ánimo de las autoridades norte americanas que quien es más fuerte debe ser más generoso y saber ceder, al menos en parte, de sus pretensiones para evitar así el encontrarse dentro de no muchos años con quinientos millones de personas cuyo principal eslogan sea el yanqui go home. Hasta ahora, sin embargo, los planificadores del Departamento de Estado no parecen ni siquiera conocer la para ellos muy ajena ideología del conde de Lampedusa, quien, consideraba necesario que todo cambiara para que todo siguiera igual.
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