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Los niños que cambiaron la bicicleta por una silla de ruedas

Treinta niños permanecen hoy internados en el hospital del Niño Jesús, el centro especializado en medicina infantil en el que se han tratado cuatrocientos casos de envenenamiento por consumo de aceite tóxico. Ellos son el corolario trágico de una enfermedad, el síndrome tóxico, que diez meses después de producirse la primera víctima mortal, un niño en Torrejón de Ardoz, sigue siendo un misterio para los médicos y algo dolorosamente monótono para la opinión pública. Los niños del síndrome padecen cada día la impotencia de una sociedasd que se considera desarrollada, incapaz de poner remedio a algo que ella misma ha creado. La mayoría de estos niños han cambiado necesariamente sus bicicletas por la silla de ruedas.

Beatriz Delgado., once años, hija de un profesor de EGB, iba práctica mente todos los fines de semana a un pequeño chalé, junto con sus padres y dos hermanos, que la familia tiene en un pueblo de la provincia de Toledo. El pasado mes de mayo la madre de Beatriz, intentando ahorrar un. poco de la costosa cesta de la compra, adquirió una garrafa de cinco litros de aceite, puro de oliva, a un vendedor ambulante. Por aquellas fechas ya había muerto la primera víctima oficial de la llamada neumonía atípica. Sin embargo, María Luisa Ruano no podía. sospechar que el agente de esa enfermedad fuera el aceite del que ella había comprado una garrafa.A finales de mayo, la madre de Beatriz comenzó a sentir molestias físicas: cansancio, dolores en el pecho, picores. En junio, el Gobierno anunció oficialmente que el responsable del síndrome tóxico era el aceite de colza desnaturalizado. La familia Delgado había consumido la mitad de la garrafa que había adquirido al vendedor ambulante. La madre de Beatriz decidió tirar los dos litros y medio que quedaban. Su estado de salud no era muy bueno, pero no aumentaban las molestias que había sentido al principio. En vista de ello, los padres decidieron que la familia en pleno se trasladara al chalé de Toledo a pasar las vacaciones. El mismo día de la partida, Beatriz recibió uno de los regalos que más había esperado: una bicicleta.

De hospital en hospital

A los tres días de comenzar sus vacaciones, Beatriz, como los días anteriores, salió con su bicicleta a dar un largo paseo. Pocos minutos después, María Luisa Ruano vio volver a su hija a pie, llevando la bicicleta por el manillar y con un caminar cansado, lento. Tenía la cara hinchada y manchas por todo el cuerpo. Los padres de Beatriz supieron inmediatamente lo que podía ser aquello. El síndrome había producido ya varias víctimas y los niños también resultaban afectados. El médico del pueblo, que supo en seguida cuál era la dolencia de Beatriz, ordenó que fuera trasladada al hospital de Talavera de la Reina, desde donde, después de unos días, fue remitida al Hospital del Rey, para infecciosos, en Madrid. Diecisiete días después, tras un tratamiento a base de antibióticos, Beatriz fue dada de alta y regresó a su casa con sus padres.

Veinte días después de manifestarse los primeros síntomas de la enfermedad, Beatriz era una niña diferente. Sabía perfectamente que estaba intoxicada, envenenada por algo que podía causar su muerte, como la de otros niños, y sentía que su cuerpo obedecía cada día un poco menos a las ganas de jugar, correr, reír y comer que antes sentía constantemente. Su estado de salud empeoraba paulatinamente, y unos días después de volver a casa fue nuevamente internada, aunque, en esta ocasión, fue llevada al Hospital del Niño Jesús. La breve, pero intensa, experiencia hospitalaria que llevaba le indujo a no hacer preguntas, a acatar disciplinadamente las órdenes de los médicos y aceptar las píldoras, inyecciones y ejercicios de recuperación que diariamente le ordenaban.

Beatriz, junto a su nueva amiga María Angeles Expósito, sigue resignadamente el programa establecido por los médicos. A las ocho de la mañana la despierta una enfermera para someterla a los primeros ejercicios de rehabilitación: piscina y masaje. Después asiste a clase para intentar recuperar algo del curso perdido. A la una de la tarde le sirven la comida y reposa hasta las seis de la tarde. De seis a ocho de la tarde vienen nuevos ejercicios de rehabilitación. Los cuidadores hacen que trabajen sus músculos adormecidos. Las articulaciones de las manos, codos y rodillas no responden apenas. Los pulmones deben ser obligados a realizar su actividad normal. Las comidas son quizá lo único que le hace recordar una vida normal, ya que las dietas especiales, pobres en grasa, que les daban al principio no aportan nada positivo a su recuperación. El descanso es inquieto, con frecuentes insomnios y un constante martilleo en la cabeza. No hay explicación a casi ninguno de sus porqués. Los médicos vuelven a decirle que, aunque está envenenada, siguen intentando hacer todo lo humanamente posible porque recupere su sonrisa, su bicicleta, los juegos con sus dos hermanas mayores, Raquel y Ester. Periódicamente, los expertos en psicología infantil tratan de introducir en sus cerebros unas pautas que les faciliten la labor de comprender lo incomprensible.

Algunas noches, hace tiempo, cuando Beatriz y María Angeles introducían su cuerpo dolorido entre las sábanas, oían cómo otros niños, algunos de no más de cinco anos, escuchaban ansiosamente, casi clandestinamente, las noticias que la radio daba sobre la evolución de la enfermedad. Noche tras noche, el resultado era el mismo: más víctimas y ninguna esperanza de encontrar ese algo que podría devolverle a casa completamente curada. Cuatro niños han muerto en el Hospital del Niño Jesús desde el comienzo de la intoxicación. Estos niños lo saben. Han vivido en unos meses algo que jamás nadie podrá comprender en su totalidad. Parte de esa historia está escrita en los cuerpos descarnados (algunos han perdido hasta dieciséis kilos) y en una expresión profundamente envejecida.

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