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Defensor del pueblo: romper los platos

Enterrado, y bien enterrado por cierto, el agridulce, denostado y dichoso desencanto, durante cinco años pasto inagotable de sociólogos de salón y de pasotas de andar por casa, se hace preciso que la democracia española aborde cuanto antes algún tipo de reenganche hacia los terrenos, siempre postergados, de la utopía política. Aquí están haciendo falta imaginación a chorros, generosidad a raudales, vendedores, ya que no mercaderes, de ilusiones. Incluso antes de que la pandilla del señor Tejero acabase con tosca zafiedad con la afortunada palabreja, algunos habíamos jurado, o prometido, solemnemente no volver a utilizarla. Pero, no nos engañemos. Aunque haya signos esperanzadores, especialmente en el campo cultural, de revitalización y madurez, el panorama que alcanza la vista no es especialmente estimulante. Se diría que algunas cosas van encajándose a base de perder aristas, estímulos, disonancias. La enorme riqueza pluralista de nuestro pueblo, su capacidad para una saludable rebeldía ante la injusticia, su rechazo a la homologación por decreto, va poco a poco diluyéndose en ese átono discurrir por la suave pendiente del posibilismo y de la acomodación a las siempre difíciles circunstancias. Apenas tenemos movimientos radicales y los fundamentales grupos marginales, imprescindibles en una dinámica histórica que tienda hacia la liberación integral del hombre, se han refugiado en los pubs y en los pasadizos del metropolitano. La universidad, tantos años conciencia crítica de la burguesía, bastante hace con sobrevivir. No tenemos publicaciones underground, los progres han descubierto que Juanita Reina es el símbolo y la esencia de la cultura popular, y, en general, la discrepancia empieza a ser confundida con la excentricidad o con la mala educación. Si es que alguien no la acusa de desestabilizadora, claro.En política..., bueno, en política estamos, y hacemos probablemente bien, bajo el síndrome de, ante todo, ser buenos chicos y el sentido de la responsabilidad. Síndrome que, con la excepción de los tránsfugas de UCD, a todos domina. Así se explican las insólitas unanimidades en el PSOE, la concertación legislativa y el notable atemperamiento en las críticas periodísticas. Por si fuera poco, hasta Heribert Barrera y Xavier Arzallus han puesto punto en boca, y sólo Alfonso Guerra saca alguna vez su famosa lengua a pasear. Piénsese, por ejemplo, que el hecho de que hubiera en principio dos candidaturas para la dirección del Ateneo de Madrid ha sido objeto de un notable escándalo político, resuelto, no faltaba más, con la lista única. No vamos a caer en la tentación de decir que a este paso vamos a descubrir el Movimiento Nacional, pero sí a afirmar que la responsabilidad de saber el terreno que se pisa y la consolidación de la democracia no tiene necesariamente que pasar por la supresión de facto de todo lo que no encaja en el organigrama de algo que, más que distensión, empieza a ser camuflaje. Y eso, con una campaña electoral en ciernes, no es ni necesario ni conveniente. Después de todo, el inevitable rubicón de los juicios del 23-F requiere serenidad y firmeza, no una canción de cuna que adormezca al personal.

Es en ese contexto donde la candidatura propuesta por los socialistas de Joaquón Ruiz-Giménez como defensor del pueblo cobra, curiosamente, una nueva dimensión. El tiempo, absurdamente gastado en materializar el mandato constitucional, ha jugado en su favor. No es este el momento de recordar la biografía de quien, para muchos españles, será siempre don Joaquín. Al contrario de otros, para quienes la labor de maquillaje sobre su pasado ha constituido constante preocupación,, Ruiz-Giménez jamás ha renegado de él. Algunos de sus colaboradores, durante largos años (y perdón por esta única referencia personal) podríamos contar decenas de anécdotas referidas a esta cuestión. Jamás conseguimos, por ejemplo, que, ni siquiera en privado, hablara mal, otra cosa era su juicio político, del general Franco. Pero el itinerario ético que va desde ser ministro con la dictadura a los 33 años, consejero del Movimiento y procurador en Cortes por designación directa del anterior jefe del Estado, a ser uno de los hombres con más profundo talante democrático y dignidad moral de la España contémporánea, sólo puede ser comprendido, y apreciado, desde una perspectiva carente de prejuicios y de animosidad. Y que tenga en cuenta el proceso histórico vivido por este país, desde una conciencia colectiva, en los últimos cincuenta años. Tampoco es este el momento de hablar de los servicios prestados a la democracia por Ruiz-Giménez en el largo período de la transición. Los regímenes políticos que se basan en las urnas no tienen por qué ser agradecidos ni condecorar a sus viejas guardias. Ni siquiera hay que hablar de la impresionante pléyade de políticos, hoy electos (desde Alianza Popular, los menos, a UCD y al PSOE, los más, y al PCE) que él ayudó a salir a la palestra pública. Su lista de colaboradores, alumnos, defendidos y amigos (que, por supuesto, no se limitan al campo político) sería interminable y decididamente reveladora de su modo de ser. Como su participación en empresas que constituyeron hitos básicos de la España predemocrática...

Pero no, no se trata ahora de hacer hagiografía. Sus méritos, y sus errores, requieren otro lugar y, probablemente, otro momento. Entre otras cosas, porque el título de defensor del pueblo no puede ser dado a nadie como una recompensa o como una compensación del "error popular al no votarle injustamente". Es que, tal y como está el patio, la figura del defensor del pueblo es una pieza fundamental para dar un tirón hacia adelante en la profundización de ese sistema que también puede fenecer en la calma chicha de lo acomodaticio. Ciertamente, Joaquín Ruiz-Giménez es incómodo, atípico, valedor de causas perdidas, irreductible y con una carga ética moral en su maleta de jurista, y de hombre de bien, poco tranquilizadora para algunos. Pero, cuidado, nadie que conozca un poco su manera de ser puede decir que sea un irresponsable (corno se dice en algunos círculos que deberían tener, como mínimo, mejor memoria) o un lunático de la política. 0 un despistado caballero andante que confunde los gigantes con los molinos de viento. Si Ruiz-Giménez llega a ser defensor del pueblo, será un enorme animador del cotarro y un infatigable denunciador de cualquier injusticia. Sus poderes, según la ley, no van a ser muchos. Ni falta que hace. No sólo desde el poder se empuja a la historia. Especialmente en un país como éste y en un momento como el actual, que si necesita algo es precisamente de gentes capaces de vehicular ilusiones y levantar expectativas de utopías. Y ya, de paso, que disuenen del retrato robot, al uso electoral que nos trae por la derecha imágenes de desodorizados ejecutivos liberales, y por la izquierda, educados jóvenes tecnócratas. Alguien, en la democracia, tiene que romper alguna vez los platos de una vajilla demasiado simétricamente colocada. Y eso tiene que hacerlo el defensor del pueblo. Aunque desmesurado, bello nombre para un excelente candidato: Joaquín Ruiz- Giménez, hombre de diálogo, de palabra y de fe. Esperemos que, por una vez y sirviendo de precedente, los políticos elegidos por el pueblo sepan, a su vez, elegir sin tener en cuenta sus propias conveniencias partidarias. Estabilizar la democracia es también dejar sitio, aquí y ahora, a la asimetría, a la imaginación y al machadiano sentido de la bondad.

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