La ideología militar
Cuando algunos soldados, en una sociedad aquejada por graves problemas, suscitan plataformas que no corresponden a la sensibilidad común -expresada intelectualmente en la Constitución- surge el interrogante sobre quiénes los acaudillan y las intenciones que se proponen, y atendiendo a conceptos y actitudes se habla de ideología militar.Sin embargo, no parece un término suficientemente explicativo en un sistema de libertades, en el cual la disciplina a la suprema ley incita a la saludable discrepancia. Solamente adquiere un sentido en ámbitos autoritarios, en que las Fuerzas Armadas se confunden con el Gobierno de la nación, convertido en mero vehículo de sus opciones -como sucede en Latinoamérica-, o cuando la regimentación de la sociedad se realiza desde una inspiración totalitaria que las instituciones armadas hacen suya, como acaece en los regímenes comunistas, y en donde en circunstancias dramáticas -las que atraviesa Polonia- suplen con igual propósito la debilidad del partido.
En otras circunstancias, hablar de ideología militar obliga a circunscribirla a comportamientos corporativos semejantes a los de cualquier otro grupo social, sin que se deba identificarla a posícionamíentos colectivos sobre el desarrollo social, pues de lo contrario las FA se pronunciarían como un partido más, con el quebrantamiento que de ello se derivaría. Estos comportamientos colectivos requieren de pautas comúnmente asumidas, a fin de que actúen con la ejemplaridad debida. Tal es el papel atribuido a las Reales Ordenanzas, de las cuales se cumple en estos días el tercer aniversario de su promulgación, y que constituyen la regla moral de la institución militar y el marco que define las obligaciones y derechos de sus miembros. La referencia última es siempre la Constitución, la cual, además de definir las funciones de los Ejércitos, determina las condiciones de su intervención, a fin de repeler agresiones externas o disuadir, en última instancia, a quienes intentan impugnar por la fuerza nuestras autoelegidas formas de vida y, consecuentemente, la supremacía del Gobierno y del Parlamento en la decisión sobre su intervención. Así, en las ordenanzas se impone el deber de desobedecer las órdenes cuando su ejecución sea un delito contra la Constitución. Por ello parece desafortunada la distinción entre militares constitucionalistas y los que no lo son, al sobrar el adjetivo, ya que el soldado, por el hecho de su identidad, está encuadrado en un orden y mandado por el poder, a cuya defensa está avocado, dejando de serio en cuanto lo antagoniza. En esta dirección, el general Cano Hevia, en su última lección de curso en la imposición de fáj as a la 77ª promoción de Estado Mayor del Ejército de Tierra, mantenía que "no hay otra actitud posible, en cuanto militares que se distinguen de otros hombres, también armados, que inútilmente tratan de llamarse soldados, no en el hecho de vestir uniformes, que el hábito no hace al monje, ni el esbirro dejó nunca de serio en la historia porque se uniformara, ni tampoco en el hecho de haber estudiado en determinado centro, sino en dos virtudes fundamentales: la caballerosidad y el amor a la patria, manifestado en la subordinación a la autoridad legítima".
Palabras de ilustres militares
No se trata ssolamente de que los parlamentarios, exigiéndonos a nosotros mismos, suscitemos en los miembros de las demás instituciones la defensa del texto fundamental que globalmente las normativiza, sino que, coherentemente, brote en todos los servidores del Estado el mismo talante que se implementa, pluralmente, en las específicas furicionalidades de cada cual. Por eso complace reiterar palabras de ilustres militares que asumen la naturalidad de la vida social, en contraste con actitudes que la quisieran distorsionar, retrotrayéndonos a una sociedad estamental compartimentada por prejuicios de casta. Es bueno, para evitarlos, que el general Montero Romero, en Ejército -revista de las armas y servicios del Cuartel General del Ejército Tierra-, en octubre de 1980, sostenga que "como constante axiomática de conducta ha constituido un principio permanente de actuación la subordínación del Ejército al poder civil. Esta subordinación constituye un postulado evidente, ya que de otra forma devendría imposible el Gobierno de la nación y la existencia misma del Estado".
En contraposición con estas perspectivas nacen en grupos de las FA corrientes que pudieran conducir a un cierto pretorianismo, el cual, en su desarrollo, pudiese suplantar ilegítimamente el sistema civilizadamente constituido. Si las afirmaciones contenidas en el que se llamó documento de los cien son graves, hay una que, al escapar a la ceñida coyuntura, me parece más peligrosa, a pesar de su formulación gris: la que reclama del poder político el respeto a la necesaria autonomía de los Ejércitos en cuanto a organización y funcionamiento interno. El pasado agosto debatí en estas páginas de EL PAIS sobre el mismo tema con un importante militar, el cual vinculaba, además, la autonomía a la creación de una plataforma de opinión y a la existencia de órganos representativos que debieran encarnar e interpretar la que calificaba de recta identidad institucional. ¿Hasta dónde pudieran conducirnos, en el supuesto de prosperar, estas proclividades intelectuales? A la vista de las vicisitudes del año recién terminado, no debe sorprender que las contemplemos con recelo en cuanto pueden apuntar a la pretensión de un poder militar independiente que llege a debatir, de igual a igual, importantes problemas con la representación de todo el pueblo, e incluso, por la naturaleza de las cosas, de tornar prevalecientes sus opiniones. Así se pudiera arribar a torcidas interpretaciones sobre el modus y el tempus de la protección por las FA del ordenamiento constitucional en el caso de un ficticio vacío de poder, que algunos tratarían de inventar, cual sucedió el 23 de febrero.
Junto a esta reflexión se estimula una sensibilidad, la cual convierte al honor en primado enraizado en la tradición profesional, dotándolo de tales connotaciones que casi lo transforman en tema sagrado para uso exclusivo de los soldados. Se olvida con ello que, aunque el honor y el valor forman parte del espíritu militar, conjuntamente con la disciplina, al ser aquéllos cualidades comunes a cualquier ciudadano, es la disciplina esencialmente la que define, estrictu sensu, el espíritu militar, y que se le corrompe al lanzarse a cualquier aventura insubordinada contra los grandes imperativos nacionales expresados a través del sistema que la ciudadanía, libremente, se ha dado. Sin disciplina, ¿no se degradaría la tropa en tropel? Si un empleo inferior no obedeciera al superior, ¿quién garantizaría la obediencia de sus subordinados? Sin la racional jerarquización que se asume al profesionalizar la vocación millitar, ¿podrían existir las fuerzas armadas?
Se vuelve al punto de partida. La ideología militar no constituye concepto independiente en una moderna sociedad democrática occidental. Si sus valores fueran autónomos, y como tales se iinpusieran, se estaría abriendo el camino hacia la involución cultural y a la lamentable regresión de la urbe a la tribu.
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