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"A Espanha é vizinha"

Eso dicen los portugueses; pero no suele parecerlo, ni por su parte ni por la nuestra. El alejamiento entre Portugal y España es tan notorio que "sobrepasa el ámbito de las certezas para englobar el del renombre". Supongo que escribir sobre ello, una vez más, no servirá para nada. Lo cual, por otra parte, no hace sino añadir nuevas certezas a otro viejo renombre: a saber, que nunca sirvió para nada escribir sobre nada. Esta optimista expresión de confianza en el propio oficio no debe asustar a nadie. Eso está muy bien. Porque sería mala cosa que el escribir rebasara los particulares ámbitos del divertimiento estético para derramarse por los utilitarios campos de la política. Tendríamos entonces una escritura contaminada. Es bueno que el escribir no sirva para nada ajeno al cultivo redundante de la egolatría, al propio acto de escribir o de leer, que viene a ser lo mismo. Es conveniente que sea no más que inquietud "sein propósito, sem nexo, sem consequéncia", como diría -acaso referido a otra cosa y acaso no, que eso tampoco importa aquí demasiado- Alvaro de Campos, uno de los varios y admirables heterónimos de Fernando Pessoa.Bien. Estábamos con Portugal y España.

Portugal, como ustedes saben, es esa franja, atlántica que está a la izquierda del mapa, según miramos, hacia el Reino Unido. Y esto del aislamiento intrapeninsular es algo que corroboramos tanto en la historia como en la estadística, disciplinas no tan dispares como pudiera parecer por cuanto una nos trae la incertidumbre del pasado y otra nos llena de imprecisión el presente.

He aquí los datos. La frontera luso-española tiene 1.231 kilómetros y la frontera hispano-francesa nada más que 712. Salvo disminución o aumento en los últimos años de los datos que manejo, tenemos trece pasos fronterizos con Portugal y dieciocho con Francia. Claro está el agravio comparativo. Añadamos al agravio comparati vo estadístico (trece pasos y 1.231 kilómetros frente a diecio cho y 712) el agravamiento y re cochineo geográfico: pues resulta que los muy difíciles Pirineos nos separan de Francia y, por el contrario, tan sólo apacibles ríos, plácidas llanuras y no muy agrestes montañas o suaves colinas nos unen a Portugal... Si la historia tuviera conciencia de sí misma y fuera más un arte de la memoria que un ejereicio del ol vido, algún día los habitantes de la Lusitania Interior tendrían que pedir cuentas a quien corres ponda. (La Lusitania Interior es esa franja de pobreza ibérica que sobrevive como pued.e a ambos lados de la raya fronteriza). Pero tranquilo esté quien corresponda (o sea, todos, pues todos somos responsables: o sea, nadie). Porque la historia no tiene conciencia de sí misma y más que un arte de la memoria es un ejercicio del olvido y tal.

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Hubo un tiempo en que buena parte de esa Lusitania Interior sobrevivía con la noble ejercitación del contrabando. De Portugal venían cerdos retintos, el oscuro y coruscante café colonial, azúcar más o menos moreno y tabaco más o menos rubio; para allá iban collares de perlas falsas, pañuelos de mentirosa seda y auténticas navajas de Albacete... También pasaron pa ra acá en la posguerra cuadrillas de segadores destajistas. Y un poco antes, hacia allí, de ida y vuelta, algún fugitivo político. Por uno de los pasos tradicionales cruzó lleno de esperanza salvadora Miguel Hernández, y por él volvió luego lleno de frío y desilusión camino de la cárcel y la muerte. Y en tiempos ya lejanos, por alguno pasaba y repasaba cargado con el alijo, un mulo tan especializado y sabedor de los caminos que no precisaba de mulero que le guiase: era como una paloma mensajera del contrabando, torda, terca, estéril, áptera y cuadrúpeda.

Antes del 25 de abril, cuando todavía la progresia española ignoraba la existencia de Portugal, un mi amigo aquejado de stress me pidió lugar para serenar sus nervios. Le transmití una vieja receta escuchada en la niñez: "primavera alemtejana y verano algarvio". Cuando por el otoño regresó, y esperaba encontrármelo- lleno de ataraxia lusitana, lo vi poseído de santa ira hirsuta y justiciera contra el país de su reposo. Gritaba: "¡Qué vergüenza. En los hoteles había letreros en inglés, letreros en francés y hasta letreros en alemán, pero jamás en castellano!" "¿Y cuántos, mi querido amigo", le respondí, "has visto tú en España escritos en portugués?".

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