Por tierras de Cataluña / y 2
Pocas leguas separan en línea recta los pueblos de Báscara y de La Bajol, ambos de la provincia de Gerona. Para llegar a este último hay que tomar la ruta de La Junquera y desviarse a la izquierda, poco antes de llegar a esta ciudad fronteriza, para meterse por Agullana hacia la fragosidad del Pirineo. Desde Agullana a La Bajol la cuesta se hace cada vez más empinada y su trazado está lleno de revueltas. Las laderas pirenaicas se pueblan de un espeso macizo forestal de encinas y castaños. Los alcornoques son el "árbol invitado" a la comunidad primitiva de la selva, en el siglo XVIII, para explotar el corcho. Los robles que había se cortaron para servir de arboladuras a los navíos de la Real Armada. El pueblo de La Bajol se arracima en lo alto de un cerro en torno a la parroquia, en cuyas bovedillas laterales se observan pinturas con extraños símbolos esotéricos. Todavía sigue la carretera unos cuantos kilómetros más arriba, hacia las crestas del Pirineo. Se abre de pronto el paisaje en un pequeño valle de praderas en declive. Una esbelta mansión pairal de comienzos del ochocientos se alza al fondo del barranco con sus edificios anejos. Es el Can Barri, y pasará a la historia porque allí terminó de hecho la Segunda República española, al ausentarse del país, cruzando a pie la frontera cercana, su presidente, Manuel Azaña.Eran las jornadas finales de la ofensiva sobre Cataluña, y los componentes del Gobierno republicano se replegaban hacia Francia. Barcelona había sido ocupada pocas semanas antes y la presión de los ejércitos adversarios se hacía cada día más agobiante. Azaña pernoctó el día 3 de febrero en Can Bech, una masía grande situada entre Agullana y La Bajol, junto a la carretera. Ante la situación militar desesperada, decidió pasar a Francia por un sendero poco transitado, poniendo término con ese gesto a la inútil lucha. Llegó a las once de la mañana del 4 de febrero a Can Barri, en una caravana de varios automóviles. Iban con él, además de su esposa, su ayudante Parra, su secretario Santos Martínez y asimismo Diego Martínez Barrio y José Giral, con familiares de ambos y escolta de cuatro policías. Un batallón del Ejército republicano formó en la era que se extiende ante la fachada lateral de la casa. Era un día radiante y soleado de febrero, pero hacía mucho frío en el contorno y el suelo de los caminos estaba helado. Manuel Azaña, consciente de que representaba el último acto de un drama histórico de su pueblo, se subió a una piedra grande que había en el borde de la era y desde esa plataforma dirigió una breve alocución a los combatientés: "Hemos perdido la guerra. Pero en el exilio al que vamos la volveremos a ganar". Tal fue el contenido sustancial de sus palabras de adiós. Me refiere estos detalles un testigo presencial del episodio, que entences era un niño residente en la masía y que hoy es próspero constructor. La tropa rindió honores. Un oficial dio un "¡Viva la República!". Inmediatamente después, el presidente, con sus acompañantes, inició la caminata desde Can Barri al cordal de la montaña en donde se halla el hilo fronterizo, por una senda pedregosa. Es uno de tantos pasos como hay en la inmensa cordillera.
Desde lo alto de la cresta, el sendero atraviesa el Coll des Illes y desciende hacia el puesto de la gendarmería francesa, que dista unos cinco kilómetros de la masía. Azaña no era un gran andarín, y el recorrido fue lento y fatigoso por la congelación del suelo, durando varias horas. Poco después subieron por la misma ruta los presidentes de la Generalidad catalana y del Gobierno vasco, Luis Companys y José Antonio Aguirre. Fue una especie de desfile simbólico y patético a la vez, que formalmente representaba el fin de la tremenda contienda fratricida.
La montaña pirenaica ha sido, durante siglos, refugio y camino, vereda de escape y nido de conspiradores y contrabandistas. Allí empezaron guerras y terminaron contiendas. Se hicieron proclamas y se lanzaron despedidas. Llegaron refugiados realistas franceses huyendo de la gran revolución. Se levantaron partidas contra Napoleón. Huyeron los liberales perseguidos por el despotismo fernandino, y volvieron los apostólicos empujados en su retorno por los 100.000 hijos de Chateaubriand. Carlistas exiliados se cruzaban con progresistas y moderados, victoriosos. Había republicanos que salían y alfonsinos que entraban. Y en nuestro siglo transitaron por esas sendas los hombres de Maciá en sus tiempos de conspirador y los republicanos fugitivos de la dictadura, y unos y otros en nuestra última guerra civil. Y poco después, los resistentes y aviadores franceses y aliados escapados del terror de los ocupantes nazis. Doscientos años de pasos clandestinos por las cumbres. "Une habitude, quoi", como decía con sorna un gendarme de los contornos.
La tierra catalana es quizá el suelo más empapado de sedimento histórico de la Península. Acaso esa es la causa de que el hombre y la mujer catalanes tengan a flor de piel la conciencia de su identidad. Podéis hablar de cualquier episodio remoto o próximo al ciudadano de esta tierra y os sorprenderá la hondura de la reacción y la sensibilidad de su juicio como alguien que asume normalmente el ayer de su pueblo, sin salvedades ni olvidos. Solamente vinculando la tradición con el progreso puede lograrse una sociedad moderna y estable. La tradición no es un determinado conjunto de ideas políticas, sino una vivencia del pasado que debemos aceptar en su totalidad. No hay tradición a beneficio de inventario. El patriotismo verdadero es también la solidaridad global de los que somos con los que fuerort.
¡Cuánto se aprende al transitar por los caminos del país catalán! De Cataluña se ha dicho que tenía los cuatro elementos que son las raíces que la hacen grande: geografía, cultura, lengua e historia. Las naciones que son capaces de integrar en su seno a países como éste son las que demuestran su fortaleza ante el porvenir. Un catalán ilustre llamaba la "España mayor" a la patria a la que todos pertenecemos.
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