Los dibujantes
Peridis saca un libro y Máximo saca otro. Este periódico está tan insolentemente equilibrado que tiene en sí, a diario, dos grandes dibujantes humoristas: uno para decirlo todo; otro para callarlo todo. Que es la otra manera de decirlo.Peridis o la locuacidad. No sólo porque sus personajes hablen mucho, sino porque sus monigotes también hablan como imagen, ya que son los políticos mismos, en movimiento, y arrastran tras de sí, como un manto que les pisa la prisa del periódico, todo lo que están diciendo siempre sin parar. Peridis ha inventado el comic político cuando en Europa y Estados Unidos andan aún en la vieja caricatura donde los conservadores, por ejemplo, son una tía gorda que lleva escrito «Partido Conservador» en la barriga, como si los lectores fuesen tontos. Peridis ha hecho su Charlie Brown y su Snoopy con los políticos españoles. Lo que Fernández Ordóñez, tenaz y bueno, tiene de Charlie Brown es lo que Carrillo, irónico y reticente, tiene de Snoopy. Si se ha dicho que un chiste vale por un editorial, una tira de Peridis vale por un análisis en equipo de la situación. Lo peor que le puede ocurrir a una información es que le pongan encima la tira de Peridis. La gente se queda en Peridis y se entera lo mismo, pero sonriendo. Tengo escrito que decir las cosas con ironía es decirlas dos veces. No otra es la misteriosa gestión de humor. El zascandileo brujeante/brujuleante de los políticos, en Peridis, es el tebeo de la política nacional, una crónica parlamentaria en que los parlamentos son cortos (bocadillos), pero el cuchicheo del dibujo es largo, entre viñeta y viñeta, pues que Peridis les ha cogido a los ministros y no ministros «la expresión corporal».
Máximo, por su parte, siempre en una línea de airtorrequisitoria mayor, decidió, al iniciar su trabajo en este periódico, no hacer chistes, sino dibujos mudos (le molesta, y con razón, que se le elogie el chiste del día). Esto, tanto como soberbia intelectual, que lo es (el intelectual tiene que ser soberbio o tonto), supone un alto requerimiento que se hace a sí mismo, porque no es tanto, en sus dibujos, que los personajes no hablen, como que hablan los edificios. Máximo hizo también su invento al nacer este periódico, como todos (y la suma de inventos es el invento). La locuacidad de Máximo no está en los personajes (cuando hay), sino en los edificios, y no tanto en lo que dicen -rótulos, flechas, siglas, pictogramas, enunciados- como en la mera arquitectura, siempre de presencia funcional y colosal, pero que, leída atentamente, resulta impracticable, ominosa, onerosa, contradictoria, irracional, como en efecto lo es la formidable y espantosa máquina de la civilización robotizada. Los edificios de Máximo, por fuera (creación inédita y genial de un humor arquitectónico), increpan al peatonal, o a esas multitudes de puntitos que ya nos dibujaba en la escuela, cuando condiscípulos. Son edificios ordenancistas, insolentes, insultantes, son arquitectura vociferante, la verbosidad muda del hormigón armado. Son represión. Esos edificios, por dentro (cuando nos los muestra), resultan una oficina de Melville, contradictorios de escaleras, torturadores del visitante, enlaberintados de observaciones, indicaciones y directrices. Decía el psicoestructuralismo que el sentido, a la flecha, se lo da el futuro, el camino que indica, pero las flechas indicativas de Máximo son trágicas porque no tienen futuro: suelen indicar la pared.
La verbosidad de los políticos de Peridis es sólo silencio, pues que muchos políticos ya no nos suenan a nada. Los silenciosos dibujos de Máximo son la aterradora locuacidad del nuevo urbanismo total. Locuacidad de lo mudo y silencio de la incesante retórica. Entre esos dos espantos nos vivimos.
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