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¿Por que se llora a John Lennon?

En este mismo periódico, hace por ahora un año, contó don José María de Areilza que un diputado conservador inglés le preguntaba y se preguntaba a sí mismo cómo había sido posible que el asesinato de John Lennon hubiera tenido en Estados Unidos más repercusión que el de Kennedy. "Nadie ha tenido la capacidad de obtener diez minutos de silencio meditabundo de, un inmenso y espontáneo gentío convocado en el parque neoyorquino a petición de la misteriosa compañera del fallecido", decía, por lo visto, el inglés. Y añadía: "Algo se está cuarteando en el edificio de nuestra sociedad". Y yo no sé lo que dirá ahora el parlamentario británico, cuando, a un año de aquella muerte, la memoria de Lennon sigue congregando a los jóvenes y a los menos jóvenes. No sé si las palabras de don José María de Areilza le tranquilizarían entonces, o si todavía sigue pensando que continúa cuarteándose el edificio de nuestra sociedad, o si no ha comprendido aún que en modo alguno cabe comparar el magnicidio de que fue objeto John F. Kennedy y la muerte, igualmente estúpida y violenta, que se llevó a Lennon. Porque son, en verdad, muertes absolutamente hetereogéneas para el hombre de hoy.¿Quién puede haber, en efecto, en el siglo XX que pueda sentir como realidades homogéneas al político por quien vota y al poeta, al músico o al escritor que le han revelado la otra cara del tapiz de la vida y que le ayudan a soportar ésta o a vivirla con entusiasmo? ¿Quién hay que pueda pensar que lo que con Unamuno podríamos llamar la intrahistoria -lo único vital y fascinante- la hacen los políticos, por egregios que sean, para que lloremos por ellos?

El mismo día en que caía asesinado el presidente Kennedy, moría también Aldous Huxley y muy pocos periódicos recogieron la noticia, o bien la condenaron a espacios y páginas muy secundarios, según las categorías más obvias: las de la externidad y la mentira social, diría Pascal; las mismas que hacen pasar al duque, cuya carroza lleva seis caballos, por delante del poeta que va a pie. ¿Y por qué regatearíamos su preeminencia al señor duque?, pregunta también Pascal. Es una locura: que pase por delante y sea recibido a golpe de alabarda. Pero, si se trata del otro plano de la verdad yde la autenticidad..., ¡ah!: ahí las carrozas y las primeras páginas de los periódicos no sirven para. nada, y el HuxIey cuya muerte: fue innominada junto a la de Kennedy incendiaría en seguida al mundo. Toda una generación guardó en su corazón sus palabras, y éstas soplaron como huracán cuando se convirtieron en la contestación juvenil de los años sesenta y en todos los otros movirnentos de contracultura: hippies, beatniks, new-left, Beatles, movimientos pacifistas, teología de Ringo y de Joan Baez, mayo de 1968, rebelión contra el universo de los padres y de un mundo configurado por los políticos y cuyo único sentido o dimensión sería los de convertirse en productor-consumidor y luego en carne de muerte.

"¿Para qué servimos en la sociedad actual?", les había preguntado HuxIey a los jóvenes en una memorable sesión de la Universidad de San Francisco, en junio de 1960.. "¿Para qué servimos? ¿Para carne de cañón? ¿Para consolidar el poder de los que gobiernan? No, no. Creo -y esto es un verdadero acto de fe- que el hombre está sobre la Tierra para realizar sus propias Posibilidades, las alegrías que le reserva su ser en el seno de una so

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ciedad que -hay que reconocerlo- no tiene nada de divertida". Y los jóvenes se alzaron contra esa sociedad, contra todos los esquemas e ideologías que se traducen en fetichismo del dinero o del Estado -según a qué lado se esté de los grandes imperios de Occidente y Oriente- y a favor de la vida. "Vida contra muerte", tal era la voluntad moral que los unía y la nueva teología que vibraba en las baladas de Pete Seegers o de Joan Baez, pero, sobre todo, en el estrépito de John Lennon y los otros tres escarabajos mensajeros de Dionisos, la encarnación de la alegría y de la esperanza.

El 1 de enero de 1965 había muerto en Londres Thomas Stern Eliot, el gran poeta del siglo, para quien, sin embargo, el mundo había quedado ya hecho añicos para siempre; y ese mismo día, el presidente Lyndon B. Johnson pronuncia su discurso sobre el Estado de la Unión, invitando a sus conciudadanos a asumir el siglo XX, a aceptar la posibilidad de grandes y radicales revoluciones en el mundo. Pero las jóvenes generaciones ya no pueden sentirse tocadas por el sentimiento apocalíptico y existencial de Eliot, ni pueden creer, sobre todo, que los políticos puedan otorgarnos otra cosa que muerte. Y ellos buscan la vida. Esta es la verdadera batalla que les interesa y que Norman Brown cree que, en el fondo, es la batalla que se ha librado siempre: "Life againts death" ("Vida contra muerte").

Y podrá argumentarse seguramente: ¿y qué consiguieron aquellos jóvenes con toda aquella rebelión y el ruido dionisíaco del rock, o embelesándose con las baladas de Lennon? Por lo menos, no invadieron, no asesinaron, no bombardearon, no fabricaron pobreza ni envenenaron el agua, el aire, la tierra y los alimentos, y gritaron que querían vivir. Es posible que muchos de sus sueños fracasaran, incluso, y por ellos también lloraban en el parque neoyorquino. Por eso guardaron un meditativo silencio y han conservado ahora la memoria: porque amaban todo eso y al Lennon que lo simbolizaba y les ayudó a vivir. Si nadie ha conseguido una cosa así, la culpa no es precisamente de los que lloran. Se llora a quien se ama, simplemente, aunque sea un mendigo. Difícilmente se puede llorar a los grandes de este mundo; sólo se puede pasar respetuosa y pascalianamente ante ellos, sabiendo que, de todas formas, no pertenece al orden de la verdad o del espíritu, que decía el filósofo francés. Pero una balada sí pertenece. Y el estruendo de la vida, también.

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