Los homosexuales y la cultura
Reflexionar en tomo al tema de la homosexualidad es, sin duda, complejo, arriesgado y equívoco. Nunca dejará de sorprenderme con qué tesón y desconocimiento se sigue hablando -u ocultando- el tema de la homosexualidad en la sociedad actual. Una sociedad que encuentra moralmente aceptable la fabricación de misiles, todo tipo de corrupciones político- administrativas, el terrorismo de Estado, la violencia en sus más sofisticadas versiones y que hipócritamente sigue esclava de los más estúpidos tabúes sexuales, grabados a fuego en nuestra mente por veinte siglos de moral judeo-cristiana, es, por lo menos, una sociedad enferma.
No voy a caer en la fácil trampa de limitarme a señalar el papel decisivo que la homosexualidad, o los homosexuales, han tenido en la cultura occidental. Me explico. Decirles ahora que los padres del pensamiento filosófico del que todavía nos alimentamos: Sócrates y Platón eran o practicaban la homosexualidad; que Alejandro Magno, Julio César, Miguel Ángel, Leonardo, Shakespeare, Bacon, Erasmo, Montaigne y Federico el Grande también lo hicieron de forma manifiesta, y que modernamente Oscar Wilde, Prouts, Gide, Verlaine, Rimbaud, Withman, Cocteau, Lorca y Cernuda han hecho otro tanto, por sólo citar a unos pocos, sería una cuestión de educación general básica. Además no aportaría nada al tema, ya que todos ellos, antes que homosexuales, eran geniales, filósofos, escritores, artistas, poetas... Pero también -tampoco conviene olvidarlo-, siendo homosexuales.Digamos que mi intención es muy otra. Cuando en alguna ocasíón he asegurado en público que no creo que la homosexualidad exista (la homosexualidad en sentido absoluto), he causado, al menos, escándalo, si no estupor. Me explicaré. No es nada nuevo, a estas alturas, asegurar, a la luz del psicoanálisis,quel como dice Georg Groddeck -asimilando la teoría de la transexualidad latente en todo ser humano-, «el hombre se ama en primer lugar a sí mismo, se ama con todas sus fuerzas; trata, por naturaleza, de procurarse toda forma imaginable de placer, y ya que él es hombre y mujer, resulta que en primer término está sometido al amor a su propio sexo. La cuestión no es, por consiguiente: ¿es la homosexualidad una perversión? De esto no se trata. La cuestión es la siguiente: ¿Por qué es tan difícil ver este fenómeno de atracción al propio sexo libre de prejuicio, hablar sobre él y juzgarlo, y luego, cómo llega el hombre a poder sentir atracción por el sexo contrario, a pesar de sus disposiciones homosexuales?».
Ser social, ser neurótico
Perdonen la larga cita, pero me parece lúcida y válida para aportar un poco de claridad sobre el tema. Si los modernos estudios psicoanalíticos nos han llevado a concluir, con Norman Brown, que el hombre es «un animal neurótico», aparte de ser un animal político -y tal vez por eso-, su capacidad de ser neurótico « no es más que la otra cara de su capacidad de desarrollarse culturalmente». La sociedad impone la represión. La represión origina la neurosis. ¿Cómo no ver un nexo íntimo entre el ser social y el ser neurótico? Y, por tanto, ¿si en un momento del desarrollo de la sociedad occidental, ésta no reprimió la homosexualidad, sino que la homosexualidad tal como hoy la entendemos no existía, cómo no llegar a concluir que lo que en definitiva es la homosexualidad -o los comportamientos homosexuales, que sí existen, aparte de ser una posibilidad de «diferenciación» y elección- es una creación cultural? Escandinavos, griegos, romanos, celtas, sumerios, las civilizaciones florecidas en los valles del Nilo, del Eufrates y el Tigris y en la cuenca del Mediterráneo tuvieron en alta consideración el amor entre personas del mismo sexo, de lo que hay frecuentes y cuantiosos testimonios en la literatura y el arte de estos pueblos.
El origen de la condena y persecución se inicia con el pueblo hebreo. Es el Levítico el primer texto fundamental que condena la homosexualidad. Desde entonces, una larga sucesión de marginación, represiones, hogueras y torturas han perseguido a los homosexuales. La lolesia del posrenacimiento -en la que la homosexualidad era todavía una práctica frecuente, pero oculta-, por un decreto de Nicolás V, puso a los homosexuales, junto a los herejes, en manos de la Inquisición.
Lo peor ha sido el pozo de oscurantismo, terror, tabúes y esquizofrenla que los individuos han encontrado a la hora de ejercer uno de sus principales derechos: el de practicar su sexualidad en libertad. Porque, en definitiva, de lo que se trata es de la liberación sexual del ser humano. No conviene olvidar que, al mismo tiempo, la Iglesia llegó a prohibir la copulación nocturna, y, en determinados días del año, de los esposos, y santo Tomás consideraba las relaciones sexuales en el matrimonio como «violencia ejercida contra la mujer» (por eso la madre recién parida ha de puríficarse en una ceremonia sólo abolida en el último Concilio Ecuménico). No hay que ir muy lejos. Todavía está latente la polvareda levantada por el papa Juan Pablo II cuando llegó a hablar (por mucho que haya querido rectificar después) de adulterio en las relaciones matrimoniales.
Dice san Agustín en Civita Dei que «cada uno debe vivir su libertad ». El santo obispo de Hipona (que vivió mucho tiempo su libertad sexual plena y por ello se convirtió en algo así como el asesor sexual de la patrística) terminó luego considerando la «homosexualidad como un vicio más abominable que el adulterio y que el incesto». Se dirá, no obstante, que esto es agua pasada. Es cierto. Pero, indudablemente, pesa sobre la conciencia del hombre moderno toda esta larga cadena de condenación.
Caer en la trampa
Las últimas tendencias políticas y las ideologías democráticas modernas, afortunadamente secularizadas, ejercen otro tipo de controles. Una finísima red se tiende a los homosexuales, a los marginados: la de su definición, la de su «homologación» y reconocimiento como seres dentro de la ley. Se trata de una trampa en la que, precisamente en las sociedades más evolucionadas, muchos homosexuales manifiestos están cayendo: la reproducción (hasta donde se puede, naturalmente) del esquema y la estructura de la pareja heterosexual. (Muchas legislaciones actuales de algunos países reconocen el matrimonio entre personas del mismo sexo, el derecho a la herencia, la adopción, etcétera.) Lo que los Estados no están dispuestos a permitir es la desaparición de esa estructura económico-social llamada familia. Se acabaría su poder.
Pero, «para la liberación auténtica, hay que aprender a gozar abiertamente de la transaresión». O dicho de otro modo, la única libertad posible sería la inexistencia de la norma. Naturalmente, esto haría tambalear los cimientos de la sociedad, tanto del modelo falocrático-capitalista, como del comunista-falocéntrico. No es un error, es una conveniencia, afirmar, como se ha afirmado, que el fenómeno del Eros está unido al de la reproducción. Gide lo dijo: «Lejos de ser el único natural, el acto procreativo, en la naturaleza, entre la más desconcertante profusión, sólo es las más de las veces un acto fortuito». (La Iglesia -y vuelvo a ella porque es necesario- ya había sacralizado el acto de la procreación, haciéndolo ficurar como el fin primario del matrimonio.) De lo que se trata es de negar al hombre el placer sexual como un fin en sí mismo. Y esto también está muy relacionado con la marginación de la homosexualidad. Pero ya observó ese visionario llamado Nietzsche: «Al no ser nada cierto, todo resulta permitido».
Y esto no necesariamente lleva, como podrían afirmar algunos, a desposeer al acto sexual, a la sexualidad, de toda trascendencia. Ni mucho menos. Es exactamente todo lo contrario. Nunca está el hombre más cerca de la divinidad, de lo trascendente, que cuando hace el amor. Cualquier tipo de amor. Porque nunca estamos más cerca del misterio que somos. «Océano sin orillas» le ha llamado el poeta contemporáneo D. H. Lawrence. Y de lo que tratan es de ofrecernos falsas orillas para que no nos enfrentemos con el único y terrible y grandioso drama humano: resolver la ineludible soledad del hombre ante el Cosmos. Permitidme que termine con unos versos de Cocteau que tal vez se refieran a tanta decepción: «No tiendas tus manos hacia tu mal y hacia mí. / Por temor a que, al despertarte, sintieras la necesidad que tengo yo / de ofrecerte la garantía absurda del amor».
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