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La ida de Jaime Dávalos hacia el fondo de la vida

Había satisfecho su deseo de conocer España. Y un buen día, en tiempos de Franco y Lanusse, entró por Cádiz y casi se queda allí, porque se dedicó a invitar a todos los parroquianos de un boliche y se le acabó el dinero. «Quería pagar de esta forma una vieja deuda de hace cinco siglos», le confesó Dávalos a Miguel de los Santos.Jaime Dávalos entró en España con la primera gran invasión de cantantes y artistas argentinos, siguiendo los canales de Cultura Hispánica. El autor de la Canción del jangadero pasó casi inadvertido, porque la voz cantante la llevaba Rimoldi Fraga, el mismo yerno de Lanusse, y otras mediocridades que integraban la corte de aquella recordada dictablanda argentina. Sin ser lo que se denominaba por aquel entonces un cantor o autor de protesta, Dávalos llegó a España con su larga bohemia a cuestas. En sus alforjas iban La tonada del viejo amor, la Vida del nombrador, o ese clásico que es ya la Zamba de Candelaria, que por los años cuarenta compuso con Eduardo Falú en la casa solariega de Poncho Marrupe. Allí había una capilla donde se veneraba esa Virgen, quizá llevada por los canarios a Argentina..

Pero además de esos versos líricos y costumbristas, Jaime Dávalos nunca dejó de abordar los temas sociales y comprometidos, desde cantos de trabajo, como los Del jangadero, hasta la impresionante anécdota que nos cuenta en Temor del sábado, con aquellos jornaleros ,que pretendían robarle el vino al patrón, en aras de adquirir valentía para pedir aumento de sueldo. Dávalos era demasiado para el franquismo y para Cultura Hispánica. Por eso pasó por aquí sin pena ni gloria, aunque logró pagar su deuda de quinientos años.

Autor de algunos libros de innegable mérito, como Rastro seco, El nombrador, Coplas y canciones (1959), y Toro viene el río, de carácter autobiográfico, Dávalos destacó más como poeta popular que daba sus versos a grupos y cantantes para que les pusieran música, huyendo siempre de la estampa del vate refinado y exquisito. Sus letras son desnudas y elementales, sin más pretensiones que lograr con ellas una comunión fácil y rápida, a pesar de que muchas alegorías y metáforas nerudianas, aunque también pasadas por un cierto barniz surrealista, hicieron pensar a muchos que Dávalos se había refinado y estaba tomando lecciones en las bibliotecas.

Armando Tejada Gómez me confesó una vez su fracaso, cuando intentó que Dávalos estudiara a Góngora y Quevedo, y el poeta salteño se cansó a los diez minutos. Luego corrió hacia el boliche, donde le esperaban el vino, el asado y el locro. Ahí, en los boliches, como Buenaventura Luna y tantos otros, escribió Dávalos sus mejores versos, desde Trago de sombra hasta Las golondrinas.

Jaime Dávalos no logró «envejecer despacio, como si atardeciera», según deseo expresado en la solapa de su único disco como intérprete. Semanas antes de cumplir los 61 años (había nacido en San Lorenzo, provincia de Salta, a las dos de la madrugada del 29 de enero de 1921), Jaime Dávalos se nos ha marchado «hacia el tiempo final de la madera», o en busca del «corazón del vino», que es «donde nace la primavera». Y puede que algún día, como anuncian sus canciones, regrese a los pagos natales «volviendo del más allá, o «desde el fondo de la vida», como sus golondrinas, cuando el cielo argentino esté despejado de nubarrones.

Elfidio Alonso es, experto en estudios folklóricos y director del grupo musical Los Sabandeños.

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