La pertinaz sequía
Parece que fue ayer: los pantanos vacíos y la plaza de Oriente llena. El tránsito a la modernidad en este país sigue con los conocidos lastres del anticiclón de las Azores y la derecha ultramontana, nostálgica y vocinglera. Y, además, cada año más agresiva. La moda retro llega a todas partes desde la meteorología a los uniformes azules y a las listas de ministrables de la pasada crisis. Y a los tribunales de justicia, donde la sentencia contra Xavier Vinader nos recuerda que la libertad de expresión es un derecho, además de en precario, en entredicho. No, no todos los males de esta democracia son problemas psicológicos, aunque éstos tampoco falten. Mientras no se demuestre lo contrario, hay razones para la inquietud y, quizá, también para esa alarma que periódicamente recorre el cotarro político y periodístico como un trallazo. Y es que no basta con decir que las cosas, objetivamente, no van mal. Efectivamente: el terrorismo disminuye, la seguridad callejera (salvo en paréntesis como el fin de semana del 20-N en Madrid) aumenta, la economía parece que mejora, las autonomías van encajándose merced a la LOAPA y al Fondo de Compensación Interterritorial y Calvo Sotelo aterriza en UCD para poner orden y concierto en el desmadre centrista... No hay motivos objetivos, entonces, para ese masoquismo ambiental que nos invade y que llega a alcanzar niveles de auténtico síndrome tóxico. Toxicidad que Pasa a la página 12
La pertinaz sequía
Viene de la página 11
avanza sin cesar y alcanza a tribunas políticas y periodísticas hasta ahora respetables y llega incluso a la publicidad comercial como síntoma, este último, nada desdeñable y al que habrá que prestar atención. Se supone que anuncios tales como "El golpe que nadie esperaba" no nace por las buenas de la imaginación publicitaria...
Y es que es innegable que, con razón o sin ella, políticos y periodistas están preocupados. Negar esto sería totalmente absurdo. Como lo sería no reconocer que una gran parte de la población española vive totalmente al margen de esa preocupación por muy diversos motivos, que van desde la ya tradicional incomunicación entre clase política y electorado a esa evidente vuelta a la información críptica que necesita de ciertas claves para ser interpretada. Claves que no están en la mano del pueblo llano, que puede no caer en la cuenta del significado que tiene que los temas militares estén todos los días en las primeras páginas. de los periódicos. Nunca, desde los tiempos del "equipo médico habitual", había estado tan clara la separación entre los pocos que saben, o creen saber, los peligros que nos acechan y los muchos a quienes, absurdamente, se les mantiene en el limbo del aquí-no-pasa-nada más allá de las endémicas trifulcas ucedeas y la rebeldía de algunos comunistas frente al aparato de su partido. Aquí están pasando muchas cosas y otras muchas pueden pasar. Y ante ello resulta absurdo, amén de suicida, limitar su conocimiento a los cerrados cenáculos matritenses, que, además, y según su inveterada costumbre, filtran la información y la propagan intermitentemente por la vía del rumor y de la siembra de inquietudes. Estamos llegando, incluso, a leer la Prensa extranjera y a escrutar su contenido, buscando en fuentes foráneas lo que de alguna manera aquí está en el ambiente, pero es recogido con pinzas y propagado espúreamente boca a boca. Como en los tiempos de la pertinaz sequía. Y olvidando que, de ser verdad lo que se dice, una democracia, vigilada o vigilante da igual, tiene mecanismos más eficaces de defensa y autoprotección. Y, desde luego, de comunicación.
No lo demos vueltas: de aquí a que se celebre el juicio de los implicados en el 23-F, la democracia española va a poner a prueba su capacidad de supervivencia. Si eso no exigiría una situación de alerta roja, venga Dios y lo vea. Pero esa alerta está siendo retenida por la clase política, que sólo la suelta a retazos y en círculos concéntricos. Ni siquiera las bases de los partidos, algunas de ellas. entretenidas en lo que desde luego no son más altos menesteres, son conscientes de ella. Y no digamos ya la calle, para quien la política es un fin en sí misma y un lugar donde sólo parecen contar los problemas internos de los partidos, especialmente del que nos gobierna o dice gobernar. La incomunicación es absoluta. Lo que en momentos como éstos no hace si no favorecer una atmósfera irrespirablemente masoquista y teñida bastardamente de impotencia. Por otro lado, la intoxicación golpista no ceja en una táctica, perfectamente estudiada y diseñada, que al menos a nivel psicológico no hay que dudar de que está logrando sus objetijvos contaminadores. Asombra que no se vea así y, lo que es más grave, no se tomen medidas elementales para contrarrestarla. Entre otras, y medios hay para ello, la de poner a todo el país en pie contra los que, cada día menos en la sombra, hacen constante apología de la involución y mártires a quienes quisieron secuestrar la voluntad popular. El inmenso potencial de canales informativos de un Estado moderno se desaprovecha y ni siquiera se ponen en marcha medidas elementales, no ya de saneamiento, sino de mera consecuencia política. Así parece normal que un presidente de un periódico, que últimamente no oculta sus simpatías por la "vuelta y marcha atrás" sea, al mismo tiempo, delegado gubernamental en una empresa pública o se toleran oscuras maniobras para apodúrarse de unos de los escasos recíntos de libertad informativa que aun nos quedan. Del p4pel que podrian cumplir los medios de comunicación del Estado, mejor no hablar, sobre todo después de la defenestración del equipo de Castedo, a quien se le midió por el pintoresco baremo de exhibir una película no apta para todos los públicos y otros atentados, supuestos, a esa moral y buenas costumbres que sólo tiene en cuenta las cuestiones del sexto mandamiento. Pero no los servicios a una ética democrática.
En fin, hacer en estas condiciones una llamada a la responsabilidad parece superfluo. Una responsabilidad que, aquí y ahora, pasa por el tirar de la manta y decir exactamente al país cuál es la situación y la solidez de las instituciones democráticas. Y quiénes son sus enemigos y conspiradores. Lo que no se puede es, como en los tiempos de la pertinaz sequía, esperar la lluvia a base de rogativas. Aquí está haciendo falta un pacto institucional, o como quiera llamársele, para defender la libertad si, como parece, ésta está amenazada. Y si no que se nos diga, y se nos demuestre, que no hay razones para la inquietud. Lo que no vale, y va siendo horáde tirarlo por la borda, es decir en privado que la "situación es altamente preocupante" y en público que la normalidad reina por doquier. Los politicos, y muy especialmente los que detentan el poder, deben de cumplir sus obligaciones con el país y poner a éste frente a su propia responsabilidad en la defensa de la democracia. En resumen: hay que hablar claro y obrar en consecuencia.
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