¿Un militar para el Ministerio de Defensa?
Ahora que, al menos de momento, el partido mayoritario en las Cortes y el Gobierno parece haber llegado a una andadura solidaria, lo que debía confortar a tirios y troyanos; ahora que los diversos departamentos ministeriales van encauzando los problemas pendientes salvo dos o tres excepciones, acaso haya llegado el momento de pensar en voz alta sobre uno de estos casos; es decir, si la forma adoptada por el Ejecutivo para gobernar un asunto tan importante como es la defensa nacional es o no la más idónea.Desde mi respetado amigo Manuel Fraga hasta los editorialistas de todos los periódicos que leo, hay una coincidencia al decir que la información e implantación del Ejecutivo sobre la Administración en esta cuestión es deficiente, a la vista de una serie de sucesos anómalos acaecidos en el ámbito del Ministerio de Defensa. Los hechos están en la mente de todos y no es preciso repetirlos.
Operatividad más que dudosa
Prescindiendo de una cuestión poco o mal definida cual es la especial situación del militar en lo que se viene llamando Administración, tema que desborda los límites de espacio de este artículo, pero que algún día quisiera tocar, sí parece que el Ministerio de Defensa no sólo padece esos males denunciados antes, sino que su operatividad como organismo coordinador de los tres Ejércitos -Tierra, Mar y Aire- y de sus respectivos y suprimidos ministerios, es más que dudosa, pues los antiguos problemas persisten, más algunos añadidos, como la creación de más burocracia, posiblemente más gastos en lugar de ahorro, etcétera.
En teoría, tanto la subordinación de la pirámide jerárquica castrense a la soberanía nacional representada por un ministro civil como la coordinación o integración de los tres Ejércitos en un solo departamento son perfectamente correctas. La primera, porque es una exigencia o costumbre de la democracia, tal y como se practica ésta en el ámbito geopolítico, en el cual nos van a integrar y, en consecuencia, una homogeneización saludable. Y la segunda premisa, porque es una exigencia clarísima de la propia defensa nacional, que tiene sus principales raíces y miras en esa línea ortodrómica que al extenderse por el espacio aeromarítimo desde las Canarias hasta las Baleares, pasando por unas cabezas de puente africanas amenazadas, un par de bases extranjeras y un litoral peninsular sin excesivas defensas naturales, tiene que asentarse forzosamente en una doctrina estratégica que desde la coordinación íntima de los tres Ejércitos permita no sólo una adecuada disuasión, sino, llegado el caso, una respuesta instantánea, fulminante dentro de nuestros medios, anfibia y polivalente, en la que todas las unidades actúen con sincronización matemática.
Coordinación difícil de lograr
Sin embargo, esa coordinación, pese a ser un axioma para todo tratadista militar, no siempre es fácil de lograr, siquiera sea en los grandes países. Conviene recordar, por ejemplo, que en Estados Unidos la Secretaría de Defensa no se constituyó hasta 1947, y que la tensión creada fue tal que el primer secretario James Forrester saltó al vacío por una ventana del Pentágono, creyéndose vencido por estrellas y galones. Otro secretario, Roger Kyes, fracasó igualmente tras zarandear a más de un general. No fue hasta la llegada de Robert McNamara, con Kennedy, cuando aquellos tres ejércitos, que individualmente poseían medios suficientes para arrasar nuclearmente a la URSS, pero eran incapaces de montar una modesta operación táctica en común, comenzaron a trabajar conjuntamente.
"Arrojarse por la ventana"
Nada tiene, pues, de extraño que, aunque no se sepa que Rodríguez Sahagún ni Oliart hayan intentado arrojarse por la ventana de sus despachos, su labor haya dado escaso fruto. Y ello porque además de los condicionamientos de sus colegas americanos, aquí las Fuerzas Armadas han pasado de ser tenidas como columna vertebral de la nación y, en cierto modo, avalistas de un orden establecido sobre la victoria militar, a ser brazo armado de la patria en una situación nueva superadora de aquella contienda, desarrollada en una transición difícil y delicada en más de una ocasión. No se trata de un juego de palabras, como es obvio. De lo que se deduce que nuestro Ministerio de Defensa no ha encontrado aún su McNamara.
Pero no por desconocimiento de los temas castrenses tan sólo. Sin llegar a la pregunta de aquel ministro de Industria que, al visitar Asturias, preguntó «dónde estaban las minas de cock», McNamara, cuando se le acusaba de amateur, contestó tajantemente diciendo que «de la misma forma que no he tenido necesidad nunca, mientras estaba en la Ford, de conocer la resistencia de los materiales empleados, creo que tampoco necesito ser experto en el mando de tropas en combate para poder definir el tipo de poder militar utilizable que precisamos».
El problema es otro, como otras son las sociedades, sus hábitos y costumbres. Azaña, por ejemplo, fue un excepcional estudioso de temas castrenses; pero como ministro de Defensa, pese a programas correctos y válidos, resultó ser un cuerpo extraño en el Ejército, al que dividió al politizarlo acaso involuntariamente. Los señores Sahagún y Oliart, mutatis mutandis, vienen a ser también algo así como la guinda que adorna el pináculo del pastel, que hablan un idioma distinto al de sus subordinados y no pertenecen a su mundo semiautónomo.
Quiero decir con todo ello que, por haber copiado literalmente la estructura de la Administración y el Ejecutivo donde la democracia funciona normalmente hace tiempo y hay fluidez, confianza y comunicación entre sus diversos estamentos, aquí, con una democracia recién estrenada, las cosas tenían forzosamente que suceder de otra manera. Ese matrimonio mal avenido ha podido contribuir por su falta de autoridad al gota a gota de confusión y claudicaciones que ha seguido a la intentona del 23 de febrero, al que me refería al comienzo de este artículo.
Esperando a Godot
O sea que, o seguimos esperando a Godot, que podría ser el hipotético McNamara celtibérico, o bien apostamos por otra solución, que consistiría en nombrar ministro de Defensa al militar más idóneo, para que así la pirámide puramente jerárquica tenga en el vértice algo esencialmente distinto de una guinda. Hay países donde así ocurre, como la URSS, sin que su política militar haya caído en el reino de taifas que se encontró McNamara, por lo que parece. Pero, en todo caso, comparado con ese riesgo, las ventajas previsibles son infinitamente mayores y, compensan la apuesta.
Un ministro de Defensa, profesional ciento por ciento, inteligente, con prestigio y autoridad sobre todos los escalones del mando, puede, en mi opinión, atajar la indisciplina que carcome a ciertas minorías, restablecer el apoliticismo, la profesionalidad y la competencia en todos los destinos, conseguir que la justicia castrense funcione con absoluta imparcialidad, con arreglo tan sólo al Derecho, insuflar ilusión por la profesión con su grandeza que consiste en el honor y la servidumbre al país, y, en una palabra, devolver a unos y otros la confianza y la paz a los espíritus turbados, hablando el mismo idioma, viviendo de la misma forma que la colectividad a la que ha de mandar, y, por tanto, identificándose con ella al servicio del Rey y de la Constitución.
El otro riesgo, ése que acaso algún lector intoxicado por los bulos se esté planteando, ése es, a mi juicio, remoto, pues hoy en España hay, por fortuna, bastantes más militares de los que algunos quieren hacernos creer -y precisamente entre los más inteligentes, profesionalizados y prestigios- que podrían hacer suyo el admirable aforismo del mariscal Alphonse Juin, quien en su libro Tres siglos de obediencia militar, dice lo siguiente: «Yo siempre he obedecido al Gobierno de Francia sin erigirme en juez de su legitimidad. Y así continúo haciéndolo. He obedecido cuando la obediencia surgía espontáneamente, pero he obedecido igualmente en circunstancias en las cuales muchos estiman o han estimado que hubiera hecho falta desobedecer».
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