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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ministerio de la Defensa

ANTES DE que los rumores y los bulos polucionen, hasta convertir en irrespirable, el ambiente previo a la remodelación gubernamental, puede ser conveniente formular algunas reflexiones sobre la gestión de determinados ministros. Aun sin realizar un inventario completo del trabajo llevado a cabo por unos hombres designados en su mayoría por Adolfo Suárez y confirmados después por Leopoldo Calvo Sotelo, hay hechos que saltan a la vista tras la experiencia de los últimos meses.Por ejemplo: que el ministro de Asuntos Exteriores presta desde el palacio de Santa Cruz todavía casi mayor atención a la política interior y a los problemas de su partido que a nuestras relaciones internacionales. O también que el envenamiento por aceites adulterados, que ha costado ya la vida a más de doscientas personas, ha puesto de relieve las deficiencias en la distribución de competencias estatales en torno al control de las importaciones, la vigilancia del consumo, la política de grasas y la defensa de la salud pública. A la ya decidida -y esperamos que pronto cumplida- creación de un Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación debería añadirse un mejor diseño de las parcelas de comercio interior dentro de¡ Ministerio de Economía y un desglose racional de ese departamento-escoba que es el Ministerio de Trabajo, Sanidad y Seguridad Social.

Pero, con todo, es el Ministerio de Defensa la mayor preocupación política de la gestión gubernamental desde que se confió esa cartera a civiles. Tanto Agustín Rodríguez Sahagún, que sólo tuvo. conocimiento del golpe de Estado cuando la banda armada capitaneada. por T9jero invadió el palacio del Congreso, como Alberto Oliart, que parece seguir el ejemplo de su antecesor, son personas estimables que han demostrado su competencia profesional en otros terrenos. Su patética impotencia al frente del Ministerio de Defensa no puede ser atribuida, por consiguiente a sólo una falta de adecuación para las tareas que les fueron encomendadas, sino también a errores de planteamiento que trascienden sus defectos y eventuales carencias personales, y que no pueden ser rectificados con un simple relevo. Un buen gestor al frente de la defensa no es suficiente. Se necesita una voluntad política fuerte, capaz de modernizar las Fuerzas Armadas y de hacer buena en todo momento la regla de oro de la democracia: subordinación del poder militar al poder civil. Tal vez Leopoldo Calvo Sotelo pueda encontrar personalidades más recias para este empeño que Rodríguez Sahagún y Oliart. Pero no sólo la firmeza en las decisiones ni la inteligencia para conseguir y valorar las informaciones sobre el mundo militar garantizarían de antemano al nuevo ministro de Defensa el éxito en su labor. La posibilidad de que el sucesor de Alberto Oliart pueda elegir en 1982 un camino semejante al que emprendió José María Gil-Robles en 1935 y creara, aun in voluntariamente, condiciones favorables para una nueva intentona golpista no puede ser desdeñada por nadie, toda vez que el peligro de un nuevo Azaña al frente de Defensa está, obviamente, descartado.

Una solución al difícil problema planteado podría ser que el presidente asumiera directamente las responsabilidades del Ministerio de Defensa y renunciara a endosar ese peliagudo empleo a un simple ministro, destinado a un rápido desgaste y desprovisto de la autoridad protectora y el poder efectivo que dispensa la jefatura del Gobierno. La otra solución que algunos apuntan es la creación de una vicepresidencia de Defensa, regida por un militar de cartera, posibilidad que si hubiera sido bien vista y hasta lógica en el mes de marzo, para potenciar y cocretar la represión del golpismo, ahora suscitaría -todo hay que decirlo- no pocas reticencias en la opinión pública. Reticencias que desaparecerían o se confirmarían en el breve plazo de unas semanas, de acuerdo con los resultados de la gestión.

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Sea como fuere, Leopoldo Calvo Sotelo tiene no sólo la oportunidad, sino también el deber, de utilizar ahora su engrosada autoridad como presidente del Gobierno y de UCD para hacer desaparecer del panorama político el fantasma del golpismo, tarea para la que la asunción personal del Ministerio de Defensa estaría plenamente justificada.

La ley orgánica de la Defensa Nacional, promulgada el 1 de julio de 1980, ofrece sobradas justificaciones para una decisión semejante, hasta el punto de que su articulado convierte al ministro de Defensa en una figura, en muchos aspectos, casi residual. Esa norma, que desarrolla un mandato constitucional, señala que corresponde al Rey "el mando supremo de las Fuerzas Armadas", pero que es el presidente del Gobierno quien dirige y coordina la acción del poder ejecutivo, responsable de la Administración militar en materia de defensa, y quien ejerce, asistido por la Junta de Defensa Nacional, la dirección de una eventual guerra. El presidente del Gobierno forma parte de la Junta de Defensa Nacional y la preside cuando no asiste a la misma el Rey. La Junta de Jefes de Estado Mayor, órgano colegiado superior de la cadena de mando militar de los tres Ejércitos, "depende del presidente del Gobierno, quien ejerce su autoridad a través del ministro de Defensa, salvo en aquellas materias que expresamente se reserve para sí". Al definir las competencias del ministro de Defensa, la ley-orgánica subraya también que el titular de esa cartera "ejerce todas las' funciones de dirección de la política de defensa que no se reserve o ejercite directamente el presidente del Gobierno o que éste no delegue expresamente en un vicepresidente". Se diría que el legislador se esforzó por subrayar el carácter dependiente y subsidiario de las atribuciones del ministro de Defensa en relación con el presidente del Gobierno, y que incluso estableció una previsión normativa para facilitar al máximo la asunción por el jefe del poder ejecutivo, o por un vicepresidente, de esa delicada cartera. En un momento en que el ejercicio de la autoridad desde el poder político parece más necesario que nunca, y en el que es urgente una determinación adecuada de los destinos en el seno de las Fuerzas Armadas, es necesario señalar que, más que por la marcha de la economía o por otros análisis políticos, la gestión gubernamental, de la que depende el rumbo de la nación, será juzgada en breve por su acierto y falibilidad en las materias de la defensa.

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