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Tribuna
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Peligros en la televisión

Me parece que muchos televidentes que, como yo, siguieron en ella la conmemoración del 20 de noviembre comprobaron que hay que tener bastante cuidado con lo que se lanza a través de su pantalla a la intimidad de las casas y al espectador ingenuo y desprevenido.La historia reciente, y manejada con apasionamiento o con frivolidad, es un material peligroso. Por otro lado, los fanáticos que durante cuarenta años se han reservado el uso exclusivo de todos los medios de difusión es justo que pasen otra cuarentena prudente antes de que puedan disponer de ellos.

La conmemoración del 20 de noviembre, además, fecha en que el azar hizo superponerse el recuerdo del malogrado José Antonio Primo de Rivera con el del más bien superlogrado Francisco Franco, no se refiere, en lo que hace al dictador, a algo concluso y lejano. Hace seis años y pocas semanas, él ordenaba la ejecución, para aterrorizar, de unos terroristas juzgados a toda prisa.

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Comenzó la emisión conmemorativa del 20 de noviembre con una intervención del señor BaIbín ciertamente no muy afortunada. Poseído de su papel de árbitro supremo y par dessus de la melée, dejó a todos los demás metidos en ella. Con arrogante gesto para conceder o no beligerancia a los grupos que se disputan la herencia que avaramente atesora el señor Fernández Cuesta, el funcionario de la discutida Televisión se ponía por encima de todos. No sabemos por qué.

Un tiempo desproporcionado se le concedió a continuación al señor Sáenz de Heredia, que si no dio ninguna prueba de ser buen director de cine, nos la dio de ser un fascista convencido y contumaz. Su tesis de que no pudo hacer una película sobre José Antonio porque no encontró persona capaz de encarnar su figura, nos dejó asombrados. Napoleón, Sigfrido y hasta Nuestro Señor Jesucristo han aparecido como protagonistas en la pantalla blanca a satisfacción del público y de directores más competentes, sin duda, que el señor Sáenz de Heredia.

Las intervenciones mesuradas, matizadas, del senador Prats, llenas de información personal no divulgada, y las inteligentísimas observaciones con que Aranguren intentó hacer remontar el desesperante curso en que la emisión, a la deriva, iba naufragando, no consiguieron nada. Frente a ellos triunfó lo que el profesor Aranguren señaló como peligro: los latiguillos mitineros con los que Fernández Cuesta preparaba sus repeticiones el domingo en la plaza de Oriente. En la televisión le vimos repetir iluminado lo que ya decíamos millones de veces hace casi cuarenta años, aquella coordinación de lo nacional y lo social que dio el fruto magnífico de los sindicatos verticales y de la legislación que, con añoranza de sus tiempos de dueño del Boletín Oficial, recordaba, casualmente el día antes, en la misma pantalla de Televisión Española el ex ministro Girón.

Finalmente, he de lamentar que con la incontrolable intervención del señor Serrano Súñer se tocara, a propósito de la ejecución de José Antonio Primo de Rivera, acusado de haber tomado parte en la conspiración que llevó a la guerra civil, un punto gravísimo. Allí, ante los ojos incrédulos de muchos espectadores, se defendió que los conspiradores no querían la guerra civil, que intentar un golpe en las alturas, con éxito fulgurante, no es quebrantar ningún orden constitucional, ni provocar una guerra civil.

Cuando una guerra civil y sus consecuencias han durado hasta ayer (y la guerra civil sólo empezó a terminar con la proclamación como Rey de don Juan Carlos), es absolutamente imprudente que se oigan en la televisión tales cosas. El moderador BaIbín, completamente desbordado, no aclaró que justamente como los que prepararon el 18 de julio pensaban también, según parece que cuentan Milans, Tejero, Armada y sus defensores, los caballeros del 23 de febrero pasado. Y hubo quien dijo, en la melée sobre la que planeaba en vano el señor BaIbín, que los que provocaron la guerra civil no fueron los que se alzaron en armas, sino los que entregaron los fusiles al pueblo.

La desgraciada emisión en Televisión Española fue al fin un acto preparatorio de la jornada, autorizada por el gobernador de Madrid, en la que, con abuso de la bandera nacional y de la paciencia de los ciudadanos, se toleró la conmemoración del dictador que está por fin muerto y enterrado. De la condición de los manifestantes y de sus directivos nos habla la contundente dialéctica con que los secretarios que acompañan al brillante orador Fernández Cuesta quisieron convencer a golpes al historiador irlandés lan Gibson de la falsedad de sus datos sobre la subvenciones de Mussolini. Es una dialéctia brillantísima, no sólo de puños y pistolas, sino con todos los silogismos en Bárbara.

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