El otro Teilhard de Chardin
Tras el éxito masivo de los años sesenta, Teilhard está teniendo un centenario discreto. Sus mentores oficiales han preferido seguir manteniendo su imagen de pensador moderado, casi un clásico. Por ello, su originalidad parece inofensiva, perfectamente digestible.Realmente, Teilhard ha sido un caso de persistente mala suerte. Forzado a la semiclandestinidad en vida (en el exilio dorado de China, sin poder publicar sus libros), la oportuna legación de sus escritos fuera de la Compañía de Jesús (y, por tanto, fuera de la censura eclesiástica) permitió la edición póstuma de sus obras. Pero cayó en manos de sus amigos. Estos dispusieron la publicación según una estrategia calculada para evitar el Indice, de modo que dejaron inéditos o demoraron en exceso la aparición de los más significativos, a la vez que sometían sus ideas a la glosa de la adaptación y la reforma conciliar, lo que produjo, quizá a su pesar, una imagen esterilizada y hasta falseada del proyecto teilhardiano. En cierto sentido fueron sus censores quienes le tomaron realmente en serio.
La operación domesticación fue posible por la convergencia de dos, complejos de ortodoxia. Primero, el del mismo Teilhard, que le impidió en muchos escritos seguir plenamente la lógica interna de su discurso; otras veces es su voluntad de eludir la censura, la causante de la ambigüedad. Por tanto, es imprescindible distinguir, a efectos interpretativos, tres grupos en sus escritos:
1. Los destinados directamente a la publicación, en los que la preocupación por salvar la censura le lleva a moderar su pensamiento, aún sin desvirtuar.
2. Los destinados a sus amigos teólogos: Teilhard se acomoda a su interlocutor y adopta el grado de radicalidad que éste implícitamente le permite.
3. Los ensayos privados para fijar su pensamiento, su Diario, y su correspondencia con amistades seglares (femeninas, casi siempre), donde alcanza su máxima desinhibición y franqueza. Segundo, por el complejo de ortodoxia de sus amigos (Henri de Lubac marcaba la pauta.) Alarmados por el alcance de su proyecto de transposición del cristianismo a categorías cintífico-evolutivas, desarrollaron una estrategia de domesticación interna (conversaciones y correspondencia) y externa (glosa de sus escritos) que permitiera mantenerlo en los límites de la tolerancia y uncirlo posteriormente, con éxito, al carro de la adaptación conciliar del Vaticano II (Gaudium et Spes). Por eso, uno de sus mejores conocedores, el teólogo protestante S. Daecke, caracteriza un tanto irónicamente a Teilhard como «un católico del futuro».
Tampoco otros críticos aciertan cuando lo presentan como un apologeta empeñado en hacer coincidir el cristianismo y la ciencia, a expensas de ésta, naturalmente. Si acaso, sería lo contrario: Teilhard parte de su experiencia personal y de su fe en la ciencia (según el eje Galileo-Newton-Darwin-Einstein) para repensar tanto el mensaje cristiano como el humanismo tradicional mediante su traducción a categorías evolutivas. El «corazón del problema» consiste en la «transposición a dimensiones de cosmogénesis de la visión tradicionalmente expresada en términos de cosmos: creación, espíritu, mal, Dios...» (carta de 195 l). La tarea de repensar el cristianismo es una cuestión de fidelidad al mismo: «Empujados como estamos fuera del estático cosmos aristotélico, e introducidos (por todo el sistema físico-químico-biológico moderno) en un universo en estado de cosmogénesis, hemos de repensar ahora nuestra cristología en términos de cristogénesis ( ... ).
Por lo demás, la transposición categorial ha sido una constante de la tradición católica hasta la era moderna: Pablo de Tarso (helenización), Agustín de Hipona (romanización), Tomás de Aquino (medievo), realizaron con éxito, aunque no sin dificultad, las correspondientes traducciones categoriales. En el siglo XVI lo intentó hacer el protestantismo, pero fue excomulgado. Desde entonces, los teólogos católicos se han limitado a una infatigable, pero estéril, tarea de adaptación del pensamiento creativo, surgido -siempre- fuera de su ámbito, dando lugar al inveterado oportunismo católico. Desde hace tres siglos, el catolicismo sólo ha producido domesticadores del pensamiento.
Otra cuestión es que el proyecto desbordara las posibilidades personales de Teilhard. Esto es igualmente claro: sólo podía ser el profeta, nunca el realizador de la transposición. En efecto, Teilhard de Chardin carecía de la necesaria preparación y sensibilidad filosófica, histórica y cultural; de ahí también su excesiva fijación evolucionista. Pero el centenario debiera ser al menos, una oportunidad para recuperarlo tal cual fue.
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