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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Piratas y rentistas

LA LEY de la Propiedad Intelectual ha quedado desbordada por las transformaciones ocurridas durante la centuria transcurrida desde su promulgación en 1879. La enorme audiencia de la radio, el cine y la televisión, las innovaciones en las técnicas de impresión y fotocomposición, la modernización de los sistemas de distribución, el impresionante aumento de la demanda educativa, la utilización de la publicidad y las implicaciones económicas -para el empleo y la balanza exterior- de la industria cultural no podían ser previstas por el legislador decimonónico. En nuestra ¿poca, el legítimo derecho del autor tiene que conjugarse con los derechos, igualmente legítimos, de la sociedad a la cultura y a la información. Algunas realizaciones intelectuales y artísticas -desde la transmisión codificada de los conocimientos hasta determinado tipo de espectáculos y películas- tienen una autoría múltiple y compleja. Al posibilitar la electrónica la separación entre el contenido cultural y el objeto físico que lo transporta, la protección del derecho de autor tiene que prolongarse en el amparo del derecho de quienes reproducen y distribuyen legalmente las obras.Los tiras y aflojas en torno al anteproyecto de la nueva ley de Propiedad Intelectual amenazan con retrasar la urgente modificación de una normativa pensada para una sociedad semianalfabeta, en la que la cultura era patrimonio de las elites. En este sentido, las críticas formuladas por algunas asociaciones de escritores no parecen advertir la complejidad y amplitud de los problemas modernos de la propiedad intelectual. Los autores cuyos derechos deben ser protegidos no son sólo los escritores congradados a la creación literaria, sino también quienes se dedican a otros campos de la actividad cultural y artística. La propuesta de que la libertad de contratación entre las partes sea restringida mediante el establecimiento por ley de unas condiciones mínimas, destinadas a defénder al autor frente al empresario, es merecedora de estudio, pero ofrece el riesgo de que sus eventuales excesos reglamentistas terminaran por hacer inoperantes en la práctica esos mecanismos protectores. Ninguna norma puede alterar sustancialmente los flujos de la oferta y la demanda ni garantizar el éxito a los productos mediocres. De otro lado, el principio de irretroactividad de las leyes dejaría intactos los contratos leoninos contra los que se alzan, con razón, muchos escritores que en su día los firmaron voluntariamente.

Otras reivindicaciones parecen encubrir, con su denuncia del neocolonialismo o su defensa de la cultura nacional, algunos desagradables resabios chovinistas y una cierta tendencia provinciana a compartimentar la cultura universal en amurallados recintos estatales. El fomento de la creación intelectual y artística en la España democrática debe caminar en paralelo con la recepción de todo lo que se produzca más allá de nuestras fronteras. Ese mismo corto aliento gremialista es perceptible en la descabellada idea de crear un impuesto sobre las obras de dominio público, a fin de que los escritores vivos pudieran beneficiarse de las ventas de los escritores muertos. Dado que los editores repercutirían esa tasa feudal sobre el precio de venta de los libros o las entradas de los teatros, serían los lectores o los espectadores quienes sufragaran ese tributo, que no haría sino encarecer el acceso a las obras de los clásicos. Que los escritores busquen enseñanzas en los maestros del pasado no debería llevarles a la absurda conclusión de que son también sus herederos económicos.

La propiedad intelectual está protegida en España durante.un plazo de ochenta años a partir de la muerte del autor, superior a los términos -más razonables- establecidos en otros países y que van a servir de modelo para la nueva ley. Esa diferencia está creando serias dificultades para la defensa de los derechos de autor y de difusión españoles en América Latina. México, cuya industria editorial se halla en pleno crecimiento, fija ese plazo de protección en treinta años, lo que posibilita a algunos desaprensivos importadores españoles para comprar en aquel mercado obras acogidas al régimen de dominio público (al haber fallecido los autores antes de 1950) y venderlas en nuestro país en competencia ilegal y desleal con libros que siguen pagando derechos de autor. Pero hay piratas que ni siquiera se refugian en los intersticios del derecho, internacional privado, sino que se dedican, por las buenas, a la actividad corsaria. Algún desenfadado pirata llegó a publicar libros en Colombia con el sello editorial Morgan and Drake, y en nuestros días, la República Dominicana se ha convertido en el hogar de una próspera industria corsaria que comienza a inundar los mercados de habla española con su producción ilegal.

Finalmente, el abaratamiento y el perfeccionamiento de las reproducciones fotostáticas ha creado, sobre todo en el mundo universitariol un amplísimo mercado sumergido, en el que a veces participa incluso el profesorado. No es sólo ya que los alumnos reproduzcan fotostática mente capítulos o libros enteros, sino que algunas cáte dras elaboran libros de lecturas con esas antologías piratas. Los videos de películas y las casetes musicales están sacando igualmente del terreno protegido de los derechos de autor una gran parte de obras que merecen ese amparo. Cabe esperar, en consecuencia, que la futura ley de Propiedad Intelectual no se deje deslumbrar sólo por problemas gremiales o por planteamientos del pasado, sino que afronte en su conjunto los complejos desafíos nacidos de esta época de aceleradas transformaciones sociales, culturales y tecnológicas.

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