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Reportaje:Ante la clausura del Año Internacional de los Disminuidos

Disminuidos en el ámbito rural, mas difícil todavía

Piana lleva anillos en todos -los dedos y los enseña contenta, diciendo que se los pone porque así está más guapa. Tiene 45 años y una inocencia infantil cuando nos habla de sus héroes de la televisión, de que le gusta mucho el fútbol y las películas, y «de toreros, Palomo Linares, y de cantantes, Manolo Escobar y Antonio Molina». La madre y las vecinas ríen sus ocurrencias. Piana -diminutivo de Cipriana- pasa el día haciendo ganchillo, «aunque lo único que hace es embarullarse», o haciendo vestidos para su muñeca. Charla con las vecinas (Piana dice que tiene cuatro amigas: Toñina, Tosi, Milita y Alejandra, nombres que repite con una rapidez asombrosa), ve la televisión y ayuda a su madre en algunas tareas de la casa. «Me ayuda a poner la mesa o a quitarla», dice su madre, «poca cosa. No se le puede mandar que haga nada porque, aunque ponga voluntad, lo hace muy lentamente. Si friega, es peor el remedio que la enfermedad, porque se pone perdida de agua. Pero hay días, cuando está de malas, que, si le mando hacer algo, se enfada, me contesta: "Yo no soy criada tuya". Y hay que dejarla, no se la puede obligar».Piana no ha recibido ninguna educación especial. Fue alguna vez al médico, sí, cuando era pequeña, pero su madre prefiere tenerla en casa. Además, Piana se puede considerar afortunada en lo que se refiere al capítulo de pensiones porque recibe, junto a las 3.000 pesetas de la Seguridad Social, 5.000 por parte de Cáritas. «Con esto sí la podemos tener. Buena gana de ir a dar guerra a ningún sitio. Además, estamos mi marido y yo solos con ella, y casi nos hace como compañía. Con nosotros está mejor que con nadie».

Piana es un ejemplo de subnormalidad feliz. Parece, haciendo el barullo de su ganchillo a la puerta de su casa, que rompe el tópico de que en las residencias para deficientes mentales se vive mejor. «Ella me hace algunos recados, si se lo escribo en un papel. Todo el mundo la conoce y nadie se mete con ella. Quiero decir que vive bien, bueno, igual que nosotros».

Piana es una excepción en muchos sentidos: recibe dos pensiones, nadie parece discriminarla y tiene unos padres que no se avergüenzan de tener una hija en sus condiciones. Pero esta excepción viene a confirmar la regla de la deficiencia física o mental como un problema cuya solución es, a veces, y más en el medio rural, inalcanzable para los familiares. Así, la madre de Primi, subnormal de 33 años y habitante de un pueblo vecino al de Piana, manifiesta que «habría sido mejor para él y para todos que Dios lo hubiera recogido». Esta es una opinión que aparece más o menos explícita en los casos de deficiencia grave o cuando Ia situación familiar es delicada. Primi sufrió una parálisis a los cuatro meses que le dejó física y psíquicamente disminuido. «Le cogió toda la parte derecha», dice su madre, que cuenta llorando la situación de su casa: el marido, de 74 años, enfermo en la cama; ella, de setenta años, y su hijo, «que sólo tiene 3.000 pesetas de paga, y eso porque el cura se movió para que nos las dieran. Si no es por él, a mi hijo no le ayudaría nadie». Primi no puede realizar ningún trabajo, por mínimo que éste sea. «Hasta para ponerse los zapatos», comenta su ma-

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dre. «le tengo que ayudar, porque él, con una mano sola, no puede atarse los cordones».

La circunstancia de tener unos padres viejos aumenta la inseguridad de estas personas, que tan grandemente dependen de su familia. «Nosotros no sabemos nada de ningún sitio donde le pudiéramos llevar. Yo, cuando le dio el mal, lo llevé a médicos y curanderos, pero nada hicieron por su mejora. Así está y así se quedará. Y menos mal que nos tiene a nosotros, porque cuando faltemos yo no quiero ni pensar lo que será de él».

La ignorancia, una dificultad más

Aquí es cuando el problema de los deficientes mentales se convierte en un callejón sin salida. El deficiente mental que vive en un pueblo no tiene, en principio, ninguna causa para llevar una existencia más infeliz que el deficiente mental de la ciudad. Lo que los hace desgraciados no es el medio, sino que en este medio la ignorancia es mayor y nadie de su familia parece ni saber ni atreverse a preguntar dónde pueden encontrar las salidas o los medios que posibiliten el desarrollo normal de ese familiar disminuido.

Sin embargo, la soledad sí parece ser una de las características del medio rural. No por la cantidad de relaciones que el deficiente tenga, que, por regla general, es mucho más grande en los pueblos que en la ciudad, sino por la calidad de las mismas, por su naturaleza. El deficiente mental de pueblo rara vez tiene ocasión de relacionarse con sus iguales, sencillamente porque lo más seguro es que no los haya, y, en todo caso, prima bastante más la relación con sus respectivas familias que entre ellos.

Esta es la primera queja que encuentra quien hable con Matías, sordomudo de veintisiete años, que a base de tratamientos consiguió oír un poco y hablar otro tanto. «Lo peor de vivir en el pueblo es que me encuentro solo». Matías es vecino de Piana, aunque sus casos no se parecen. Matías sí ha recibido cuidados médicos y educación especial desde que su familia se dio cuenta de su deficiencia. «Aquí no hemos escatimado gastos», dice su padre, un agricultor relativamente acomodado. «Lo tuvimos seis años en tratamiento, hasta que los médicos nos dijeron que no podía recuperarse más. Después fue al colegio en Salamanca, y más tarde, hasta los veintiún años, a otro de Astorga (León). Hemos intentado que aprendiera un oficio para que él pudiera valerse, pero los resultados no han sido demasiado buenos. Ha estado de aprendiz de sastre, de hornero, pagando incluso nosotros; pero cuando llegaba la hora de hacerlo fijo lo echaban, y vuelta a empezar».

Matías soporta no sólo esa soledad del que vive en un pueblo y no tiene con quién relacionarse, sino la discriminación a la hora de buscar un trabajo. En él parece concentrarse toda la injusticia a que está sometido el deficiente mental o físico en el mundo laboral. «No puede estar parado», dice su madre, «y además se siente con fuerza para trabajar, y yo creo, aunque esté mal decirlo porque es mi hijo, que en trabajos en que no se precise lo que a él le falta lo haría igual o mejor que otros». La verdad es que mirando a Matías nadie puede asegurar que sería incapaz de desarrollar una actividad normalmente. Un trabajo que él ha ido buscando constantemente y que hasta hoy le ha sido negado con esa misma constancia. Hoy, Matías, defraudado, se dedica a hacer las labores más fáciles en el campo.

El padre de Matías se arrepiente de haber gastado tanto en su educación: «No es que nos pese haberlo llevado a médicos y a colegios que le suavizaran su enfermedad, sino que lo que ha aprendido en ellos no le sirve de nada, porque no encuentra trabajo. Si él, en lugar de estar en Salamanca o en Astorga, hubiera estado aquí, ahora sabría los oficios del campo. Sin embargo, hoy con lo único que nos encontramos es que ni ha conseguido una cosa ni sabe la otra». Matías mira a su padre y parece comprender lo que está diciendo. Este habla con la cadencia de quien ya ha discutido muchas veces lo que ahora cuenta, de quien ya lo ha asimilado y no le cabe la menor duda de la veracidad y justeza de su argumento. «La situación de mi hijo, por desgracia, es ésa. Ahora quiere aprender fotografía; antes, peluquería, que hubiera sido un buen trabajo para él. Pero es muy tímido y no se atreve a cortar el pelo por el acaso de que lo haga mal. También quiere irse a Salamanca, y es natural, porque allí tiene amigos y amigas sordomudos como él. Nosotros sabemos que quizá allí estarla mejor, pero cómo va a irse si no tiene trabajo».

Matías no quiere resignarse a depender de sus padres ni constituirse en «una carga» para ellos. Ha tenido desde la infancia una fuerza asombrosa para sobreponerse a su defecto y buscar una forma de vida. El no tiene nada que ver con otras personas que con cualquier deficiencia se han quedado en casa haciendo una vida de subnormal.

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