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Reportaje:

Yves Montand: la emoción de la memoria

Yves Montand cumplía anteayer sesenta años. Y los ha cumplido en la escena del Olympia, de París (véase EL PAIS). No ha cabido más perfección en el ejercicio del rito ni más plenitud en la unanimidad de la emoción compartida. El silencio era tan ungido que hubiera podido cortarse con un hilo de seda. Montand llega sin telón, sin un acorde, con una iluminación directa y desnuda, vestido de pantalón y chaleco negros y camisa blanca; arranca con Aragón («Llega un día en que el tiempo ya no pasa, se nos atraviesa en la garganta») y de la mano de Dabadie, Carco, Prevert, Apollinaire, Rimbaud, Eluard, Baudelaire.Nos deja sin resuello durante 110 minutos. Ya se ha escrito todo sobre Montand cantante -véanse libros de Jean Denys, Christian Megret, Alain Remond, etcétera-, sobre la increíble amplitud de su gama vocal, la ferocidad de su preparación, el intransigente perfeccionismo en el control de todos los detalles, el perfecto ensamblaje entre intuición y oficio, y Chris Marker, en su película La soledad de un cantante de fondo, nos lo ha mostrado a pie de obra, en su brega de profesional de la canción; nos ha revelado sus secretos y de alguna manera ha desmontado sus mecanismos.

Y, con todo, la dimensión de novedad, la fuerza de la apelación emotiva permanecen intactas. Su repertorio de hoy lo ha constituido en torno a sus tres grandes temas: el amor, París, la libertad. Se trata de las canciones de siempre, a las que se han agregado las de su último disco; esas canciones que forman parte y al mismo tiempo son expresión de nuestras nostalgias y de nuestro presente, de nuestras grandes esperanzas y de nuestra vida más cotidiana. Malgre moi, L'addiion, Barbara, Casse-tete, Le gamin de Paris, A pied, Duke Ellington, Le petit cireur de Harlem, Clementine, Les enfants qui s'aiment, etcétera. Pero Montand está ahí y su inmensa presencia cancela los límites de la emoción: Catherine Deneuve, Gerard Depardieu, Claude Brasseur, Isabelle Adjani, Béjart, Coluche, Jean Daniel, Isabelle Huppert, Sylvie Vartan, Roger Moore, Françoise Giroud, Jacques Tati, Polanski, Costa-Gavras, Alain Resnais, Marcel Carne están a punto del sollozo como cualquier adolescente provinciana de los años treinta al escuchar la primera versión radiofónica de La dame aux camelias. Menos mal que Pierre Mendes-France y Michel Foucault legitiman con su participación en la ceremonia nuestra caída en lo poético. Menos mal también que Sartre nos había enseñado que la emoción, además de un modo de existencia de la conciencia y de una forma de aprehender el mundo, es una cierta manera de transformarlo.

Pues, ¿cómo resistir al resultado convergente de tantos vectores emotígenos? La canción comulgada, la vida militantemente compartida, la revivencia de todo lo que fuimos, la reafirmación mágica de todo lo que, todavía, podría ser de todo aquello que hubiera tal vez podido haber sido.

Montand es uno de los portavoces privilegiados de nuestra memoria colectiva, el compañero leal de todas nuestras batallas -por la paz, contra el macartismo, contra el franquismo, contra el Gulag, contra Pinochet-, el firmante de todos nuestros documentos, el solidario de todas nuestras urgencias políticas.

Montand, que se ha equivocado con nosotros y que lo ha dicho mejor que nosotros («Nous avons ete cons et ce qui est pire, dangereux», «Hemos sido idiotas y, lo que es peor, peligrosos»); Montand,como Sartre, eminente, sobre todo, en la claridad de sus opciones capitales, en la autenticidad de su vivir diario. Montand, tan cercano a la peripecia de la lucha española por la democracia y culminando con la visita a Madrid, en septiembre de 1975, en compañía de otros artistas e intelectuales franceses para pedir al general Franco la gracia de los cinco condenados a muerte.

Yves Montand -Ivo Livi-, ese niño italiano que cuando tenía dos años emigró a Marsella, que trabajó en la fábrica y en los muelles y que hoy es no sólo un monumento nacional francés, sino el emblema más visible y exhibido de París. ¡Qué espléndida victoria sobre el hirsuto e inagotable chovinismo de estas gentes y estas tierras de Francia! ¡Qué confortadora revancha para todas nuestras impotencias de emigrantes españoles, ciudadanos de segunda junto al Sena!

Y, sobre todo, qué implacable lucidez en la afirmación de la esperanza. Montand acaba de cantar: «El tiempo de aprender a vivir y ya es demasiado tarde... y sin embargo...». Esa voluntad de seguir, de arriesgar, de intervenir, de cambiar, de luchar a contraesperanza que nos constituye en hombres a secas, en la potencia/ impotencia de nuestro proyectar y de nuestro vivir; Yves Montand la dice con palabras de Scott Fitzgerald: «Por lo demás, deberíamos comprender que las cosas no tienen remedio y, sin embargo, seguir decididos a cambiarlas.». Yves Montand está en ello. Nos lo ha dicho esta noche en el teatro Olympia, de París. Cuando cumplía sesenta años.

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