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Tribuna
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La aventura de los conversos

El asunto del carácter converso -de descendiente de conversos, concretamente en este caso- de Teresa de Jesús no parece que se pueda poner en duda ni darlo muchas más vueltas sino como deporte académico, después de las evidencias aportadas por Alonso Cortés y la urdimbre tan consistente y fina con que las han apoyado y explicitado luego estudios como los de Homero Serís, Gómez Menor o Francisco Márquez Villanueva. Incluso por el lado de los Ahumada, diré por mi cuenta en su día algunas cuantas cosas más que están en papeles viejos. Pero no es ahora el caso.El problema de los conversos es en verdad tan complejo que ni siquiera la palabra tiene un sentido unívoco. Sabemos muy bien que cuando tuvieron lugar las grandes conversiones del XIV y del XV, éstas fueron en su mayor parte extraordinariamente fáciles y estuvieron muy lejos de ser únicamente forzadas por el terror. Gran parte de esos judíos se limitaron a cambiar de grupo social, y para ellos la conversión no representó en modo alguno una vivencia trastornadora y dramática; sólo una ventaja económica y social que no dejaron de aprovechar. Por una razón muy sencilla: no creían en nada, y. al convertirse tampoco abrazaron ninguna otra convicción o fe. I. S. Révah ha podido mostrar el manantial del spinozismo en este ambiente escéptico y aun abiertamente crítico de lo religioso, inmanentista, materialista y secular del judaísmo español; y las autoridades religiosas del tiempo y, luego, la Inquisición se quedarían pasmadas de los progresos que ese mismo ,escepticismo e inmanentismo habían hecho entre los cristianos al contagio judaico. Muy equivocadamente se creyó que era que esos conversos judaizaban en el sentido de guardar la ley de Moisés, lo que obviamente también ocurría, pero probablemente en bastantes menos casos de los que parece. Judaizaban, ciertamente, incluso siguiendo afectos a alguna ceremonia mosaica como supervivencia, hábito social o cultural; pero judaizaban sobre todo porque eran escépticos e inmanentistas.

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Fueron muchos más, sin embargo, losjudíos absolutamente sinceros en su conversión al cristianismo; pero también entre ellos hay que matizar al menos dos modos esenciales de ese paso. Un primer grupo, una primera forma existencial de ese paso o conversión fue el de quienes llegaron a la fe cristiana con armas y bagajes, es decir, que aceptaron con total sinceridad la nueva fe y se pusieron a vivirla ardorosamente, pero según su talante judaico, según todas las categorías esenciales del judaísmo ortodoxo, y por tanto volvieron a sentirse los escogidos, despreciando y odiando y hasta persiguiendo a sus antiguos correligionarlos, y apoyando vehementemente la simbiosis judaica, semítica en general, entre política y religión, a la Iglesia-Estado o Estado-Iglesia y a su instrumento esencial: la Inquisición. Al hacerlo encárnaban un viejo sueño: la teocracia bíblica.

Pero para otros judíos, en fin, la conversión constituyó ciertamente una verdadera transformación o metanoia de sí mismos y de su hombre viejo: la caída de Saulo del caballo. Y esto significaba la finiquitud,y abandono de la ley vieja de Moisés y de su aspecto ritual y político, la búsqueda de la religiosidad interior y del amor o caridad como valor supremo, el cristocentrismo. El paulinismo era, en realidad, lo que les había conquistado o el molde teológico o vivencial en el que, de manera espontánea, vertieron su alma a la hora del paso; y se pusieron en seguida a luchar resueltamente contra las externidades y ceremonias, las constricciones políticas y religiosas -las autoridades postizas, mentirosas e impuestas, de que hablaba Teresa-, y a favor de la vida y de la oración interiores.

Iba de suyo, en fin, que, al mismo tiempo que huía al alma río de su alma para estarse allí a solas con Dios como su Esposo, tratara de reformar el mundo que huía y era asco, esto es, «un reino donde unos reciben demasiados honores y otros demasiadas afrentas», y «con un cuerpo enfermo cuyos humores no, congenian», que decía Fray Luis de la España de su tiempo, y a la vez, de una Iglesia inseparable e indistinguible compañera de ese poder cesáreo y de ese cuerpo sócial dividido y enfrentado. Teresa intentó al menos insuflarlo alguna verdad: «Que puede más a las veces un hombre solo y dos, que digan verdad, que muchos juntos».

Y eso es también lo que pensaron e hicieron otros como ella y de su mismo linaje, a quienes sólo desde hace muy poco hemos comenzado a entender: Juan de Avila, Diego de Estella o el mismo Juan de la Cruz, el más silencioso. y aplastado de todos.

José Jiménez Lozano es periodista. Colaborador habitual de EL PAIS.

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