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Tribuna
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En la fuente del nuevo lenguaje castellano

Desde que fray Luis de León, primer editor de las obras de Teresa de Jesús, calificó su estilo como el más alto de nuestra lengua, por la pureza y facilidad, por la gracia y buena compostura de las palabras y por su «elegancia desafeitada», nadie ha rebajado la categoría artística de la monja castellana. Fue Menéndez Pidal quien, entrando en análisis, cifró la clave de su originalidad en una positiva voluntad de desclasamiento del lenguaje: la fundadora preceptúa que «la manera de hablar de sus monjas vaya con simplicidad y llaneza y relisión, que lleve más estilo de ermitaños y gente retirada que no ir tomando vocablos de novedades y melindres»; por eso ella, dando ejemplo, usaría formas rústicas, desviadas de la norma de su estamento cultural. Recientemente, Fernando Lázaro Carreter ha reforzado la tesis, proyectándola sobre el ámbito de signo antifeminista, muy difundido en la época, que no toleraba el protagonismo de la mujer en la cultura.Tesis revisable

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Creo que dicha tesis debe ser revisada. Ante todo, y comenzando por lo más externo, porque difícilmente se compagina con el testimonio de las compañeras de Teresa de Jesús, que afirman, por ejemplo, que «era muy llana en tratar con la gente y enemiga de ceremonias, hipocresías y fingimientos, y, que, como tal, reprendía con grande rigor a cualquiera de sus religiosas que por edificar a los seglares, si con alguno trataba o hablaba, mostraba un punto más de rigor». La norma,de «estilo de ermitaños» ha de ser interpretada en el contexto de la reforma de costumbres usuales en el convento de la Encarnación, donde las doñas marcaban su diferencia de las legas en la distinción del lenguaje; por referencia, también, a la norma fundacional básica de lograr un ambiente análogo -y de ahí el término- a los ermitaños de la primitiva regla carmelitana.

La naturaleza y los destinatarios de los escritos teresianos son tan variados que difícilmente puede suponerse un denominador común. Baste, a este último propósito, cotejar la doble redacción del Camino de perfección, espontánea y tendida con la del códice de El Escorial, cuidada y medida en la del de Valladolid. Por si fuera poco, disponemos de copias posteriores, tal la de Salamanca, que la misma autora corrige línea a línea en formas expresivas. En fin, el recuento de variantes fonéticas totales de las palabras que llamaban la atención de Meriéndez Pidal, si demuestra algo, es lo contrario de su tesis.

Sigue Teresa de Jesús la norma del «escribo como hablo», que a lo largo del siglo XVI se flexibiliza y se hace cada vez más receptiva del léxico y formas populares. Y elige, de manera específica, la forma coloquial porque es la más apropiada a su propósito de apartarse de las vías teorizantes y didácticas de los letrados: ella se circunscribe al ámbito de los conventos y quiere comunicarse con sus hermanas en la misma forma, el coloquio, que habían privilegiado los grandes padres de la tradición monástica; san Bernardo, por ejemplo. Apuntaba, certero, Unamuno que «la mística es en gran parte filología, lingüística». En efecto, los escritos de Teresa de Jesús no son un apéndice facultativo de sus vivencias; constituyen, por el contrario, su expansión natural. La modernidad de nuestra gran mística-escritora radica en que, mientras los espirituales anteriores partían de la teoría doctrinal para, después, aplicarla a la vida de cada uno en formas indiscriminadas de colectividad, ella arranca siempre de la experiencia personal, que trata de comprender en todas sus dimensiones para, en un tercer tiempo lógico, categorizarla y comunicarla, en impulso mistagógico, a los demás. No hace falta que señale el cuño renacentista de tal proceso. Cumple aquí, en cambio, subrayar el papel que la lengua desempeña al servicio de la configuración y de la eficaz comunicación de inefables vivencias subjetivas.

Porque, en lucha gemela a la librada en pos de la liberación del espíritu, Teresa de Jesús ha de esforzarse en liberar a la lengua castellana del encorsetamiento en.que se hallaba constreñida y ha de potenciarla hasta hacerla capaz de configurar y transmitir un contenido nuevo: el alma individual en situación límite. Su testimonio es sobradamente expresivo por sí solo: «Deshaciéndome estoy, hermanas, por daros a entender esta operación de amor y no sé cómo». Por supuesto que en ella, que, si no fue a la universidad, trajo la universidad a sí, afloran sustratos de precedentes literarios: de san Agustín, que le presta el instrumento de introspección, a Osuna, que la ayuda a componer imágenes, y Luis de Granada, cuya retórica sigue. Pero todo pasa por el tamiz de su personalidad. Y así, sin pretenderlo, se. convierte en maestra de arte literario, sentando cátedra de lección perpetua; «más lección», dice Azorín, «en cuanto al estilo, que Cervantes, porque en éste tenemos el estilo hecho y en Teresa vemos cómo se va haciendo».

Víctor García de la Concha es catedrático de Literatura en la Universidad de Salarnanca.

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