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Reportaje:

Marginación social e inclinación a la delincuencia común, secuela de la educación en los hospicios

El pasado martes, día 6, Miguel Angel Escudero, de veinte años, se reunió con Francisco Andrade y Francisco Javier Bueno, antiguos alumnos del colegio-hospicio San Fernando, como él, y compañeros de curso. Convencidos de que sus casos eran muy similares a los de miles de muchachos privados de familia y educados en hospicios, decidieron ofrecer a la sociedad lo que consideran importantes datos sobre problemas tan actuales como la marginación y la delincuencia juvenil. Para todo ello, han contado a EL PAÍS sus experiencias decisivas.

Miguel Angel Escudero, Paco Andrade y Quico Bueno volvieron a encontrarse, cuando ya habían cumplido cinco años, en el pabellón de San Vicente de Paúl del gran colegio San Fernando, a unos pocos metros del hospital psiquiátrico Alonso Vega, acaso un kilómetro después del pequeño cementerio donde luego enterrarían a sor Angeles y a Paquito, que murieron al cruzar la carretera de Colmenar Viejo. Eran tres niños O'Donnell: habían nacido en lo que llaman la maternidad, aunque no se ponen de acuerdo sobre el verdadero título. Saben, eso sí, que son hijos de mujeres solteras, y que sus madres "dieron a luz cerca de Doctor Esquerdo, como casi todas las madres solteras que no tienen recursos económicos ni derechos adquiridos". Como todos, los niños O'Donnell, Miguel Angel, Paco y Quico se enteraron de sus nombres por la monja.

Las hermanas de la caridad de San Vicente de Paúl se encargaron también de recibirles, "cinco años después", en uno de los pabellones de ladrillo del complejo San Fernando, una ciudad escolar llena de vidrios rotos, proyectos de jardín y niños curiosos y expectantes. Varios de los mayores del pabellón, "tendrían unos diez años", habían organizado allí una bondadosa mafia que se encargaba de remediar las injusticias más evidentes. Por ejemplo, decidieron que si la familia del hospiciano Torres era rica y Miguel Angel Escudero se pasaba el día llorando, los juguetes que viniesen para Torres habría que desviarlos hacia Escudero. Durante mucho tiempo, el falso Torres suplantó al auténtico, sin que nadie, salvo los niños mayores del pabellón San Vicente de Paúl, cayera en la cuenta. Si alguna vez venía personalmente la madre de Torres, el suplantador la llamaba "mamá" y ella decía: "¡Qué cambiado está este muchacho!".

Pero los juguetes no remediaban el mayor problema de Miguel Angel: como muchos otros niños del colegio, era incapaz de contener las ganas de orinar. La represión de los meones era bastante dura: tenían un dormitorio especial, y los reincidentes eran obligados a exhibirse en el comedor, con las sábanas sucias sobre la cabeza, como una túnica.

Electrochoque para Quico Bueno

Al cumplir los diez años, Miguel Angel Escudero, Paco Andrade y Quico Bueno se incorporaron al pabellón de mayores, entonces administrado por los salesianos. Los tres habían desarrollado en el pabellón de pequeños un agudo instinto familiar, favorecido quizá por la insistencia de las monjas: "hay que perdonar, hay que perdonar", y por la categoría de ceremonia que tenían las escasas visitas de las madres. En todos los rumores, la madre de tal iba a llevarse a su hijo a casa, y la madre de cual iba a llevarse al suyo de vacaciones. Nadie aceptaba la vida en el hospicio como una situación estable, sino como una circunstancia provisional. Una mala racha que a lo mejor terminaría pronto si se observaba un buen comportamiento.

A Miguel Angel la llegada al nuevo pabellón le pareció providencial: de pronto, y sin que se sepa por qué, dejó de orinarse. Junto a sus compañeros, recogió el primer día un cepillo de dientes y el resto del equipo de aseo como quien recibe una gran responsabilidad, casi una prueba de confianza. Nunca soportaron de buen grado, sin embargo, lo que consideraban una disciplina excesiva: "siempre teníamos que movernos a órdenes que se nos daban con un silbato, y los castigos físicos se aplicaban con demasiada frecuencia". Quico, que era ya muy nervioso, pasaba por grandes dificultades. Además, comenzó a tener sueños terribles. Un día le llevaron al psicólogo del colegio. Quico le contó el sueño más repetido: "veo acercarse dos filas de frailes encapuchados. Tienen hábitos negros. Llegan hasta mí, me sujetan, me atan a la mesa y luego, muy despacio, me extraen las vísceras con ayuda de un cuchillo y me las muestran, una a una". El psicólogo escuchó el relato y a continuación extendió un volante para que Quico se presentase en la Ciudad Sanitaria Francisco Franco. Mientras esperaba turno, vio a una mu jer tendida sobre una camilla. Tenía sobre la cabeza un casco oscuro y lleno de conexiones; sobre una pared próxima se veía una pantalla en la que poco a poco iba dibujándose un gráfico. A Quico le extrañó que la mujer no cumpliese las órdenes que los médicos le daban, a pesar de su difícil coyuntura: "cierre los ojos", y los abría; "ábralos", y los dejaba sólo entreabiertos.

Por si acaso, él procuró obedecer. "Una vez tumbado, sentí qie me picaban en el cuero cabelludo con algún ganchito de metal. Luego me untaban entre el pelo con un líquido viscoso que olía a papel de calco y que me escocía en la piel. Finalmente me acoplaron el casco. Pulsaron el contacto y sentí primero un estallido y luego algo así como una gran confusión y un decaimiento. Me recetaron muchas medicinas. Al cabo de un año más o menos ya no tenía sueños terribles: me sentía flotar sobre mi cama, o participaba en persecuciones de indios que siempre terminaban bien". Pero siguió siendo nervioso y maldiciendo a quienes en su opinión le perseguían: siempre guardaba en el bolsillo unas cuantas servilletas de papel, hacía pelotillas y jugaba con ellas como Humphrey Bogart jugaba con sus bolas de acero en El motín del Caine. De vuelta al colegio, Quico Bueno conoció a Francisco José Bengoa.

El verdadero amigo de Francisco José Bengoa Arteche era, no obstante, Paco Andrade. El caso es que Bengoa se había quedado huérfano de padre, y su familia le ingresó en el San Fernando. Tenía la boca torcida, y a veces los gestos parecían congelársele en la cara y, sin querer, se quedaba con un ojo guiñado y el pómulo tenso y lleno de arrugas. "Ya el primer día comenzaron a llamarle el Boca y a meterse con él. Al poco tiempo, y en prueba de amistad, me enseñó a escondidas la foto de su padre, que era la única persona que le había entendido, y me dijo que ni su madre ni su hermana ni su cuñado le querían. Estaba solo. Más adelante comenzamos a escaparnos".

"El Boca", "el Jaro" y "el Gordo": el vértigo de la velocidad

A. Miguel Angel Escudero no iba a hacerle falta escapar, porque al parecer había cambiado su suerte: su madre le llevaría de vacaciones durante todo el verano. Fue un espejismo. Su madre le llevó a Almería, pero le empleó como camarero y le advirtió: "Si dices en el colegió que te he puesto a trabajar te ingreso en un correccional". Miguel trabajó y guardó el secreto: en el colegio se rumoreaba que los correccionales eran aún peores que el hospicio: "se decía que era imposible salir nunca de ellos y que sólo se podían ver los ojos de las visitas a través de una rendija".

Recuperó pronto el acento de los mayores y comenzó a ir puntualmente a las clases de el Pirata, el Nubladillo, Polifemo y otros maestros agobiados por los motes, la superpoblación infantil y por la impaciencia. Allí seguían estando también Quico Oso Bueno, Paco Andrade y Francisco José Boca Bengoa.

Después de las primeras escapadas, Paco Andrade volvió diciendo que a Bengoa le trataban mal en casa y que se había alistado en cierta pandilla cuyas primeras figuras se llamaban el Jaro y el Gordo. Robaban coches y llevaban todos navaja como quien lleva un último as en la manga. Un día les pillaron por sorpresa desvalijando un garaje de Bravo Murillo. Pasadas unas semanas, Bengoa reapareció en el colegio. Iba y venía, y a veces se llevaba a Paco a su casa. "Yo le veía marchar en su moto a toda velocidad y volver, una o dos horas más tarde, completamente colgado de anfetas y chocolate, con los bolsillos llenos de relojes y anillos".

A los dieciséis años, Miguel Angel Escudero decidió dejar el colegio, y a los dieciocho años y dos días, cansado de buscar trabajo y de discutir con su madre, se alistó en la Legión y fue destinado a Melilla. Al parecer, fue un buen soldado. "La disciplina no me pareció excesiva, y además me ganaba un dinero extra haciendo fotografías". En Madrid, Quico Bueno y Paco Andrade se ganaban la vida como podían. Bengoa hacía nuevos planes; habían matado a el Jaro, y la competencia entre bandas era muy fuerte. Paco seguía viéndole desaparecer tieso y volver cargado de joyas. El 16 de septiembre de 1980, la Jefatura Superior de Policía de Madrid despachó un comunicado sobre la detención del presunto culpable de un homicidio: el 9 de agosto, varios atracadores habían asaltado una gasolinera. Unos segundos después, alguien hizo dos disparos en el interior del Talbot 150 en que huían, y el cadáver de uno de ellos, José Ramón Ledesma, cayó sobre la calzada. Fue Bengoa quien disparó. "Vidal nos había amenazado de muerte a mí y a un hijo que he tenido hace poco", dijo.

Desde entonces, Quico Bueno y Paco Andrade han tratado de reanudar un diálogo imposible con sus familias, y el pasado día 6, en vísperas de su incorporación a filas, se reunieron con Miguel Angel Escudero, que hoy está empleado en una bolera. Si Miguel Angel pone tanta atención cuando les aconseja sobre la mili no es porque los tres hayan sido niños O'Donnell o amigos en el colegio San Fernando. Lo hace simplemente porque sabe que los compañeros de hospicio están condenados a ser hermanos o a ser cómplices.

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