JRJ
Juan Ramón Jiménez no era tonto, hombre, que ya está bien. Juan Ramón Jiménez, ahora centenariado (vamos a ir a Moguer a ver qué pasa), era el que se enteraba de más cosas. Su nostaljia (hay que escribirlo con su bella jota) viene, aparte Moreas y parnasianismos, de lo que no se ha dicho: que los agiotistas del vino arruinaron la familia (como la de Alberti, por otra parte) y Platero se quedó sin huerto de Melibea donde mirar con ojos de azabache el oro de Río Tinto, que siempre fue de empresas extranjeras.Se quedan en el burro quienes no le han leído, quienes no le han amado. Aquí los socialrealistas le ignoran, en una muy nombrada antología, por poeta «apolítico». Toma castaña. Es tan Rilke que hasta tiene un poema (anterior al de Rilke y, por supuesto, a su difusión en España), donde, tocando un árbol, pasa también «al otro lado de las cosas», se siente uno con la vida del tronco, con la palpitación universal, momento exactamente inverso al de Sartre en La Náusea, cuando las raíces del árbol le repugnan por la avidez/avilantez de la naturaleza. Ni Rilke ni Juan Ramón podían ser existencialistas, qué le vamos a hacer: aún no estaba de moda leer Losada, SA. Pero tonto no era, y se enteró de Bécquer y San Juan cuando Núñez de Arce (hoy poco más que una calle) había reducido al tardorromántico a «suspirillos gemánicos». Sólo él entendió a Rubén mientras Clarín, el crítico del siglo (anterior) estaba en Campoamor y Zola. A Machado lo vio siempre terroso, como muerto de antiguo, y a Azorín, «limitado», y a Neruda, «gran poeta malo», y a Cernuda, «malayo y traducido del inglés», y a Sevilla, «con olor a puro», y al Litri (el de su época), demasiado gordo, y el Madrid funcional de los veinte, obra de «masoncitos», y Nueva York, «marimacho de las uñas sucias».
Se enteraba de todo, ya lo creo. Supo ver las obsesiones de los neoyorquinos antes que Dos Passos. En su «Madrid posible e imposible» está todo el Madrid institucionista, culturalista, futurista, clasicista, limpio y nuestro, que él geometrizaba en la Puerta de Alcalá. Ceno estos días con los Fernández-Ordóñez. Le voy a decir a José Antonio que coja ese libro (prosa) de Juan Ramón y pruebe a hacer con él un Madrid ideal/racional. Yo creo que sale. Lee a Curros Enríquez y a Verdaguer cuando aquí nadie. Les llama rejionales, ingenuamente, pero es consciente ya, moro aristócrata, de que España es muchas Españas y quiere hacer de todas un solo texto (más que un contexto, como se diría hoy). Ortega en la ética, d'Ors en la estética y Juan Ramón en la lírica son la sapientísima trinidad que, viniendo del racionalismo francés, del abstractismo alemán, de lo esencial español, andaluz, pudieron reordenar -vertebrar- España para siempre, porque, aparte de ingenios o geniales, son aseados: los más aseados de entre nuestros contemporáneos. Aseados en el pensar, en el sentir, en el crear. Se les ha adjetivado siempre por lo sublime, pero yo me atengo a un adjetivo doméstico: aseados. Y España necesita mucho aseo. Aquí la ultranza inmanentista no suele tener agua corriente en los palacios, y la izquierda populista (hay otra) entra en la mugre como en religión. Asear de religiones este país es lo que hace falta, y Juan Ramón, cada vez más exento, más de piedra y cielo y grito, nos deja limpias las antologías, ventiladas, y sacude el polvo a sus contemporáneos. La tarea fregona del Andaluz/contraluz Universal no es la menos importante de las suyas, aunque la hiciera con estropajo de oro.
Hay un Juan Ramón cívico, radical, que se ha ignorado porque aquí primero se adjetiva a la gente y luego se la lee. Lo que JRJ exige para nuestra cultura (España) y para nuestra arquitectura (Madrid) es lo que hoy se constituye en centenario. Entre nosotros, las cosas, para lograr vigencia, precisan justo cien años.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.