Las mujeres en la "Laborem exercens"
La reciente encíclica Laboretem exercens llega aureolada por dos aspectos que le coiifiereii un interés especial. Por un lado, en la línea de pensamiento del Papa, se advierte una quiebra de cierta magnitud con respecto a las manifestaciones anteriores. Y por otro, la toma de posturas ante los problemas que agitan a su país de origen le dan una claridad de motivaciones no corriente en este tipo de documentos.Pero la evidencia de la intencionalidad papal no nos ahorra la contradictoria disyuntiva en la que nos encontramos aquellos que, exigiendo una sociedad laica, con libertad de conciencia y de creencias, hemos tomado, tanto a lo largo de nuestra historia personal como colectiva, posturas paradójicas ante las autoridades espirituales. Porque no sé si hemos dejado debidamente claro los laicos si lo que queremos es que las autoridades religiosas no se pronuncien ante los hechos soel ales o queremos que se pronuncien como creemos lo deben hacer, o sea, de acuerdo con los principios que profesan. Vivencias que aún podemos rescatar de nuestra memoria, como la satisfacción de los demócratas españoles cuando monseñor Montini -después Pablo VI- se pronunció, ante el Gobierno del general Franco, a favor de unos jóvenes libertarlos, o la tremenda ansiedad con que esperábamos la intervención también del Papa para impedir los consumados fusilamientos de septiembre de 1975, atestiguan lo que estoy diciendo. Pero en realidad todo este razonamiento está viciado por un pie forzado del que se nos obliga a partir: las ventajas, ciertamente no espirituales, con que la lolesia cuenta en el ámbito occidental, y concretamente en España, donde ha quedado refrendada su autoridad en la Constitución. Esta situación complica considerablemente el deseo de los laicos de ser respetuosos con las creencias ajenas; sin embargo, mantener este respeto y reconocer que el magisterio de la iglesia es norte y guía para un sector social parecen premisas imprescindibles de convivencia.
Sirva esta disquisición para aclarar y aclararme porque, a pesar de mi condición de no creyente, me preocupa lo que diga el Papa, y de manera especial -y por razones obvias- lo que diga sobre las mujeres. Por todo ello, también creo que las respuestas que puedan haber de las feministas deben ser lo más matizadas posibles, partiendo de una serena reflexión y no de prejuicios históricos, por justificados que puedan estar.
La inflexión que se aprecia en la encíclica se hace también patente al referirse a la cuestión femenina. Por primera vez el Papa ha tratado el tema sin pronunciarse en contra de anticonceptivos, divorcio o aborto. Y, aunque en lo fundamental mantíene una línea tradicional al analizar la situación femenina en función de la maternidad, se introducen conceptos nuevos que rompen el monolitismo de las concepciones eclesiásticas anteriores. Por un lado, la exigencia prioritaria de la encíclica sobre la revalorización social de las tareas maternas va acompañada de la idea de que tales funciones no obstaculicen a las madres "su libertad, sin discriminación psicológica o práctica, sin dejarles en inferioridad ante sus compañeras". Subrayo la última frase porque introduce un concepto importantísimo: la posibllidad de que ha,ia mujeres que elijan no ser madres, a la vez que se reivindica que todas -madres o no- dlsfruten de los mismos derechos en la sociedad. La maternidad como opción libre queda de nuevo matizada al defender que "la madre que se dedique exclusivamente a la familia" reciba, a través de los diferentes cauces posibles, el salario suficiente que responda a "las necesidades efectivas" de ésta. El que de nuevo estemos ante el conflictivo asunto de que se reciba remuneración por el trabajo doméstico no debe restar importancia a que en la encíclica se especifique que se reclama para la mujer "que se dedique exclusivamente" a éste, lo cual supone que otras mujeres pueden elegir otras soluciones. No se me escapa algo tan evidente como lo problemático que hoy resulta esa opción libre a la maternidad para la mayoría de mujeres, ya que el peso del aparato social -educación, instituciones y leyes- nos aboca a esta función, sin conciencia exacta de lo que hacemos. Pero precisamente por ello hay que resaltar el contenido de la encíclica.
La contradicción más grave que hay que señalar es que el silencio que ahora guarda Juan Pablo II acerca de la anticoncepción no es suficientemente elocuente para invalidar su posicionamiento anterior, claramente opuesto, sino hostil, hacia la idea del control artificial de la natalidad, ni garantiza, por tanto, un cambio sustancial en las actitudes de la Iglesia en este tema. Pero es evldente que, de no producírse ese cambio, se entraría en grave conflicto con las ideas expuestas en Laborem exercens, ya que la idea de que la maternidad no oprima ningún aspecto de la personalidad de la mujer está unida a la posibilidad de que ésta controle su fertilidad, y ello depende de las técnicas anticonceptivas, que hoy aseguran ese control con un escaso margen de error.
Pero además, junto a la libre opción de la maternidad, es necesario poner en consonancia la gravísima problemática derivada de la eclosión demográfica en el Tercer Mundo. La cifra de setecientos millones de habitantes de
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que constaba la población mundial a principios del siglo XIX se ha convertido actualmente en más de 4.000 millones. Coiitrastando con los países tercermundistas, en los económicamente desarrollados se ha prodticido un estancamiento demográrico que ha provocado políticas pronatalistas por parte de sus respectivos Gobiernos. Una y, otra vertiente del problema se articula -nos guste o no- en torno a las mujeres, de tal modo que sólo la clara conciencia y reconocimiento del derecho de éstas a realizarse de acuerdo con sus aspiraciopes personales hará posible que el problema demográfico no se resuelva de nuevo mediante la manipulación de su condiclón en tanto entes reproductores y en detrimento de su libertad y dignidad. Al igual que Juan Pablo II aboga en la encíclica para que el trabajador no sea considerado un "engranaje de un mecanismo movido desde arriba" ni "un simple instrumento de producción", se echa de menos una exigencia similar ante la tarea reproductora de las mujeres.
Tampoco es posible dejar sin comentar el texto de la encíclica que alude a que "las mujeres puedan desarrollar plenamente sus funciones, según la propia íiidole, sin discriminaciones y sin exclusión de los empleos para los que están capacitadas". La específica mención a una división de trabajo en función del sexo conlleva el reconocimiento de una base biológica que justifica tal división. Ello nos remite a un problema que desgraciadamente no ha perdido vigencia, puesto que notables biólogos y antropólogos dedican actualmente muchas páginas a especulaciones y divulgaciones que están logrando reverdecer, sobre supuestas bases científicas, la vieja noción de que la mujer tiene, por naturaleza, un limitado repertorio de actividades socialmente útiles más allá de su función específica para la maternidad y crianza. No es posible, por razones de espacio, entrar en la discusión de estos conceptos, que traducen la eterna polémica entre innatismo y ambientalismo, a la que se remiten muchas cuestiones político-sociales que tienen que ver con el dimorfismo sexual y las supuestas desigualdades de raza o estado social. Dada la conflictividad y trascendencia del tema, hay que pedir que los exégetas de la encíclica se pronuncien con mayor claridad.
Finalmente, no veo razón para que las mujeres no apoyemos la petición de Juan Pablo Il sobre la "revalorización social de las tareas maternas", ya que entiendo que ha sido el desprecio y, ocultamiento de nuestra especial contribución a la reproducción de la vida lo que nos ha llevado a la opresión secular. Aunque está claro que esta revalorización debe ir acompañada de muchas e importantes puntualizaciones.
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