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La desgracia de ser forastero en un pueblo castellano

La Justicia tendrá, seguramente, arduos problemas para esclarecer quién le partió la mandíbula por dos sitios a Ralmundo Domingo, y si fue su hermano Felipe o el vecino de Santa María de las Hoyas, Alberto Parmo, el que dio el primer puñetazo. Lo cierto es que una pelea típica de fiesta de pueblo terminó en una paliza -brutal. sobre los huesos de los dos hermanos que habían venido de Langa de Duero. Una pelea que desbordó-a la pareja de la Guardia Civil y que probablemente no tenga otra motivación que la solidaridad primitiva de los vecinos de Santa María, pueblo en el que, como en otros muchos, los forasteros llevan todas las deperder

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Santa María y Langa son dos pueblos de Soria lindantes con la provincia de Burgos y separados entre sí unas decenas de kilómetros. La noche del 15 de septiembre, los hermanos Domingo habían acudido a Santa María, donde nunca habían estado antes, a cobrar una factura. Pensaban que esa hora era la mejor para encontrar a la gente en casa, ya que durante el día el pueblo se queda vacío, ocupados los vecinos en atender el ganado o el bosque.Se encontraron con que eran las fiestas -el último día, exactamente- y decidieron tomar algo en el bar. Se había hecho descanso en el baile que se celebraba en el frontón y los mozos habían acudido también a beber. Para la una de la madrugada, hora en que empezó todo, había corrido el vino lo suficiente.

En el bar, y en la puerta, con otros amigos, estaba Alberto Parmo lanzando petardos. Cuando explotó uno junto a Felipe Domingo, éste le advirtió de que por poco le quema. Alberto, según sus vecinos, le dio una palmada en la espalda y le dijo: «Perdona, que estamos en fiestas». Felipe, afirma, por el contrario, que lo que recibió fue el primer puñetazo, sin mediar más palabras. Queda una duda sobre quién dio el pistoletazo de salida para lo que terminó en pelea.

Los primeros puñetazos

Se cruzaron unos puñetazos y, aunque algunos se llevaron unos rasguños y Alberto saliera con la camisa rota, allí finalizó el primer asalto. Había una pareja de la Guardia Civil que, al enterarse de la pelea, acudió a ver qué pasaba. Encontró a Felipe y a Raimundo Domingo y los condujo al Ayuntamiento, para aclarar lo sucedido.

Entre tanto, Alberto fue a su casa y se cambió de camisa. A él también lo llamó la Guardia Civil, y fue para el Ayuntamiento. Se corrió la voz y los vecinos de Santa María comenzaron a acudir, mientras se preguntaban: «¿Qué le ha pasado a Alberto?». La respuesta hace de banderín de enganche: «Que le han pegado unos forasteros ».

En un pueblo como Santa María de las Hoyas, de 242 habitantes, plantado en medio de la sierra, los habitantes podrán tener o no sus diferencias internas, pero ante el forastero reaccionaron como un solo hombre, y por supuesto dándole, de entrada, la razón a su convecino, la tuviera o no.

Una segunda característica de la psicología rural fue decisiva: el honor del lugar. «Es que», comentan los lugarenos, «no se puede venir a pegarle a uno a su propio pueblo». El remolino de gente qu se había formado en la plazuela frente al Ayuntamiento., estalló finalmente contra los dos hermanos forasteros, en presencia de la pareja de la Guardia Civil, que nada podía hacer a pesar del santo respeto de la fuerza disuasoria que la pareja tiene en los pueblos. Un pelotón completo no habría bastado, probablemente.

Felipe y Ralmundo Domingo cuentan que hasta mujeres, niños y viejos pedían que les mataran. El primero pudo parapetarse tras el guardia civil que, junto a su compañero, trataba inúltilmente de protegerles, pero a Raimundo lo despegaron del grupo y, lo molieron a palos. Su mandíbula sufrió una doble fractura.

¿Quién le partió la cara?

Los del pueblo no niegan esta versión de la última pelea. Tampoco en esta ocasión hay forma de aclarar cómo comenzaron de nuevo los golpes, pero es lo cierto que los lugareños de Santa María reaccionaron de forma unánime, y en grupo de veinte o treinta personas arremetieron contra los forasteros. Nadie sabe quién (o quiénes), en concreto, le partió la mandíbula a Raimundo Domingo. Allí estaban los amigos de Alberto, su hermano Abilio; incluso un tal Esteban Almazán, concejal del municipio, participaba.

Blas Parmo, el padre de Alberto, asegura que su hijo no tuvo ya que ver en la segunda pelea, porque estaba tratando de explicarles a los guardias civiles cuando se reavivó la violencia. Y para hacerse creer, sentencia: «Que no tenga yo más salud si no es la razón lo que le digo». Por fin llegó más guardia civil, del puesto de San Leonardo, pueblo vecino llamado San Leonardo de Yagüe por haber nacido allí el famoso militar, y se consiguió calmar los ánimos.

La familia de Alberto está contrariada, y admite que lo que haya que responder ante la justicia, debe ser satisfecho; pero, como todo el pueblo, da la razón a su hijo y sus amigos, y no deja de anotar que «por la parte de Langa tienen fama de camorristas». En palabras del propio Blas Parmo: «Si es en Langa, los tiran al Duero y no aparecen ni vivos ni muertos».

Brutalmente apaleados los dos forasteros, son llevados al médico del pueblo para que les haga la primera cura. El médico aconseja que se les traslade a un centro hospitalario, y la Guardia Civil llama a la ambulancia de Burgo de Osma. A esa hora no se localiza al conductor habitual, que es el hijo del dueño, y éste requiere los servicios de otro vecino que pueda conducirla.

Aquí comienza el segundo conflicto de los hermanos Domingo. Como su pueblo está volcado hacia Valladolid, e incluso Felipe estudia allí, desde el primer momento insisten en que les lleven a esta ciudad; pero el conductor eventual de la ambulancia, que no se imaginaba tal viaje, de noche, no lo ve claro.

El dueño, por su parte, quiere asegurarse que, cuando el juez decida sobre las responsabilidades, alguien le abone el servicio. Pero no es cierto, según fuentes del Gobierno Civil de Soria, que pidiera 20.000 pesetas a los heridos, sino la firma de un justificante del viaje y sus circunstancias.

De una forma u otra, y aunque la Guardia Civil insiste en que los lleve, el conductor de la ambulancia se niega a hacerlo. Felipe Domingo se vio obligado a tomar su propio coche, subió a su hermano y marchó, conduciendo él mismo, hasta el hospital de Valladolid, en cuya entrada de urgencias finalizó la odisea.

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