La triste orientación de los problemas universitarios
Encontrar, el 6 de septiembre, en EL PAIS, como tema para debate, la LAU, supone una de las pocas alegrías que podemos gozar los que nos movemos en el ámbito universitario. Alegría porque por fin se intenta tratar en serio el problema universidad; pero, eso sí, una alegría a lo Chaplin, no exenta de tristeza, porque no deja de ser triste la orientación que al respecto parecen tener quienes manejan los resortes para su resolución.Angel Viñas, ilustre economista-historiador, al que admiro profundamente por su objetividad profesional, parece ser que aún no ha comprendido la idiosincrasia de los diferentes colectivos que conforman el ente universidad; y eso es grave en un director general de Ordenación Universitaria. Existe un estamento -los estudiantes- que es consustancial al concepto universidad y del que parece haberse olvidado. Habla de la desmoralización y frustración de los profesores, pero no menciona a los estudiantes, como si nosotros fuéramos punto y aparte. Y esto es un grave error si, de verdad, se quieren buscar soluciones, porque no creo que la falta de las mismas se deba a trifulcas ideológicas -como Angel Viñas supone-, sino más bien a una ausencia de voluntad política -independiente de las ideologías- que llega a negar el peso específico de un sector que, sin él, no se podrán establecer jamás las bases necesarias para un desarrollo armónico y pacífico de la vida académica.
El señor Sáenz de Miera toca uno de los problemas más espinosos: el de las fuentes de ingresos. También es desolador que tanto este señor como el señor Viñas enfoquen el tema bajo una óptica pequeña y estrecha sin llegar al problema de fondo. Claro, cada uno barre para su casa: el primero -fundación universidad-empresa- nos deleita con el maravilloso modelo americano: la privatización salvaje; el segundo -aparato del Estado- cree en el incremento de las tasas académicas como la solución ideal. Pero nadie exige una remodelación de los Presupuestos Generales del Estado y, una inversión por parte del mismo alrededor de un 1,4% del PNB, como ocurre prácticamente en todos los países europeos, en concepto de investigación, que, lógicamente, repercutirá también en la docencia universitaria.
Con respecto al señor Peces-Barba, me gustaría matizar algunas de sus afirmaciones y comentar otras.
En primer lugar, he de aclarar que el último proyecto de LAU que tengo en mi poder es una fotocopia del BO de las Cortes Generales (fecha 15 de enero de 1981). No sé si se ha dado al público alguno posterior, pero, sea como sea, me parece ver en este asunto los rasgos característicos de un oscurantismo político impropio de un partido democrático y socialista.
Tanto Angel Viñas como Peces-Barba intentan hacernos creer en el progresismo de la LAU-Seara (Peces-Barba ahora también en la LAU-Díaz Ambrona), olvidando ambos los dos manifestantes muertos por no creerla así. Yo no discuto que, cuando no hay nada, más vale algo. Pero pienso que se está éticamente obligado a que ese algo sea más bien un casi todo.
Es curioso también que de los once puntos que extrae como más importantes de la nueva LAU, no exista siquiera uno en donde seamos los estudiantes los directamente beneficiados.
El señor Peces-Barba afirma que con la LAU va a existir «un control a todos los profesores permanentes sobre sus actividades docentes e investigadoras cada cinco años». Pero la cuestión no reside sólo en que exista, sino también en quién ha de llevarlo a cabo.
Me es muy difícil creer que toda LAU que se elabore como las elaboradas hasta ahora pueda asentar «los criterios objetivos y de justicia en la fijación del acceso de los estudiantes a la universidad». De todas formas, si así se asegura, la historia lo confirmará.
Hablar del carácter democrático de una ley donde se afirma que en la composición de las juntas de facultad o escuelas «deben figurar como mínimo un 60% de profesores» (artículo 28.2, F.) es una ligereza extraña en un parlamentario, y máxime si éste es de la izquierda, porque, en realidad, ¿qué es lo que se asegura aquí? Y es. que lo que falta es esa voluntad política que llevó a decir a G. Celaya que hay que tomar partido hasta mancharse, que en términos de democracia significa no utilizar a ésta sólo como sistema organizativo de un Estado, sino como filosofía de la vida que ha de ponerse en práctica las veinticuatro horas del día y no sólo en el Parlamento o en los períodos electorales.
Por último, pido modestamente que reflexione el señor Peces-Barba y no asegure que ésta es una ley a la «que no se le puede negar el pan y la sal» de una manera tan tajante, ya que puede dar la impresión de una perfección que en términos absolutos es incompatible con cualquier ley, y de una posesión de la verdad absoluta. De pequeño me dijeron que, al parecer, la única verdad absoluta es la Biblia.
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