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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Paso al melodrama

El idealismo, la fe en lo imposible y la utopía, de un lado; del otro, la lucha de cada día, el tesón, la organización, el realismo materialista. Resuena aún la dialéctica de Marta y María; Buero le plantea en una barriada pobre, en un girón urbano donde el enemigo -el Caimán metafórico: los poderosos, los explotadores- va devorando a sus víctimas, que tratan de defenderse. La conclusión llegará al final: la acción es imprescindible, es decisiva; pero sin la utopía quizá no fuese suficiente. No es una idea de una gran riqueza, ni de una excesiva novedad, pero tampoco es inoportuna o extemporánea. La casuística teatral elegida por el autor es más o menos ésta: una pareja perdió a su hija que cayó a una profunda fosa en un solar donde se había empezado a construir -una estafa de una inmobiliaria- y el cuerpo no apareció nunca: la madre cree que la hija vive -quizá en unos misteriosos jardines subterráneos, o en unos refugios antiatómicos- y el padre trata de hacerla aceptar su muerte y de explicar que su misión está en luchar por los hijos de los demás. Varios personajes se mueven en torno a ellos; los principales, con biografías en los que se dan también estos componentes básicos de utopía y realidad.

Caimán,

de Antonio Buero Vallejo. Intérpretes: María del Puy, Fernando Delgado, Lola Cardona, Francisco Hernández, Sara Gil, Carmen Rossi, Carlos Lucini, Victor Barreiro, Gemma Amorós. Escenografía de Antonio Cortés. Dirección de Manuel Collado. Producción de Salvador Collado, con la colaboración de la Dirección General de Teatro y Música. Estreno: teatro Reina Victoria, 10 de septiembre de 1981.

Hay un arranque de costumbrismo con interés dramático. Aparecen temas y personajes de nuestros días: el paro que conduce a la mendicidad con la pequeña pancarta habitual, los maestros que intentan llevar al barrio a un consuelo cultural, el desencanto, la preparación de una manifestación, los disparos contra la casa de cultura, la violación...

Buero ha sabido siempre hacer esta clase de pinturas; aquí tiene algunos rasgos de esa sabiduría. Pero no parece hacer demasiados esfuerzos por evitar que todo ello se le vaya por el derrotero de lo que comúnmente se llama melodrama: la explotación del sentimentalismo, la obsesión dominante por la angustia de la madre. Incluso parece que ha querido acentuar esa vía: como si se hubiera decidido a no negarse a sí mismo los recursos de teatralidad -en el mal sentido de la palabra- que en otros autores parecen dar tan buenos resultados.

A pesar de toda la riqueza de situaciones, biografías y personajes que despliega, se enfrasca finalmente en una situación única que arranca lágrimas de las espectadoras más aptas -se veían los pañuelitos- como en los buenos tiempos de Sautier Casaseca. La vocecita de la niña perdida -tan mal grabada, por cierto-, la puerta por donde quizá aparecerá, la desolación de la madre; incluso la escena donde se trata del reconocimiento de un cadáver, con su descripción -zapatitos, girones de ropa- que eleva más aún la lágrima.

Como Buero, por el conjunto de su obra, no parece un autor sentimental ni facilón, sino más bien frío, nos pone en la duda de no saber claramente si es que la obra se le ha ido de las manos, si la situación melodramática le ha ganado o si, por el contrario, ha trabajado con esa frialdad para ganarse al público, para obtener un éxito que le permita durar, como dijo en las palabras finales respondiendo a las ovaciones con que se le premiaba.

Sentimentalismo teatral

En todo caso, la dirección de escena, de Manolo Collado -en quien hay, por lo menos, un par de antecedentes de sentimenialismo teatral- ha subrayado con fuerza ese tono y lo ha aprovechado al máximo, sacando de relieve -de contexto- las escenas que se prestan a ello y forzando la interpretación al sollozo, el grito, el tic. Se pasa el autor, se pasa el director, se pasan los intérpretes. De muchos de ellos queda el buen oficio, la capacidad de hacerse entender, como sucede con Fernando Delgado o con Carmen Rossi; a Lola Cardona, también de buen oficio, le embarga la emoción auténtica, y para el tipo de espectadores buscados puede ser la clave del éxito de la obra. Francisco Hernández tiene un personaje muy difícil: el del materialista, que tiene que dar el contrapunto de las emociones de los demás, pero dejándose a veces ganar por ellas -el juego de utopía y realidad-; Sara Gil no sale adelante, y a María del Puy -narradora, con un conato de distanciadora, que nos va contando la obra al mismo tiempo que sucede- no se la entiende demasiado bien.

Noche de estreno

El acto social del estreno era, en sí, un espectáculo. Había expectación; y un grupo de gente, en la puerta, sin entrada, con la esperanza de poder pasar. Tomó un carácter político con la presencia del presidente Calvo-Sotelo, con la de algunos ministros, algunos ex ministros y otros que quizá lo sean cuando llegue la crisis. Estaban al gunos de los máximos representantes de los partidos del «arco parlamentario»; y académicos, intelectuales de todas clases. Sus esposas contribuían al llanto y la emoción, y ellos se tranquilizaban en cuanto al mordiente político de la obra: el caimán la puede digerir bien. Lo angosto del vestíbulo y del pasillo y la decisión de empezar, por una vez, cerca de la hora anunciada, produjo un pequeño tumulto que impidió escuchar las primeras escenas de la obra; Fernando Delgado tomó la decisión insólita -por nunca vista-, pero indudablemente acertada, de suspender la representación para que volviese a empezar da capo cuando ya el ilustre senado ocupase sus asientos y cesasen los rumores. Hubo gritos de silencio y de acusación a los retardados; hasta alguno, en las últimas filas, proclamó su condición de antiguo combatiente de la República para afirmar su derecho de reclamar orden y respeto. Todo daba la sensación de que el teatro estaba vivo; y las conversaciones en el entreacto sobre el regreso del Guernica en la misma mañana permitían suponer que había una gran preocupación de la clase política por la cultura (incluso el ministro de Cultura estaba allí). Agradezcamos a Buero y a Collado que hayan promovido esta ocasión; y agradezcamos a estos grandes espectadores que, con su lanzamiento de ovaciones, puedan haber contribuido a que la obra salga adelante. Si sirve para que Buero dure, como él mismo dijo, ya habrá tenido una utilidad. Porque sigue siendo preciso que Buero dure.

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