Las dimisiones oportunas
¿Es lo mismo dimitir que irse? La pregunta no es ociosa, y mucho menos en un país donde los políticos desde hace muchos años no han hecho ni una cosa ni otra. En los últimos tiempos, sin embargo, parece que la dimisión empieza a tener adeptos. Adolfo Suárez y Fernández Ordóñez han sido los últimos ejemplos. La dimisión en política, a caballo siempre entre el gesto moral y la impotencia, es, no obstante, un saludable ejercicio de libertad personal. Si se hace desde el podp.r, una inest;mable lección de despego por ¡as prebendas que cualquier cargo acarrea. Con una condición: que se expliciten muy claramente las razones políticas de esa dimisión. La tendencia, al parecer imparable, de los políticos españoles de la democracia a hacer intimismo y a camuflar con frases de ambiguo contenido sus motivaciones, algunas de ellas por lo menos, suelen empañar las dimensiones, siempre respetables, de la dimisión. Suárez, desde las pantallas de televisión, nos hizo una de sus acostumbradas escenas de sofá, dejándonos a dos velas sobre las verdaderas y profundas razones del momento y el modo de marcharse. Y dijo aquella famosa frase, todavía pasto de exeetas y publicistas, sobre el paréntesis democrático. Fernández Ordóñez ha seguido ahora la misma línea. Y su famosa carta, donde once veces, once, emdlea el adjetivo posesivo mi, siendo absolutamente fiel a la compleja, y en tantos sentidos admirable, personalidad humana de su autor, escamotea y diluye algunas de las motivaciones políticas últimas de su decisión. En política democrática no se puede ni escribir entre líneas ni sugerir razones, sino darlas; ni dejar colgando frases para ulteriores interpretaciones de avisados comentaristas especializados en la ciencia de auscultar los cenáculos políticos matritenses. Fernández Ordóñez, como Suárez, dimite del Gobierno, pero no se va de la política. Hay entonces que hablar más claro, mucho más claro, y no andarse por las ramas de la literatura. La política es muchas cosas. Pero literatura, desde luego, no es.Es curioso lo que está pasando en la política española. Los políticos en general se han despegado del electorado, y sus contactos con las bases son escasos. Depositarios de la voluntad popular expresada en las urnas han ido estrechando los canales de comunicación. Inexorablemente se ha producido -y no precisamente como compensación-, un aislamiento personalista que muy a menudo se refleja en las actuaciones concretas y en las decisiones que rara vez se comparten. Suárez no consultó con sus ministros cuando decidió dimitir. Fernández Ordóñez no ha dicho esta boca es mía a sus familiares de ala de partido, más allá de la transmisión de su intranquilidad por cómo iban las cosas en UCD. Unos meses antes, la salida de Ramón Tamames del PCE se produce sin que sus electores comunistas reciban una explicación no estrictamente personal respecto, al abandono del partido que le presentó a las elecciones. Son casos, evidentemente, muy distintos y de consecuencias políticas no comparables. Pero en todos ellos, como en otros que podían citarse, existe el denominador común de un excesivo desenganche del ineludible compromiso ante la opinión pública o ante las bases de los partidos, y una tendencia a sustituir Ias razones de índole política por otras, más personales, sin duda respetables y muy dignas moralmente, pero donde se ve una clara inclinación hacia la pri macía de los valores individuales sobre los colectivos. Cuando, en buena lógica democrática, y sin desconocer el complejo tema de las relaciones entre la fidelidad a la propia conciencia y los man datos de representatividad, de bería ser exactamente el inverso.
El fenómeno, por otra parte, debe enmarcarse dentro de una singular característica de la clase política española, explicable dadas las arduas circunstancias históricas del período de transición, pero tremendamente perniciosa de cara al país, y que podría definirse como una sintomática y paulatina pérdida de confianza y de ilusión en la tarea de construir un Estado democrático. Ilusión es una palabra probablemente evanescente. Pero resulta imposible hacer nada en política sin tenerIa en cuenta. Los políticos españoles están, o aparecen, cansados. Se acusa aquí una evidente falta de profesionalidad y un accceso a la política, en muchos casos, no suficientemente meditado en función de las circunstancias de la primavera de 1977. Hay una especie de desengaño, un tanto infantil, a la vista de la dureza de las dificultades del medio. La peligrosidad de este sentimienlo es evidente porque alcanza principalmente a los que pudiéramos llamar políticos de la democracia, de la izquierda y de la derecha liberal, y no se da en absoluto entre los que nadaron bien políticamente en el franquismo o son miembros de la derecha autoritaria. El apasionamiento de estos últimos es evidente que responde mejor a las necesidades psicológicas de una sociedad que no ha terminado de asumir del todo el riesgo de la libertad. De ahí lo preocupante de ver cómo, mientras la derecha de UCD, o sea, la derecha de la derecha real, se coexiona, aprieta filas y busca alianzas, los sectores más reformistas se debaten en una permanente agonía intelectual, de la que la carta de Fernández Ordóñez es su más acabado ejemplo.
Pero es que, además, hasta el momento, las dimisiones no suponen en absoluto un abandono de la política, sino la búsqueda de un nuevo posicionamiento de cara al futuro. Algo así como un apartarse a la orilla cuando las aguas bajan turblilentas. Es una opción perfectamente respetable, pero que debería expresarse con claridad y sin falsos pudores. Nadie abraza un credo político con la fe del carbonero. De modo que nada hay de vergonzoso en abandonar un barco si éste toma derroteros distintos a los que le hicieron a uno embarcarse en él. Pero puede resultar poco convincente cuando el desembarco es estrictamente personal y el rumbo definitivo no está todavía fijado. Y con un horizonte electoral, por más señas. Fernández Ordóñez es y ha sido uno de los grandes políticos de la transición. Su puesto en la escasa lista de reformistas de nuestra historia está garantizado. Lo mismo que Adolfo Suárez. Ambos dimitieron muy oportunamente. Salvando, naturalmente, la dignidad del gesto de apearse del poder y el irrenunciable derecho a hacerlo, la historia de los próximos meses nos dirá cuál es la diferencia entre oportunidad personal y oportunismo político.
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