La dimisión
LA DIMISION de Francisco Fernández Ordóñez ha inaugurado el nuevo curso político de forma espectacular y relativamente sorprendente. Todos los esfuerzos de Leopoldo Calvo Sotelo para mantener artificialmente al Gobierno que preside, al margen o por encima de los conflictos que desgarran al partido que no preside, han quedado desbaratados en menos de veinticuatro horas por la decisión de este hombre de no desempeñar por más tiempo el papel de falso testigo en el proceso de desplazamiento hacia posiciones cada día más conservadoras de UCD.Son relevantes la controvertida filtración de la dimisión de Fernández Ordóñez -desde los propios círculos gubernamentales, según unos, o desde el mismo equipo del dimisionario,según otros- y el tratamiento dado en algunos medios a esta dimisión, presentándola como un cese fulminante ante un supuesto ultimátum del ya ex ministro de Justicia. Fernández Ordóñez ha salido al paso de las especulaciones haciendo pública su carta al presidente.
La piadosa ficción de que el Gobierno apenas tiene que ver con el partido, o que UCD es simplemente ese pariente pobre e impresentable que algunas familias distinguidas albergan en las habitaciones de servicio, era tan dificil de sostener con argumentos lógicos como imposible de mantener a la larga en la práctica.
Leopoldo Calvo Sotelo no se aloja, es verdad, en el palacio de la Moncloa por haber encabezado una lista victoriosa en unas elecciones generales, sino porque el Comité Ejecutivo de UCD decidió a comienzos de este año, a iniciativa del dimitido presidente, designarle como sucesor de Suárez, el congreso de Palma ratificó ese nombramiento y los diputados centristas votaron disciplinadamente su investidura. Sería lógico, por tanto, que los miembros del Gobierno se sintieran afectados plenamente por los conflictos que se desarrollan en el seno del partido centrista, especialmente por esa convergencia objetiva que se está produciendo entre las exhortaciones programáticas de la llamada plataforma moderada -y que tiene coloraciones y visos cada día más reaccionarios- y las tomas de posición gubernamentales. Lo más notable de la actual situación, es que el presidente del Gobierno, a la vez que manifiesta un olímpico desprecio hacia lo que sucede dentro de UCD, comienza a mover se hacia una dirección mucho más cercana a la que propugna la minoría centrista, organizada en esa plataforma que los democristianos controlan, que a la que defiende la mayoría vencedora en el congreso de Palma y en las elecciones intrapartidistas anteriores al verano. En esta perspectiva, las referencias de la carta de Fernández Ordóñez a la "lucha enormemente costosa y desestabilizadora dentro del propio partido" que implicaría llevar adelante su propio "proyecto político", y a su propósito de recuperar su identidad pública y recuperar su libertad de movimientos, iluminan el sentido último de su decisión. En un país en el que los ministros, directores generales o simples consejeros y asesores mantienen el fuego sagrado de las tradiciones franquistas, según las cuales es preferible la muerte a la dimisión (tal y como el trío de la colza, se encarga de ejemplificar todos los días con obcecación digna de mejor causa), la renuncia del ex ministro de Justicia es, además de un gesto de clarificación política sobre los objetivos y la política de Gobierno de UCD, un ejemplo de dignidad personal. Si Fernández Ordóñez había llegado a tener la certidumbre de que la deriva de UCD hacia la gran derecha con vistas a las próximas elecciones es una decisión ya adoptada por el presidente, su decisión de recuperar su libertad de movimientos parece poco reprochable.
Francisco Fernández Ordóñez sale del Gobierno con el capital político -por el que unos le elogian y otros le crucifican- de ser el responsable directo de los dos únicos pasos que ha dado UCD para transformar la sociedad española al margen del propio contenido de la transición política: la reforma fiscal y la ley de Divorcio. En ambos proyectos, y desde las posiciones moderadas de su partido, encontró los mayores obstáculos y frustradas campañas de desprestigio político. Sus críticos se han obstinado en señalar que ambas cosas eran más propias del programa de la oposición que del programa del Gobierno. Sus seguidores han insistido en que estos ribetes de progresismo prudente que la figura de Fernández Ordóñez prestaba a UCD eran lo único que justificaba el apellido centrista del partido y lo que evitaba -junto con algunos escarceos de la política exterior de Suárez la alineación de su programa con la más descarnada de las postulaciones derechistas. Pero no todo pueden ser elogios a la figura del ministro dimisionario, que entre otras cosas se ha dejado en el tintero la tarea de agilizar y modernizar -democratizar- la administración de justicia.
Entre los poderes fácticos, éste sigue siendo uno de los más necesitados de reforma. Leyes como la del jurado y un nuevo sistema de elección de jueces podrían haber coronado la obra de Fernández Ordóñez. No ha sido así, y es una lástima. Porque hay que suponer que después de su salida del Gobierno el tema resultará aún mucho más dificil e improbable de que se realice.
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