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Tribuna
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El miedo a un holocausto atómico

¿Vivimos en una época de lealtades poco consistentes? ¿Nubla el miedo a un holocausto nuclear las mentes de las gentes hasta tal punto que no saben ya quiénes son sus amigos y quiénes sus enemigos? ¿Que no saben si están del lado del presidente de Estados Unidos o del dictador libio? El miedo a un desastre nuclear puede jugar extrañas pasadas. Es un temor con movimiento de ola. Se rechaza y parece desaparecer durante largos períodos; pero algo sucede entonces que lo hace volver con una fuerza inesperada. A la generación del 68, ese gran movimiento juvenil de nuestra época, no le preocupaba un posible desastre atómico; incluso, en sus momentos más apasionados, los jóvenes hablaban de diferentes problemas, soñaban con diferentes revoluciones, cultivaban diferentes temores y mitos, tenían diferentes enemigos: su mundo parecía ignorar la época atómica, los peligros nucleares, la necesidad de una limitación en el campo nuclear.Pero, incluso cuando no parece interesarle a nadie la bomba atómica, existe cierta tensión en el ambiente de nuestros días que sugiere que los temores eliminados han encontrado salidas diferentes. De repente se extienden por el mundo alarmas de todo tipo: drogas, terrorismo, amenazas ecológicas varias, el envenenamiento de la atmósfera, el agotamiento de los recursos de la tierra, el hambre, la crisis del petróleo; todos estos problemas y otros más adquieren una dimensión total que sugiere que el hombre contemporáneo mantiene siempre, en lo más profundo de su cerebro, el miedo a un holocausto nuclear que proyecta sobre todo su entorno.

Nunca hasta ahora había vivido la comunidad humana bajo la amenaza de una extinción total, a pesar de que han existido muchas naciones y civilizaciones enteras que se dieron cuenta, aveces a lo largo de varias generaciones, que estaban abocadas a la desaparición.

Pero en la actualidad existe una única sociedad humana sobre la tierra, y la humanidad entera, la especie humana, sabe que está en peligro. Además,tenemos antecedentes que nos dicen lo que sería un holocausto global. Las mismas palabras, holocausto y genocidio, estaban casi olvidadas, parecían pertenecer a lejanas épocas oscuras y fueron resucitadas para definir el destino de los judíos en la última guerra mundial; pero ahora acuden con mayor frecuencia a nuestras mentes y a nuestros labios, como avisos del posible destino de la humanidad.

Nuestras vidas son un continuo temor. Pero nadie puede vivir continuamente asustado. Por eso la mayoría de la gente aleja su temor al desastre atómico y busca seguridad en el progreso de la industria, la ciencia y la tecnología, en las maravillas del transporte y de las comunicaciones electrónicas instantáneas: vivimos en un mundo maravilloso.

Pero, de vez en vez, sucede algo que nos obliga de repente a ser conscientes del peligro permanente y que nos devuelve nuestro temor reprimido. En todas las naciones democráticas la creciente alarma provoca grandes debates: se cuestionan todas las verdades comúnmente aceptadas, se rechazan todas las medidas decididas hasta la fecha.

Pensar por la humanidad

Esto no es malo en sí; es mejor tener gente con pensamientos equivocados y confusas lealtades que dejar que unos dirigentes omnipotentes nos conduzcan a un destino desconocido. Las democracias tienen que pensar por toda la humanidad. Cuando llegue el momento decisivo es tremendamente vital que quienes no han olvidado jamás la existencia del peligro nuclear y hancontribuido a idear medidas para intentar reducirlo y contenerlo se muestren activos y sin trabas en la presentación de sus argumentos. Hay que volver a repasar pacientemente estos argumentos, ya conocidos, y seguir buscando nuevas ideas llenas de esperanza.

Pero, sinceramente, no veo que haya ninguna idea nueva. Las nuevas alternativas a nuestra política tradicional de mantener el equilibrio de poder y trabajar para la consecución de unos acuerdos de control de armamentos no son nuevas en absoluto: el desarme unilateral o la aceptación unilateral de una situación de inferioridad, el neutralismo, la idea de una tercera fuerza europea entre las dos superpotencias, son todas alternativas que ya han sido anteriormente discutidas y puestas a prueba hace dos o tres décadas y que fueron rechazadas por considerarlas incompletas. No resultan hoy más atrayentes que hace una generación.

Se sigue sin ver ningún atajo fácil que nos conduzca a una edad de oro de paz y amistad entre todas las naciones. No tenemos más que nuestra vieja receta para la paz: defender el equilibrio de poder, buscar acuerdos de limitación de armamento, trabajar en favor de la coexistencia y la distensión, esperar que las sociedades totalitarias cambien desde dentro, todo ello a tiempo para poder evitar la guerra nuclear.

No es una vía fácil y no garantiza un éxito seguro. Pero los atajos son más peligrosos; conducirían exclusivamente a una opción entre la rendición y la guerra, lo que significaría, en último término, una guerra cierta. Quienes acaban de descubrir el miedo a un desastre nuclear y exigen total seguridad de manera inmediata no harían más que llevarnos a ese mismo final que quieren evitar. No se puede salvar la paz del mundo sin arriesgarse.

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