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Reportaje:

La cultura prefiere El Sardinero a La Magdalena

Cuando avanza la tarde, una fila infinita de coches toma a cámara lenta la curva peligrosa que baja hasta el paseo de Castelar, donde Santander muestra las enloquecidas huellas del turismo de agosto Caravanas de coches inmovilizados en los últimos tramos del paseo hacen sonar sus bocinas a pesar de que el Ayuntamiento ha sido siempre severo en esto de la reglamen tación de ruidos. Hay que salir con suficiente antelación para llegar a tiempo a la plaza Porticada, donde esta noche el Festival Internacio nal de Música ofrece otra de esas veladas inolvidables. Hay que evitar cuidadosamente también el encuentro motorizado con los que prefirieron, al baño de la tarde y a las conferencias del pa lacio de La Magdalena, los recitales de la plaza de toros y soportar con paciencia la conducción por calles estrechas tapizadas de coches montados a horcajadas en las aceras congestionadas hasta aparcar en cualquier cuadrícula milagro samente libre.Música en la capital cultural del verano

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«Mi querido amigo, hay que ver, nos encontramos en todas partes. ¿Qué les ha parecido esta versión? Totalmente de acuerdo; los solistas muy flojos, pero el coro, ah, el coro es magnífico». El entreacto musical de esta noche se ha presentado algo más tarde que de costumbre y las cafeterías que quedan abiertas a estas horas han quedado reducidas a la mitad. Una multitud bronceada y a todas luces selecta se abre paso por las escaleras improvisadas del auditorio protegido con toldos bicolores de la plaza Porticada Profesores, catedráticos, próceres de la cultura se estrechan la mano arrugando un poco más el programa que detalla cada fragmento de la pieza musical. «Pues fíjate, precisamente acabo de encontrarme ahora mismo con Asunción, que estaba con Ana, la vicerrectora de la Universidad de Alcalá de Henares, y su marido. Ah, no, a nosotros tampoco nos han gustado especialmente. Pero, por Dios, no hay derecho a traer a este festival a una soprano y a un tenor sin voz; menos mal que el coro ha sido un verdadero éxtasis; no, nosotros no podemos quedarnos al final. Bueno, pues a ver si nos vemos mañana en La Magdalena». Dos de los bares que circundan la plaza están cerrados esta noche fragante y la gente se dirige en tromba hacia una he ladería abierta en el paseo de Calvo Sotelo. Los más rápidos han invadido ya la cafetería que hay junto a los soportales y engullen a toda prisa- emparedados vegetales, un refresco, cualquier cosa, contra la sed repentina. La gente se reconoce por la acera, se saludan efusivamente y echan a correr a toda prisa cuando vuelve a sonar la musiquilla que advierte del comienzo de la segunda parte.

Los ocupantes de las primeras filas, autoridades y gente importante de la ciudad, toman asiento finalmente, ahogando de golpe el último carraspeo de garganta. Allí está Juan Hormaechea, alcalde de Santander, consultando el catálogo ahora que la soprano ha vuelto a encararse dramáticamente con la sala. Hormaechea mantiene casi la misma expresión un poco ausente que unas horas antes contemplando los mapas de acceso a Santander por carretera, en su despacho. A las 18.30 horas, el alcalde discutía, efectivamente, con el delegado de Obras del Ayuntamiento los últimos pormenores de la carretera que irá de Cazoña a El Sardinero, aligerando el tráfico de una ciudad que, al menos 45 días de verano, amenaza continuamente con un colapso total. «Somos el Ayuntamiento que más dinero ha invertido en su ciudad en toda España, al menos hasta abril de 1981 ». Las seis playas de Santander, primera y segunda de El Sardinero, La Concha, la de El Camello, Los Molinos, La Magdalena y Mataleñas están siendo sometidas a una profunda limpieza este verano, acorde con toda la belleza que ofrece la costa ciudadana, escondida en muchos puntos detrás de montañas de coches aparcados, bocinazos y toques de silbato de los guardias de tráfico, que intentan enderezar un poco el caos de la tarde. «Sí, es un poco agobiante este mes de agosto en Santander. Pero la gente de aquí lo soporta bien, porque, después de todo, apenas son 45 o 50 días lo que dura la temporada turística. Septiembre vuelve a ser un paraíso». En la penumbra del enorme despacho cuadrado que da a los toldos de la plaza Porticada, Jaime García de Enterría, durante varios años director del Festival Internacional de Música de Santander, y actualmente delegado de Turismo en la ciudad, recopila folletos que hablan de las bellezas de la cornisa cantábrica para que nos llevemos una impresión exacta de lo que significa en realidad el turismo en Santander. «En agosto no se puede ir ni a Potes. Yo soy de allí y es verdaderamente terrible la cantidad de gente que hay. Sin embargo, si vas hacia los Picos de Europa, por ejemplo, te das cuenta que sólo están llenas determinadas zonas; adentrándose un poco más, uno vuelve a encontrarse solo». Pero, de momento, aplastando un poco el espacio vital de los 180.000 habitantes de la ciudad, hay una cantidad aproximadamente igual de veraneantes, familiares muchas veces de los residentes que vuelven en julio y agosto, como cada año, huyendo de ciudades más grandes y anónimas, a buscar un huequito al sol placentero y escaso del Norte. «Las 13.500 plazas hoteleras que existen en la ciudad no significan nada, en realidad, a la hora de computar el número de visitantes; los estudios realizados por una empresa de consulting arrojaron un resultado de unas 120.000 camas extrahoteleras que se ocupan en Santander todos los veranos, y que en invierno quedan, naturalmente, desocupadas».

Dieciséis exposiciones

Casi todas las carreteras que parten de Santander ofrecen nombres tentadores para cualquier inglés apenas desembarcado del ferry de Plymouth, para cualquier turista nacional con ganas de evadirse, al menos por un día, de las apreturas de La Magdalena. Ahí están Comillas, Santillana del Mar, San Vicente de La Barquera, la belleza especial de Castro Urdiales -unas decenas de kilómetros más lejos- o la increíble mole de edificios ocre que circunda Laredo, un pueblecito costero que superó, allá por los años cincuenta, la cifra de apartamentos construidos en cualquier otra zona de España. Si no, uno puede perderse en Santander en más de dieciséis exposiciones de pintura, que incluyen una muestra de grabados de Miró en Santillana, y una bella recopilación de la obra de María Blanchard, compitiendo con los mejores repertorios de las compañías de teatro nacional, ballets, música y un larguísimo etcétera. Santander, en verano, es así. Un hervidero de coches y gente capaz de hacer colgar el cartel de «No hay localidades» en decenas de recitales y conciertos, sin alterar casi nada el ritmo de vida de los veraneantes maduros que se sientan al atardecer en las terrazas del paseo de Pereda echando pestes de la juventud, por ejemplo, que ha tomado al asalto también con sus endiablados patines de colores los jardines de Piquío.

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