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El poder veranea en el Norte

Ya forman parte de la nueva estética de las vacaciones, y aunque jamás ganarán con sus fotografías el Pulitzer, ni siquiera el premio nacional de reportajes sensacionalistas, están a punto de inventar un nuevo enero literario a medio camino entre el periodismo y la sociología del poder. Me refiero a esos esforzados cazadores estivales de políticos en vacaciones que, por estas fechas, intentan, los muy ingenuos, hacer el agosto a costa del supermeyba de Calvo Sotelo saliendo de las aguas de Foz, la petanca de imitación Mitterrand de Felipe González, las rituales queimadas de Fraga para conjurar sus airados demonios particulares, la pesada bicicleta de una sola marcha de Fernández Ordóñez o el pastoso arroz a la cazuela de Jordi Pujol.Llevan los hombres varias legislaturas merodeando cerca de los chalés marcados por las famas que se derivan del legislativo y el Ejecutivo -poco atentos como siempre a los representantes del judicial-, con sus Nikon de potentes teleobjetivos en busca del i ky sorprendente, el bikini conyugal, el gusto extravagante, la insólita visita, el tibio escándalo de una suave noche de verano, la moral distraída o el lapsus linguae Andan todo el santo día al acecho de cualquier ruptura, por mínima que sea, de esas imágenes repulidas, adustas y encantadoramente tediosas que nuestros primeros políticos se fabrican y cultivan con mimo durante el curso con el descabellado propósito de halagar a¡ electorado, como si el electorado no tuviera mejor cosa que hacer que bostezar.

Todo es inútil. Sin embargo, los resultados de estos reportajes son desmoralizantes desde el punto de vista del sensacionalismo, porque lo que estamos encontrando estos días en las páginas de color de las revistas populares son esos mismos gestos, gustos, rictus, poses, prosopopeyas y tiquismiquis que sus señorías suelen emitir desde el escaño, sólo que ahora con los muslos y los brazos al aire.

Obscenas rutinas

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No fallan los papparazzi que hacen guardia meritoria ante los políticos; falla lamentablemente la materia prima, o sea esos políticos en vacaciones que a tantos kilómetros de distancia del despacho, y en plena naturaleza, reproducen los tipos con todo detalle las obscenas rutinas del oficio y siguen aferrados a la moral de moqueta del Iiving, aunque sea en verano. Enviamos a nuestros mejores sabuesos reporteriles en pos de lo exótico político, armados hasta los dientes y con el mejor material imaginable de cazalíderes infraganti, y, regresan del safari con una elemental colección de diapositivas más aptas para revistas decorativas estilo El Mueble que para publicaciones de mucha sensacionalidad, sin el menor morbo amarillento o rosado.

Pero precisamente en esa monotonía vacacional retratada en kodacolor y que ya aburre a las piedras reside el extraordinario interés sociológico del nuevo género periodístico, porque todas esas imágenes estivaleras de los grandes líderes repiten machaconamente un idéntico estilo de veraneo que ya creíamos definitivamente perdido en la noche del primer plan de desarrollo, y cuya práctica indiferencia ideologías, tendencias, siglas y disidencias. Este es el escándalo verdadero: no hay variaciones en las maneras de veranear de nuestros políticos, los de izquierdas o los de derechas, los de antes o los de ahora.

Fotografiar a uno de ellos durante las vacaciones significa fotografiarlos a todos juntos. Lo que en sus carretes y blocs registran los papparazzi no es una pluralidad de tipos políticos al sol, como les exigen sus redactores jefes, sino de un arquetipo aburridísimo.

Esa formidable redundancia de imágenes y sonidos de nuestros más conocidos hombres públicos, pacatamente sentados con sus resignadas y repeinadas señoras a la vera de la elorada piscina de la segunda residencia (o tercera, eso que lo averigüe Hacienda), nos habla sin ambigüedades de una muy concreta estética vacacional y, por consiguiente, de unas propuestas de moralidad determinadas que los políticos no se atreven a sermonear desde las Cortes o desde los altos despachos, pero que, en el fondo, configuran ese modelo cotidiano de convivencia que intentan imponernos por debajo del evidente galimatías autonómico y por encima del aparente caos económico. Fantástica división social del trabajo ideológico: el curso para legislar la vida pública y el verano para moralizar la vida privada.

"Veraneo familiar"

Lo que ese arquetipo político a orillas de la mar nos propone con su insistente ejemplo vacacional es todo un código de comportamiento a través de ese reconocible estilo de veraneo familiar de las clases medias antiguas que sigue practicando- impunemente un viejo paradigma de reposo que se opone al dominante de las vacaciones de masas.

Es decir, que se opone radicalmente a esa nueva ética veraniega surgida de la feliz conjunción del sol, las masas y la playa, que, como a nadie se le escapa, viene a ser una versión modernizada de aquellos tres célebres enemigos del alma que nos narraban el padre Astete -o el cura Ripalda, que ahora no recuerdo la distinción-, a saber, el demonio, el mundo y la carne.

Porque, a fin de cuentas, el arcano culto al demonio se manifiesta actualmente en forma de impúdica idolatría al astro rey pagano de las divisas. La verdadera tentación perversa del mundo es la irresistible atracción de las muchedumbres por las muchedumbres -el gran espectáculo de masas son las propias masas en el acto de consumir lo que les pongan por delante-, y nadie me puede rebatir que el escenario privilegiado de la carne, lo que se dice carne a la brasa, son esas playas atiborradas de topless por todas las partes menos por el Norte.

Teología trinitaria que explica satisfactoriamente la tradicional aversión de los hombres de púlpito propiamente dichos por las modernas vacaciones de masas, identificándolas lógicamente con aquellas tres calamidades del alma, pero teología, además, que explica la insólita atracción de los políticos con mando en plaza por las costas pacatas del Norte.

Huyen las masas hacia el Mediterráneo en busca de sí mismas, a inmolarse perversamente en las arenas calientes, pero el poder y alrededores se instala a orillas del Cantábrico para representar ante los papparazzi las virtudes tradicionales del veraneco familiar español de cielos nublados, estaciones veraniegas minoritariasy playas eróticamente estrechas, en la mejor lírica del Astete o del Ripalda.

Podría ilustrar esta teoría con variedad de políticos de muy diverso pelaje ideológico, desde Fraga a Carrillo, desde Pío Cabanillas hasta el sureño Escuredo, pero me quedo con esos ejemplos contantes y flagrantes de los veraneos típicamente norteños de los tres últimos jefes de Gobierno.

Usar la mar

Acaso haya variado en este país el estilo de gobernar, pero el estilo de veranear del Ejecutivo sigue siendo el mismo desde hace lustros, que ni a primera ni a segunda vista diferencio yo las maneras de utilizar la mar océana de Carlos Arias Navarro, en Salinas; de Adolfo Suárez, en La Toja (luego de la histórica metedura de pata cuando surcó el Mediterráneo en aquel dudoso yate millonario), y de Leopoldo Calvo Sotelo, en Ribadeo.

No discuto aquí las posibles distinciones formales que, con un poco de imaginación Y mucha buena voluntad, puedan establecerse entre las últimas cabezas visibles del poder Ejecutivo -cabezas visibles de la posdietadura, el posfranquismo y el posgolpismo, respectivamente-. Sólo afirmo que los estilos veraniegos de Arias Navarro, Suárez y Calvo Sotelo resultan espléndidamente idénticos y sospechosamente intercambiables.

Esas diapositivas de Salinas, La Toja y Ribadeo nos muestran a un jefe de Gobierno en canónica posición familiar, integrado en la pequeña comunidad de veraneantes de toda la vida que diariamente otea el horizonte con gesto de experimentado mareante antes de lanzarse a la arriesgada aventura melvilleana de la caza de la lubina de kilo y medio, por entre terribles norestes y marejadillas, paseante contumaz del puerto con el Fin de dialogar campechanamente con los muy fotogénicos pescadores curtidos que trafican con aparejos, vestido el hombre de riguroso azul marino, con jersei de lana inglesa sobre los hombros en previsión del viento freco y traidor del atardecer, degustador en público de mariscos modestos, de muelle, jugador de mus, amigo de las tertulias del café principal, asiduo a las cenas de matrimonios ilustres en el club náutico, o en el balneario, o en el casino, y siempre dispuesto a salir a la pista agarrado a una santa esposa recién salida de la peluquería cuando la orquestina la emprende con boleros, tangos, valses o foxtrots.

Es una muy especial manera de veranear al modo victoriano las playas frescas, nubladas y solitarias del Norte, que, como es obvio, nada tiene que ver con el estilo de esas populares vacaciones de masas mediterráneas, en donde rige precisamente todo lo contrario, o sea, la promiscuidad de cuerpos y lenguas, el cosmopolitismo, las discotecas interclasistas, el espectáculo irrepetible de las masas consumidoras, la dispersión social y mental, el anonimato de las muchedumbres, los ruidos de moda, la moral laxa, los nuevos deportes acuáticos, los platos combinados veloces y el intenso olor a mostaza, salsa de tomate, crema bronceadora y desodorante erótico.

Lo que habría que saber es si estos curiosos veraneos norteños de manga larga, intensa sociabilidad familiar, moral estrecha, falda plisada, chaqueta cruzada azul marino, sardinas a la plancha, pesca de bajura, precepto dominical en la capilla de la patrona local de la mar e intenso visiteo matrimonial, son la penosa condición imprescindible para llegar al poder, o se trata de una servidumbre más del poder.

En cualquier caso, alguna relación tiene que haber entre las vacaciones en el Norte y el triunfo político, cuando Carrillo, uno de los españoles más obsesionados por el poder, ha escogido este año como lugar de veraneo familiar Corea del Norte.

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